El chico que más tarde llamaron Gato apareció
sin anuncio ni presentaciones contra la pared norte del patio, durante
el último recreo anterior a la cena. Nadie sabía desde cuándo estaba
acurrucado junto a la ventana de la galería que comunicaba los
claustros. En realidad, allí no tenía nada que hacer, porque era a fines
de abril y las clases habían estado funcionando un mes entero,
devorando la última luz del fastidioso otoño interrumpido por largos y
aburridos períodos de lluvia. Estaba oscureciendo y el patio era muy
grande, consumía el corazón mismo del enorme edificio erigido en los
años diez por piadosas damas irlandesas. La penumbra, pues, y el vasto
espacio que ni siquiera ciento treinta pupilos entregados a sus juegos
podían empequeñecer, explican que nadie lo viera antes. Eso, y la propia
naturaleza oculta del recién venido, que lo impulsaba a permanecer
distante y camuflado, con su cara gris y su guardapolvo gris contra el
borrón de la pared más alejada del comedor hacia el que,
insensiblemente, habían ido deslizándose durante los últimos veinte
minutos las bolitas, la arrimadita y la payana.
El chico parecía enfermo, su rostro era como un limón inmaduro
espolvoreado de ceniza. Aún no había cumplido doce años, era muy flaco y
los primeros que se le acercaron vieron que los ojos le brillaban
febrilmente. Tenía una manera de moverse extraña e inhumana, hecha de
bruscos arranques y fogonazos de pasión, o lo que fuera, mezclados con
el más sutil escurrimiento, alejamiento, de un cuerpo sinuoso y evasivo.
Era alto, y sin embargo podía parecer mucho más pequeño gracias a un
solo movimiento, en apariencia, de la cintura y de los hombros, como si
no tuviera huesos a pesar de su flacura. Todo esto resultaba inquietante
y ofensivo.
Este chico al que más tarde llamaron el Gato y que en pocas horas más
iba a revelar una porción tan inesperada de su naturaleza gatuna, había
viajado la mayor parte del día, y toda la noche anterior, y el día
anterior, porque vivía lejos, con una madre que iba envejeciendo, con la
que estaban rotos los puentes del cariño y que al traerlo lo paría por
segunda vez, cortaba un ombligo incruento y seco como una rama, y se lo
sacaba de encima para siempre. Es cierto que en el último minuto, cuando
lo dejó en la rectoría con el padre Fagan, consiguió derramar unas
lágrimas y besarlo tiernamente, pero el chico no se engañó con eso,
porque él mismo lloró un poco y la besó, y sabía perfectamente que tales
gestos no importan mucho fuera del momento o el lugar que los provocan o
estimulan.
Lo que predominaba en la mente del chico era una perseguidora memoria
de caminos embarrados bajo una amarilla luz de miel, de pequeñas casas
que se desvanecían y de hileras de árboles que parecían las paredes de
ciudades bombardeadas; porque todo eso había pasado continuamente ante
sus ojos durante el largo viaje en tren y se había sumergido de tal modo
en su espíritu que aún de noche, mientras dormía a los sacudones sobre
el banco de madera del vagón de segunda, había soñado con esa
combinación simplísima de elementos, ese paupérrimo y monótono paisaje
en que sintió disolverse a un mismo tiempo todas sus ideas y sueños de
distancia, de cosas raras y desconocidas y gente fascinante. Su
desilusión en esto tenía ahora el tamaño de la infatigable llanura, y
eso era más de lo que se atrevía a abrazar con el solo pensamiento.
Exigencias más urgentes vinieron luego a rescatarlo. El padre Fagan
lo transfirió al padre Gormally, y el padre Gormally lo llevó al borde
del patio enmurado, inmerso, hondo como un pozo, rodeado en sus cuatro
costados por las inmensas paredes que allá arriba cortaban una chapa
metálica de cielo oscureciente -esas paredes terribles, trepadoras y
vertiginosas- y le mostró los ciento treinta irlandeses que jugaban, y
cuando volvió a mirar las paredes verticales, él que nunca había visto
otra cosa que la llanura con sus acurrucadas rancherías, una sensación
de total angustia, terror y soledad lo poseyó. Fue sólo una erupción de
puro sentimiento, que le puso de punta cada pelo de la piel; algo
parecido a lo que siente la piel de un caballo cuando huele un tigre en
el horizonte. Tal vez comprendió que estaba a punto de conocer a la
gente de su raza, a la que su padre no pertenecía, y de la que su madre
no era más que una hebra descartada. Les temía intensamente, como se
temía a sí mismo, a esas partes ocultas de su ser que hasta entonces
sólo se manifestaban en formas fugitivas, como sus sueños o sus
insólitos ataques de cólera, o el peculiar fraseo con que a veces decía
cosas al parecer comunes, pero que tanto perturbaban a su madre.
A primera vista, sin embargo, parecían completamente inofensivos esos
chicos campesinos, pecosos, pelirrojos, de uñas y dientes sucios,
bolsillos abultados de bolitas, medias marrones colgando flojamente bajo
las rodillas, con sus amarillos botines Patria de punteras gastadas por
la costumbre de patear piedras, latas y pelotas de fútbol, plantas,
raíces de árboles y hasta sus propias sombras; piernas fuertes y macizas
bien calzadas en esos pesados botines trituradores, cazadores, que uno
(él) veía instintivamente apuntados a sus tobillos, o a la parte blanda
de la rodilla, donde el agua se junta y se hincha durante semanas.
Lo cierto es que ahí estaba ahora, el Gato acorralado, contra una
ventana, y por supuesto lo primero que dijo Mulligan, que parecían
mandar el grupo, cuando lo vio allí acurrucado, como listo para saltar, y
no queriendo saltar sin embargo, no queriendo pelear, ni siquiera
hablar, lo primero que se dijo, tal vez en su idioma, tal vez en el
idioma de su madre que él oscuramente comprendía, dijo Mulligan:
Hé, parece un gato,
y cuando hubo obtenido la razonable cuota de reconocimiento y de
risa, y el sobrenombre quedó pegado para siempre al chico que desde
entonces llamaron el Gato, inciso en su corazón o en lo que fuera más
receptivo al castigo y a la burla, en cualquier cosa que se abriera como
un tajo para recibir el cuchillo (porque la herida está allí antes que
el cuchillo esté allí, la parte blanda antes que la parte dura, la carne
antes que la hoja), cuando estuvo así marcado y al fin sabiendo lo que
era, alguien, que podía ser Carmody, Delaney o Murtagh, dijo:
Cómo te llamas, pibe, planteando el terreno, firme para ellos y para
él desconocido, porque pudo sospechar que una pregunta tan sencilla
tenía un sentido oculto, y por lo tanto no era en absoluto una pregunta
sencilla, sino una pregunta muy vital que lo cuestionaba entero y que
debía meditar antes de responder, antes de seguir, como siguió, un curso
oblicuo y propiciatorio, antes de decir
O’Hara -como dijo.
Pero el nombre ofrecido no quiso hundirse, simplemente flotó como una
manzana descartada o una papa podrida flotan en el río. Se lo tiraron
de vuelta, chorreando desprecio y exasperación:
Ese no. Tu verdadero nombre, como si fuera transparente para ellos. Entonces dijo:
Bugnicourt,
que era, ése sí, el nombre de su padre, al que nunca amó ni siquiera
conoció bien, un hombre perdido para siempre en las arenas movedizas del
agrio recuerdo y la invectiva, su memoria pisoteada por los hombres que
siguieron, un fantasma apenado que tal vez espiaba a través de los
agujeros de la ácida memoria a la mujer que fue su esposa y después, sin
explicación, se volvió la puta del pueblo, pero una puta piadosa, una
verdadera puta católica que llevaba al cuello una cadena de oro con una
medalla de la Virgen María.
¿Qué clase de nombre es ése? ¿Sos polaco? -y en seguida, con sombría sospecha-: ¿Judío?
No -gritó-. No soy judío -profundamente lastimado, sintiendo por
primera vez ese impulso de arañar a ciegas cuyo síntoma fue que flexionó
suavemente los dedos, como si los guardara y replegara hasta sentir el
filo de las uñas en las palmas.
¿O’Hara es tu madre? -preguntaron.
Sí.
¿De dónde es?
De Cork. Cork en Irlanda.
Corcho -tradujo Mullahy, que sabía geografía-. Un corcho en el culo
-mientras el Gato se movía inquieto en la penumbra, y luego, con
repentina decisión, se anotaba el primer punto, su primera movida
exitosa frente a la batalla inminente y la pregunta inevitable.
Mi madre es una puta -dijo sin afectación y así los demoró un
instante, horrorizados, incrédulos o secretamente envidiosos de la
audacia que permitía decir una cosa como ésa, capaz de hacer temblar el
cielo donde planeaban con sus grandes alas membranosas las madres
invulnerables y de precipitarlas en un monstruoso cataclismo.
Oyeron eso -murmuró Kiernan, indagando en la general consternación,
en el silencio, en la distancia abierta que ahora sólo podía franquear
un jefe.
Bueno, Gato -dijo Mulligan-. Bueno, Gato -dijo-. Eso me gusta. Sos
el polaco, el franchute o el judío más cojonudo que conozco. Lo único
que tenés que hacer ahora es pelear con uno de nosotros, después te
dejaremos estar y hasta nos olvidaremos de tu vieja, aunque sea una
yegua que coge.
No quiero pelear -repuso el Gato-. Estoy cansado.
No tenes que pelear conmigo, Gato, yo podría hacerte tiras con una
mano atada. Vas a pelear con Rositer, que no tiene más que un buen juego
de piernas, pero no pega con la zurda, y al fin y al cabo es un pajero.
Déjenme solo -dijo el Gato-. No quiero pelear con nadie.
Pero si te pegamos, Gato -dijo Mulligan-. Si yo te pego. No vas a
hacer un papelón, y además tenemos que saber en qué lugar del ranking te
ponemos, o vos te crees que esto es un quilombo.
No sé -dijo el Gato, y de pronto le vieron en la cara una sonrisa
extraña, soñadora y cenicienta-. ¿No podríamos dejarlo para mañana?
-tomándolos nuevamente de sorpresa.
Parecieron deliberar, sin decir nada, las preguntas y las respuestas
iban y venían en el parpadear de un ojo, el tic de una mejilla, una
larga y acalorada discusión sin palabras, hasta que nació un consenso,
no el resultado de una votación democrática, sino del peso y la
autoridad que fluían por sus canales naturales, hasta que los últimos
remolinos de disentimiento se desvanecieron y el lago de la conformidad
mostró su cara inocente y pacífica.
Está bien -dijo Carmody, porque esta vez fue él quien, frente a la
pesada inmediatez de Mulligan, inclinó la balanza-. Está bien
-desconcertado, sin saber por qué condescendía, si no era por el aguijón
de lo nuevo e inesperado y en consecuencia teñido, aún en perspectiva,
con algo de lo diabólico. Ahora, de todos modos, era el custodio de la
voluntad general y se proponía hacerla cumplir.
Pero otros, por disciplinados que estuvieran en la aceptación de esa
voluntad general se alarmaron. Sólo alguien que fuese absolutamente
extraño a ellos, más, alguien que en verdad participara de la condición
de un Gato, podía postergar una de piñas. Por lo tanto, pensaron, esto
ya no era un juego, si es que alguna vez lo había sido.
Y así ocurrió que Carmody, después de imponer su punto de vista,
quedó malparado, resbalando sobre un ilusorio punto de equilibrio,
sintiéndose abandonado e incapaz de evitar nada de lo que pudiera
seguir. Porque tal es la naturaleza de las inciertas victorias que se
ganan sobre oscuros pálpitos del corazón.
Mulligan sintió volver la marea, esa honda corriente que hace el prestigio.
Eh, Gato -dijo-. Eh, ¿cómo es que llegas tan tarde al colegio?
El Gato lo miró de frente y algo parecido a una partícula de ceniza,
un diminuto destello, pareció moverse en cada uno de sus ojos.
Estaba enfermo -respondió,
y ahora retrocedieron, como si temieran tocarlo. El Gato lo sintió,
una fugitiva sonrisa volvió a jugar en su cara flaca y hambrienta; con
asombrosa previsión se lanzó sobre ese fragmento de la suerte, lo
arrebató, lo manejó como una pelota atada a una gomita.
Tiña -dijo, y sacudió la cabeza, y les mostró-. El que me toca se jode -tocándose, en honda burla y parodia de sí mismo.
De nuevo retrocedieron, sin dejar de mirar, y a la luz del crepúsculo
creyeron ver en la cabeza del Gato manchas amarillas y grises, y más
tarde Collins aseguró que eran como algodón sucio o flores de cardo.
Todo el mundo comprendió entonces que la cosa sería más difícil de lo
que pensaban, porque el corazón humano se resiste a golpear llagas
infestadas o males escondidos, y la índole del obstáculo que ahora los
frenaba era, más o menos, del mismo orden que impide o impedía en viejos
tiempos levíticos que un hombre toque a su mujer en ciertos días.
Con la cabeza agachada el Gato subrayaba su ventaja y se reía por
dentro, observándolos desapasionadamente desde sus ojos curvados hacia
arriba, eligiendo a éste o aquél para los futuros días de la retribución
y del placer gatunos, porque no menospreciaba la caza ni ignoraba las
mudanzas del tiempo.
Los puños se abrieron, ola tras ola de placer desaparecido, de
legítima excitación robada escalaron como nubecitas de humo las
vertiginosas paredes. En mitad de ese asombro sonó la campana llamando a
cenar. Formaron sin ganas contra la pared del comedor, bajo los ojos
saltones e inyectados del celador de turno que -certeros para atrapar el
motivo central de cualquier desgracia- llamaban la Morsa, por esos dos
incisivos que, como largas tizas, quedaban siempre a la vista, aun
cuando cerrara la boca. Sin que nadie se lo indicara, el Gato encontró
su lugar en la fila, y ese lugar que encontró sin previo ensayo le
cuadraba perfectamente de modo que ahora quedaba inadvertido entre Allen
y O’Higgins, aunque la fila entera sentía su presencia impune como un
ultraje.
Después del rezo, el Gato comió despacio. Bajo la lámpara de pantalla
verde, entre los azulejos y sobre las mesas de mármol, en esa enfermiza
y espectral blancura que daba al comedor el aire de una sala de
hospital, su aspecto no mejoró. Parecía más enfermo, ladino y gris,
incómodo para mirar, irradiando esa escandalosa certeza de que uno no
podía ser él, bajo ninguna circunstancia y mediante ningún esfuerzo de
la imaginación, mientras que podía ser Dashwood, o Murtagh, o Kelly,
casi sin desearlo, como en efecto ocurría a veces. Su ajenidad era
abominable, y los seis chicos sentados con él en la última mesa, que
eligió con la misma precisión con que había tomado su lugar en la fila,
apenas se decidían a comer. El guardapolvo nuevo del Gato brillaba con
un lustre metálico y verdoso, usaba corbata negra y el cuello de su
camisa estaba arrugado. Pero lo que más impresionó a los que realmente
se atrevieron a inspeccionarlo fue el largo, largo cuello, y la forma en
que se arrugaba cuando ladeaba de golpe la cabeza, y el espectro, el
fantasma, la adivinada y odiosa sombra de un bigote gris. Era feo el
Gato.
Luego los platos y las fuentes quedaron vacíos, y todos los ojos
vacíos miraron al frente, y a una sola señal de la Morsa, la
conversación murió. Exteriormente, nada había ocurrido. Sin embargo, en
el alma misma del rebaño acababa de producirse un cambio.
Silenciosamente, entre el primero y el séptimo y el último bocado de la
sémola friolenta, blancuzca, apelmazada que noche a noche mantenía al
pueblo con vida, sus líderes fueron derrocados, mediante un proceso
desconocido inclusive para ellos. Mulligan y Carmody lo supieron, aunque
nadie dijo una palabra. Habían fallado ante su gente, y otros
desconocidos aún, ocupaban sus lugares. Así debía ser. El pueblo no
quedaba ligado por la palabra dada en un momento de debilidad por un
sentimental fracasado como Carmody.
¿Lo adivinó el Gato? Apenas tragó la última cucharada, sus pies
comenzaron a moverse sin ruido, pedaleando sobre el piso en un
estacionario corre-corre-corre, como un ciclista que se entrena o un
boxeador haciendo sombra contra el cercano futuro que se agranda,
zambulléndose en la corriente de los hechos, siendo arrastrado cada vez
más lejos por su propia ansiedad, corriendo en una amortiguada
pesadilla.
La Morsa lo sintió también mientras rondaba el callado comedor,
poniéndose cada vez más colorado, sintiendo la necesidad de decir algo,
oliendo oscuramente el aire asesino, enfureciéndose, hasta que al fin se
paró frente a todos y barbotó:
¡Pórtense bien, ustedes! ¡O les rompo el alma a patadas!
Y de este modo se expuso a un silencio ridículo.
Salieron al patio y la noche y volvieron a ponerse en fila. Había en
el aire un mensaje de los campos tras las altas paredes, un aroma dulzón
que el Gato sintió, y entonces miró al cielo que en ese preciso
momento, siete de la noche, fines de abril de 1939, ostentaba una Cruz
majestuosa y una proliferante Argonave.
Pero el suelo era de piedra, grandes lajas de pizarras grises o
celestes, pulidas por el tropel de las generaciones hasta un hermoso
acabado de finas vetas, extendiéndose lejos hacia las gráciles arcadas
de los claustros que brillaban casi blancos contra el mar de sombra que
empezaba detrás. En algún momento del día había llovido, quedaban
charquitos de agua en las hondonadas de la piedra, y el Gato los cotejó
contra las suelas de sus botines nuevos, mientras algo todavía refrenaba
a la Morsa, que no daba la orden de romper filas, y por un momento
pareció que volvería a hablar, pero al fin se encogió de hombros, dio la
orden y el Gato saltó.
Saltó, otros dicen que voló por encima de sus cabezas, elevándose tal
vez dos yardas, y la fuerza de su quemante impulso lo llevó hacia
adelante como en un sueño, planeando, cinco, diez yardas, navegando
sobre su flotante guardapolvos hasta que al fin tocó la piedra y las
punteras de fierro de sus botines arrancaron de la dormida piedra un
chaparrón de chispas, un doble chorro de fuego, signo por el cual fue
reconocido más de una vez en esa larga noche, cuando ya parecía haber
desaparecido para siempre. ¡Fogoso Gato! ¡Tu terrible desafío aún vibra
en mi memoria, porque yo era uno de ellos!
¡Pero qué fue más admirable, ese espantoso salto, o la serena
determinación con que Irlanda mandó al frente a sus guerreros!
Fácilmente se desplegaron, casi a paso de marcha, Dolan en una punta,
Geraghty en el centro, el pequeño pero ingenioso Murtagh a retaguardia, y
este único y sencillo movimiento bloqueó todas las posibles retiradas y
siguió invisible hacia adelante, entre la renovada prestidigitación del
dinenti y el candor del hoyo-zapatero y las conversaciones que
disimulaban todo, de suerte que ni siquiera los ojos adiestrados de la
Morsa (siempre al acecho de algo que mereciera castigo excepcional)
vieron otra cosa que ese enloquecido chico nuevo, el Gato, que como un
rayo pasaba en diagonal hacia el claustro de la derecha.
En algún lugar del patio se oyó el sonido de la armónica, que Ryan
tocaba en un agudo bailarín y gozoso, como un pífano guerrero, alentando
la fiebre del combate. A la izquierda Murtagh corrió un poco, apenas lo
bastante para taponar la galería entre los claustros, y llegó a tiempo
para ver la sombra del Gato, a sesenta yardas de distancia en el extremo
opuesto.
El Gato probó allí la primera cucharada de un amargo dilema. A su
derecha estaba la puerta abierta de la capilla, exhalando un enfermizo
olor a cedro, cirios y flores marchitas. Se asomó y vio a un cura muy
viejo arrodillado ante el altar, murmurando una oración o, tal vez,
durmiendo en voz alta, con los ojos cerrados. A su izquierda el largo
corredor, con una puerta de vidrio que daba a la rectoría y la agazapada
sombra de Murtagh en contraluz. Y al frente, una escalera que se
internaba en la oscuridad. Subió ciegamente.
Murtagh abrió una ventana de la galería y con el pulgar hacia arriba
hizo una seña a Geraghty, que aguardaba sin prisa en el centro del
patio. Geraghty, a través de anónimos mensajeros, comunicó la novedad a
Dolan, que se había quedado muy atrás, a la derecha del largo
semicírculo de cazadores, y sobre quien había descendido silenciosamente
el águila del mando. Dolan reflexionó y dio sus órdenes. Mandó a
Winscabbage, que era estúpido pero de anchas espaldas, a retener la
encrucijada que tanto había desconcertado al Gato e impedir a toda costa
su regreso. Después transmitió a Murtagh la señal de tomar sus propias
disposiciones, y Murtagh llamó al pequeño Dashwood y le ordenó que se
quedara allí y gritara si venía el Gato, porque el pequeño Dashwood no
podía pelear a nadie, pero era capaz de exorcizarse los propios demonios
del aullido. Hecho esto, la línea entera se replegó, mientras los jefes
se reunían para deliberar y escuchar el consejo de Pata Santa.
Pata Santa Walker tenia una pierna más corta que la otra, terminada
en un botín monstruosamente alto, rígido, inanimado como un tronco
muerto que arrastraba al caminar, y una noble cara afilada y olivácea de
ojos visionarios. No era un líder y nunca podría serlo, aunque
aseguraba descender de reyes y no de pobres chacareros de Suipacha, pero
la intensidad y concentración de sus ideas lo sustraían al círculo de
la piedad en que otros simples desgraciados -un epiléptico y un albino,
dos rengos más y un tartamudo- chapoteaban.
A Pata Santa le sobraba tiempo para pensar mientras los demás jugaban
al fútbol o al hurling, y los líderes tenían que escucharlo.
Subirá al dormitorio -vaticinó como si realmente estuviera viendo al Gato-, y después irá hacia atrás.
¿Y después?
Puede aparecer a nuestra espalda. Si lo dejamos bajar, lo perdemos. Se convierte en uno de nosotros.
Hay que mantenerlo arriba -concordó Murtagh.
Dolan mandó a Scally y Lynch a cubrir las otras dos salidas del patio.
El Gato estaba ahora en una trampa. Cuatro lados, cuatro ángulos,
cuatro escaleras, cuatro salidas, todas custodiadas. Moviéndose
cautelosamente en la oscuridad, encontró un descanso y una puertita de
madera que daba al coro. Se asomó y vio una vez más el altar, el cura
inmóvil, el Cristo sangrante y repulsivo y el par de arcángeles de
plumas azules sosteniendo candelabros eléctricos. En el coro había un
órgano empinando la silueta en la penumbra y rosetas de vidrio que daban
a alguna parte de la noche y del cielo. Pero algo ajeno a él mantenía
al Gato en movimiento; retrocedió, siguió subiendo y volvió a
encontrarse en los ángulos rectos de la decisión. A su izquierda había
una larga serie de puertas que se abrían sobre un pasillo; a su derecha,
un dormitorio con dos hileras de camas blancas. Se acurrucó,
reflexionó, después, caminó sigilosamente por el desierto dormitorio, la
interminable perspectiva de camas. No había luz, salvo dos bombitas de
veinticinco vatios, separadas por cincuenta pasos, como dos grandes
gotas traslúcidas de sangre. El Gato se asomó a una ventana, vio un
parque con luz de estrellas, oscuros pinos y araucarias, el portón de
entrada por donde había venido con su madre y, más lejos, el blanco
camino pavimentado y la señal del ferrocarril que cambiaba de rojo a
verde. Así que ése es el sur, pensó, pero no exactamente el sur. Bajó la
vista al camino de guijarros; la distancia era siete u ocho veces la
altura de su cuerpo, y de todas maneras él no quería volver al sur.
Ahora trató de recordar el aspecto que tenía el edificio cuando lo vio
por primera vez esa tarde, pero no pudo, y maldijo la estéril emoción
que bloqueaba ese recuerdo. Su madre iba de regreso al pueblo en un tren
lejano.
En el patio la Morsa se paseaba frenéticamente, persiguiendo la
persecución, exigiendo una parte en la invisible ceremonia, pero cada
movimiento sospechoso resultaba pertenecer a un juego inofensivo que,
cuando se paraba a preguntar, se le aferraba en forma de otras preguntas
inocentes, dirigidas en debida y respetuosa forma a un superior y
adulto, robándole tiempo y atención, embotando su iniciativa y de ese
modo impidiéndole ubicar la zona donde verdaderamente transcurría el
mal. En eso también la comunidad era astuta, su población civil distraía
al enemigo o al intruso. Y así la Morsa no descubrió nada y supo que no
iba a descubrir nada a menos que mentalmente pudiera identificar al
jefe, pero apenas pensó en Carmody lo vio a cuatro pasos de distancia,
cambiando el Pez Torpedo por Bernabé Ferreyra, y en seguida vio a
Mulligan junto a la pared midiendo con la palma chata sobre el suelo las
chapitas de la arrimada. Así que maldijo en voz baja, sabiendo que
debía esperar casi una hora antes de tocar la campana para el rosario, y
volvió a maldecir contra la luz fangosa del patio e incluso contra esas
viejas piadosas y amarretas de la caritativa Sociedad de San José. Fue
entonces cuando en el centro del patio estalló una falsa gresca, y al
amparo de esa conmoción Dolan y sus secuaces de derramaron por la
escalera posterior de la derecha, mientras Murtagh y los suyos iban por
la izquierda seguidos por la armónica que alternaba el fino sentimiento
de Mother Machree con el denuedo de Wear on the Green.
Arriba el Gato siguió avanzando hasta encontrarse nuevamente en un
ángulo recto, en un rellano, mirando hacia abajo, a la sombra, y
queriendo tomar una decisión. Bruscamente resolvió probar las defensas
allí y bajó como una catarata.
Desde el centro del patio, donde la ilusoria pelea se desvanecía
rápidamente en presencia de la Morsa, la escena se vio así: primero hubo
un grito penetrante, luego un breve choque, y en seguida el pequeño
Dashwood salió despedido, pateando y gimiendo como un cachorro loco. En
el acto se formó a su alrededor un círculo, y entonces todos observaron
la marca del Gato: una serie de profundos rasguños, paralelos y
sangrientos, en su mejilla derecha. McClusky y Daly ocuparon
silenciosamente su lugar, mientras otros lo llevaban al surtidor para
lavarle la cara y oírle decir:
¡Le pegué! ¡Le pegué! ¿No me quieren creer?
Se corrió la voz: el Gato había golpeado. Ahora las caras estaban sombrías, pero nadie perdió su valor.
Tras enfrentar y aporrear a Dashwood, el Gato desanduvo su camino. La
pelea estaba ahora dentro de él, se derramaba por su sangre en una
incesante, incontenible filtración. Sentía su propio olor, acre,
humeante, inhumano, como el que deja un rayo al golpear la tierra, y un
deseo casi intolerable de matar y huir, de hacer frente y volver a
golpear y huir nuevamente, que le inundaba el cerebro y lo dejaba a
merced de oscuras corrientes que fluían insensatas por su cuerpo. Se
sentía transportado y repelido, se agazapaba y se zambullía y se
ocultaba y volvía a cargar sin un momento de reflexión, nadando en esa
poderosa corriente de miedo y de odio mientras dejaba atrás otro pasillo
y otra hilera de puertas que probó y encontró cerradas con llave menos
una, fileteada de luz, que filtraba una música lánguida y envolvente, y
que no quiso probar. Escuchó allá delante un tropel de pasos, se
apelotonó y rodó al interior de un baño, el hedor de una letrina, y oyó
pasar voces amortiguadas y llenas de excitación, "Por aquí, tiene que
haber venido por aquí". El Gato adivinó que enseguida volverían, las
aletas de la nariz empezaron a temblarle, llegó a pensar Aquí no, y
salió antes que la red terminara de cerrarse.
Lo vieron, giraron sin prisa, como si estuvieran seguros de que ahora
no podría escapar. Ese pausado movimiento asustó más al Gato que una
arremetida, y aun antes de volver a saltar comprendió por qué: habían
dejado un retén en el descanso. Eran dos y lo esperaban, sólidos,
inconmovibles, sin miedo, con las piernas bien separadas, los puños
enarbolados. "Venga, gatito" dijo uno. "Vamos, minino, ahora tiene que
pelear." Vio la brecha entre ambos y se zambulló, y ese movimiento tan
simple volvió a tomarlos desprevenidos porque eran peleadores a golpe de
puño que no concebían otro tipo de lucha.
El Gato cayó sobre el codo derecho y el hueso propagó por todo su
cuerpo un instantáneo ramaje de dolor. Sus perseguidores se habían
precipitado sobre sus piernas y no sólo lo golpeaban a él sino que se
daban entre ellos. Ahora el Gato estaba parado, arrastrando a uno que se
aferraba a su guardapolvo, y los demás venían a toda carrera. El Gato
hizo un solo movimiento con la cabeza, una breve media vuelta, y el
hueso de la frente chocó en carne blanda, que podía ser una mejilla o un
ojo. El otro chico no gritó ni soltó el guardapolvo hasta que se
desgarró, y ese gran pedazo de tela gris fue Llamado la Cola del Gato y
llevado en triunfo desde entonces como un trofeo, un estandarte, un
anuncio de la próxima victoria.
Pero el Gato estaba libre y corría hacia una puerta, y detrás de la
puerta otra larga sala penumbrosa con dos hileras de camas, y mientras
corría, de una cama tras otra se alzaban espectrales sombras que se
sentaban y lo miraban con ojos huecos como los muertos saliendo de sus
tumbas, y fue entonces cuando sus ferrados botines volvieron a arrancar
de los mosaicos de la enfermería un doble surtidor de chispas y por
primera vez imaginó que eso no estaba ocurriendo, pero no se paró, una
nueva inyección de pánico se resolvió en otro gigantesco salto y de ese
modo había llegado a la cuarta esquina en lo alto del mundo.
En el patio la Morsa se había apoderado de Dashwood y lo sacudía sin
conseguir que hablara o por lo menos que dejara de balbucir una absurda
invención de haberse golpeado contra una pared. Lo dejó parado en el
centro del patio y por un momento pensó en llamar en su ayuda a Dillon
que estaría en su pieza leyendo novelas policiales o escuchando valses
en su viejo fonógrafo, pero no lo llamó. Puedo arreglarme, pensó. Y
luego: Yo les voy a enseñar, poniéndose al acecho en uno de los
claustros hasta que vio una sombra que cruzaba silenciosamente la
arcada, diez pasos más lejos. Corrió tras ella, atrapó a Murphy por el
cuello y lo abofeteó en la oscuridad. Murphy chilló y la Morsa volvió a
abofetearlo.
¿Así que se divierten, eh? ¿Dónde están todos?
¿Quiénes? -gimió Murphy-. ¿Quiénes?
No te hagas el imbécil. Los que persiguen al nuevo.
No sé nada -dijo Murphy-. Tengo que vestirme para la bendición.
Ah, sí -dijo la Morsa dándole un coscorrón en la cabeza.
¡El padre Keven me espera! -chilló Murphy.
Ah, sí -dijo la Morsa, y entonces otra voz a su lado dijo-: Ah, sí
-y vio la mandíbula de fierro y los ojos helados del padre Keven que con
la estola en la mano lo miraba desde la puerta de la sacristía-. Véame
mañana, en la rectoría -mientras acariciaba suavemente a su lastimado
monaguillo.
Dolan y su estado mayor aguardaban en el cuarto descanso. Oyeron el
tumulto en la enfermería y de golpe el Gato apareció cruzando la puerta,
se paró y se quedó mirándolos.
Hola -dijo Dolan, que no era alto, pero sí era fuerte y tenía ojos
pardos en una cara cuadrada y maciza como la de un bulldog, con un
mechón de pelo amarillo, caído sobre la frente, que se sacudía cada vez
que hablaba-. Hola -dijo.
Me doy por vencido -jadeó el Gato.
Al oírlo todos se echaron a reír.
Peleo con el que quieran -dijo.
No habrá pelea -dijo Dolan-. Te dimos una chance y no quisiste. ¿Sabes lo que habrá? Te desnudaremos hasta el hueso.
Uno de ustedes tiene que pegar primero -propuso el Gato-. Déjenme pelear con ése.
¿Para qué?
Para que vean que no le tengo miedo a ninguno.
Volvieron a reírse y sin embargo un cuña había penetrado en ese
sólido frente, el desafío colgaba como un trapo rojo y el grupo empezó a
disolverse en individuos y a deliberar en silencio como antes, mientras
el Gato se movía sin moverse, se deslizaba casi imperceptible y
resbaloso y gris hacia una puerta oscura, lenta pero rápidamente
mejorando su posición, sintiendo contra la espalda la dura pared que le
daba una nueva seguridad, la promesa de un redoblado brinco, pero sin
quitar los ojos de Dolan, que ahora vaciló un instante, y eso bastó para
que alguien saltara al frente diciendo:
Déjenme, y antes que Dolan pudiera oponerse hubo una gran ovación
que sólo fue quebrada por el Gato mismo, alzando una mano y ordenando
casi a los demás que retrocedieran, cosa que hicieron casi con pesar
sintiendo una absurda salpicadura de autoridad que de pronto emanaba del
Gato quien al fin se había colocado en guardia, lúgubre y sereno y
plantado con justeza, y entonces todos vieron el buen estilo y el perfil
medido, el puño izquierdo alargado casi con despreocupación, el dorso
del derecho levemente apoyado en la base de la nariz bajo los ojos
deslumbradoramente vivos, el Gato que empezaba a girar en círculo
alrededor y alrededor de Sullivan, hasta que su espalda estuvo contra el
oscuro hueco de la puerta, y entonces simplemente caminó hacia atrás y
se fue, jugándoles la última pero más fantástica broma de esa noche.
Aquel refugio final era el lavadero, una gran habitación cuadrada y
sofocante con una sola puerta y una ventana en la que se recortaban
sombrías arboledas. En el centro se erguía una enorme máquina de lavar
cuyos cilindros de cobre brillaban suavemente en la luz almacenada y
reflejada por montañas de sábanas que se alzaban desde el piso hasta el
techo exhalando un ácido olor a sueño, transpiración y solitarias
prácticas nocturnas. El Gato tropezó, cayó, se hizo una pelota y salió
convertido en fantasma hacia la ventana, guiando la caliente ola de
persecución que de pronto inundó la estancia con un sordo reverbero de
pasos y de gritos. Casi en un solo movimiento abrió la falleba y trepó
al antepecho. Una mano lo sujetó, pero ya saltaba hacia la vertiginosa
oscuridad.
Diez minutos antes de lo establecido la Morsa tocó la campana
llamando a bendición y empezó a meter a todo el colegio en la capilla,
casi por la fuerza, yendo y viniendo con prisa frenética a lo largo de
la fila, gruñendo y matoneando, "Vamos, vamos, pronto", sin detenerse a
contarlos, "Pronto, no se queden dormidos", mientras rezagados y
desertores de la cacería volvían trotando y se incorporaban sin ser
interrogados, porque mañana habría tiempo para eso, para la distribución
de culpas y castigos que esta vez, se prometió apretando los dientes,
haría temblar a las piedras, "Pronto, dije", dando un coscorrón al
último y allá adelante Murphy prendía las velas del altar mientras el
padre Keven salía en oro y esplendor mirando desconfiado hacia la puerta
y Dillon bajaba la escalera ajustándose la corbata para recibir su
turno con la cara llena de sueño y de estupor.
Después te explico -le dijo-, y empezó a subir por el camino del Gato.
Debajo de la ventana del lavadero había una leñera con techo de
chapas que resonó como un cañonazo bajo el impacto del Gato, poblando el
aire nocturno de chillidos de pájaros y remotos ladridos de perros.
Mientras se incorporaba sintió que se había recalcado el tobillo y
recordó la mano que lo había sujetado desviándolo de su línea de
equilibrio. Resbaló cautelosamente por la pared del cobertizo, vio las
caras blancas de sus perseguidores allá arriba en la ventana y mientras
rengueaba hacia un alto cerco de alambre oyó la campana en la capilla
que llamaba a bendición, como la serena voz de Dios o como esas otras
voces dulces que a veces se oyen en sueños, incluso en los sueños de un
Gato.
En el oscuro centro del patio, el pequeño Dashwood estaba olvidado.
Sabía que la caza continuaba porque no había visto regresar a los
líderes.
Pe un momento deseó correr a la capilla, arrodillarse y rezar con los
demás, unir su voz al coro rítmico y cálido que en elogio de la Santa
Virgen María brotaba ahora de la puerta en ondas mansas y apaciguadoras.
Pero nadie lo había relevado de su deber. Además, estaba herido en
combate y quería saber cómo terminaba. Acalló sus temores y empezó a
deambular por el vasto edificio, buscando una señal o un ruido.
Desde el lavadero, Dolan vio al Gato que se alejaba en la sombra. A
su espalda se ataban sábanas para formar una larga cuerda, mientras
Murtagh y otros bajaban corriendo la escalera y saldrían por los fondos
en, quizás, treinta segundos. La lucha no había concluido.
Amargado, sombrío, sentado en una pila de sábanas, Walker callaba y
despreciaba. De puro pálpito, gracias a una imaginación infatigable y
certera, había conseguido estar en el lugar de la batalla en el momento
justo, para que ese montón de imbéciles la dejara evaporarse. No podía
correr, como había hecho Murtagh, no podía volar, como en ese mismo
instante estaba haciendo Dolan, sólo podía pensar. Tardaría más de cinco
minutos en bajar la escalera y salir por el fondo. Su rostro se
desfiguraba en una mueca de tormento espiritual al ver cómo los dioses
se perfilaban nuevamente contra él.
El Gato no trató de saltar el cerco. Una sola mirada, dada por el
tobillo lastimado, el dolor incluido en el circuito de visión, le
demostró que era inútil. Además, detrás del cerco estaban el mundo y su
casa, adonde no quería volver. Prefería jugar su chance aquí. Se tendió
tras una pila de cajones, apoyando la cara en el pasto dulce y frío, y a
través de los resquicios de la pila vio los guerreros que se derramaban
por el campo, desde el frente y desde el fondo, y luego a Dolan que
bajaba flotando como una enorme araña nocturna en su plateado hilo de
sábanas. De los vitrales de la capilla venía un manso arroyo de palabras
extrañas, destinadas quizás a condoler y aplacar
Turris ebúrnea
Pray for us!
pero el Gato no se sintió condolido ni aplacado.
El pequeño Dashwood había encontrado su camino hacia la puerta del
frente y salió al penumbroso parque de pinos y araucarias. Ahora
temblaba un poco porque estaba completamente solo en un mundo exterior
cuyas reglas ignoraba. Nunca se había atrevido a ir tan lejos. De golpe
lo asaltó una aguda nostalgia de su madre. No se oía otro ruido que el
sordo retemblor de un camión en la ruta o el chistido más agudo de las
gomas de un auto, hasta que repentinamente todas las ranas se pusieron a
cantar. Dobló hacia la izquierda, canturreando él también, en voz muy
baja, para no tener miedo.
Los cazadores se habían desplegado en un amplio semicírculo cuyos
extremos se apoyaban en el cerco. Dolan les ordenó algo mientras
examinaba el terreno. Vio a la izquierda un gran tanque de agua sobre
pilotes de cemento; chorreando sonoramente su exceso en una charca; en
el centro, oscuros matorrales; a la derecha, una pila de cajones. En
algún lugar de ese semicírculo de ochenta yardas de diámetro debía
esconderse el Gato, pero no tenían que apretujarse alrededor sino formar
una barrera en terreno despejado hasta encontrar un método que lo
sacara de su escondite. Se sentó en el pasto y encendió un cigarrillo
mientras pensaba.
En la capilla el padre Keven mostraba la custodia a un soñoliento
auditorio. Era un hombre áspero, con una úlcera que lo roía
especialmente durante los oficios divinos, lo que sin duda era debido al
enfermizo olor del incienso. El celador Dillon miró su reloj y se ubicó
junto a la entrada.
La Morsa recorría a la inversa la ruta de la caza. En el descanso del
lavadero pasó junto a una sombra acurrucada en la oscuridad, sin verla.
Era Walker que había agotado la tortura de la cavilación y se sentía
nuevamente guiado por una furiosa certeza que en seguida volvió a
ponerlo en movimiento, arrastrando escaleras abajo su pata inútil y
pesada como una culpa, tomándose de la baranda y dejándose caer escalón
por escalón.
Cuando la Morsa entró en la enfermería, los enfermos se alzaron
unánimes en una ola llena de índices y exclamaciones que por supuesto lo
mandaron en la dirección equivocada, y cuando lo vieron irse se
arracimaron nuevamente junto a una ventana lateral que les permitía
observar algo de lo que ocurría abajo. La Morsa bajó por la otra punta
del edificio, salió al campo, ambuló, perdido, rumbo a la desierta
cancha de paleta.
El Gato vio apagarse las luces de la capilla, después del destello de
agonía de los cirios del altar, sintió un flujo de movimiento hacia
arriba, una tibia corriente de vida que ascendía rumbo al sueño por sus
cauces prefijados, dejándolo solo, él y sus enemigos, ese oscuro círculo
señalado de tanto en tanto por la brasa de un cigarrillo. Una raya
instantánea de luz recorrió las ventanas superiores del dormitorio.
Entonces Dolan dio una orden y una rala hilera de exploradores comenzó a
converger sobre el escondite del Gato, mientras los demás se aguantaban
en campo descubierto.
El Gato miró hacia el este, vio un manchón de luz cenicienta entre
las ramas bajas de los árboles. Estaba saliendo la luna. Su mano
apretaba una piedra del tamaño de una manzana mientras el terror volvía a
cabalgarle en la sangre.
En el parque, Dashwood se había cansado y extraviado. Su hermosa cara
estaba desfigurada por el zarpazo del Gato, la sentía inflamada y
dolorida. De tanto en tanto había creído oír los ecos de la caza, un
grito, un acorde suelto de la armónica, pero siempre se había
equivocado. Las campanadas de la bendición quedaban muy atrás, entre sus
recuerdos de ayer y del pasado en general. Ese corte en el flujo de la
realidad lo asustó: bruscamente sintió ganas de correr hacia el camino y
no volver más, nunca más. El edificio del colegio se alzaba como un
dragón alto y sombrío con su reluciente dentadura de luces en los
dormitorios. Quería que su madre lo hiciera dormir. De pronto se sintió
muy triste y se sentó en el pasto, metió la mano en el pantalón y empezó
a acariciarse. Eso le dio consuelo, una especie de indefinida
felicidad, como flotar muy alto sobre los campos y los pueblos, liviano
como un chajá que baña su plumaje en la luz del sol y la altura de las
nubes, un placer sereno que nunca llegaba a culminar, porque era muy
chico para eso, pero ya no le importaba que el dragón avanzara sobre él
con sus dientes amarillos y lo devorase.
La parábola de la piedra estuvo medida al centímetro. Silbó aguda en
la noche, sin que nadie la oyera salvo el Gato, hasta que chapoteó
sordamente en la charca debajo del tanque. Entonces ya nadie quiso
escuchar las órdenes y maldiciones de Dolan, el círculo se fundió en una
única embestida, la red se disolvió en una sola ola de excitación y
coraje, y hasta la armónica asumió los primeros compases de la Carga de
la Brigada Ligera, alegrando inclusive el corazón del Gato que ya se
arrastraba invisible hacia la leñera, empujaba la puerta entreabierta,
se confundía con la tiniebla que olía a humedad y piquillín, a sarcasmo y
a refugio.
Allí su suerte lo alcanzó. La puerta se abrió de un golpe o de un
grito, y allí estaba Walker, recortado en la luna, arrastrando su pata
santa y su quemante aliento, la cara saturnina brillando con la luz de
la verdad y la revelación. El Gato se ordenó saltar, pero en cambio
gimió, atrapado en el aura supersticiosa que emanaba de su verdugo, en
la ley que ordenaba que el más pesado y lento de todos, el que no podía
correr ni volar, lo reclamara como presa.
Cuando llegó al lugar Richard Enright, 23 años, por mal nombre la
Morsa, la batalla había sido librada, y ganada y perdida. Las sombras de
los guerreros seguían filtrándose por las entradas del edificio dormido
y la luna brillaba sobre la forma casi insensible del chico que desde
entonces llamaron el Gato, tendido sobre el pasto, diciendo palabras que
Enright no intentó comprender. El celador lo miró, terriblemente
golpeado como estaba, y comprendió que ya era uno de ellos. La enemistad
de la sangre había sido lavada, ahora quedaban todas las otras
enemistades. En diez días, en un mes, se convertiría realmente en un
gato predatorio al acecho de tentadores pajaritos. Los aguardaría en un
pasillo oscuro, detrás de la puerta de un baño, escondido en un
matorral, y golpearía. Si le daban botines de fútbol, trituraría
tobillos; si le daban un palo de hurling, apuntaría astutamente a las
rodillas. Con un poco de libertad, con un poco de suerte, con un poco de
la fiebre del deseo, con un relumbre de la gloria de las batallas, el
águila del mando bajaría a su turno sobre él. Y sin embargo Enright
sabía que el alma del Gato estaba llagada y sellada para siempre. Trató
de imaginar lo que sería cuando fuera un hombre, trató de inducir alguna
ley más general. Pero no pudo, no era demasiado inteligente y al fin y
al cabo no era cosa suya.
Vamos, pibe -le dijo tomándolo de la mano, ayudándolo a levantar,
aguantándose firme contra la mirada fija y sangrienta con que un solo
ojo del Gato lo miraba-. Vamos -palmeándole la espalda, como los demás
lo palmearían mañana, la semana que viene-. Parece que perdiste el
camino al dormitorio.
El Gato sollozó brevemente, después retiró la mano.
Puedo caminar solo -dijo.
Versión en PDF: http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article1952