martes, 28 de febrero de 2012

"Plebster y Orsi, del planeta Procyon". Roberto Fontanarrosa

Plebster estaba mirando por la ventanilla frontal de la nave el paso oscilante de los meteoritos. Como todos los dermolinfomas del planeta Procyon, el pequeño Plebster experimentaba una inusual melancolía a la vista de aquellos inmensos pedazos de roca que surcaban el espacio ya que le recordaban a Vendelinus, la segunda luna de Procyon, estallada tempranamente. Esa melancolía no llegaba a ser tristeza, pues la tristeza, en su planeta, era un líquido.
    Más allá, abstraído en la conducción de la nave, se hallaba Orsi, su compañero de vuelo. Orsi era extrañamente inquieto para ser un nativo de Procyon y hallaba interés aún en las cosas más mundanas y rutinarias del espacio. Plebster, en cambio, acusaba ya el cansancio de la larga misión que les fuera asignada y su leve piel casi translúcida había comenzado a tomar el tinte ceniciento del hastío. No deseaba otra cosa que volver a la exultante atmósfera de Procyon y reunirse con Enif.
    -- Oye, Plebster --dijo Orsi, de pronto--. Hemos tenido que desviarnos bastante de la ruta.
    Plebster no le contestó. Empezaba a molestarle, incluso, el acento apagado de la voz de su compañero.
    -- Pero es que aún subsiste la lluvia de meteoros --explicó Orsi.
    -- Apenas termine, regresamos a nuestra elipse --bufó Plebster.
    -- No es eso. No es eso lo que quería decirte. Ocurre que nuestro desvío nos ha llevado al área de influencia de un planeta muerto, el viejo Maurolycus.
    Plebster volvió a resoplar y la expulsión del aire hizo que su cobertura dérmica se arrugara con leves crujidos. El imbécil de Orsi había encontrado un nuevo motivo de curiosidad para su espirítu simple. Tiempo atrás había perseguido durante seis días la cola de un cometa, subyugado por el destello cambiante de la luz solar sobre las partículas en suspenso.
    -- No sé si recuerdas --continuó Orsi-- que Maurolycus era un planeta habitado. Y que sus habitantes lo llamaban "Tierra". ¿Recuerdas?
    Plebster aprobó con la bamboleante cabeza experimentando el consabido hormiguero en su zona motriz. La memoria era una función fisiológica en los naturales de Procyon, que se incentivaba con la inmovilidad.
    -- Decía mi padre --continuó Orsi, entusiasmado-- que la atmósfera de la Tierra debió haber sido bastante similar a la nuestra. Y, por lo tanto, sus habitantes parecidos a nosotros.
    -- No sigas, Orsi. Ya sé adonde quieres llegar.
    -- Te explico, solamente.
    -- No, lo que tu quieres es bajar en ese puto planeta.
    Orsi se mantuvo uno instantes en silencio. Le molestaba grandemente cuando Plebster hacía uso de malas palabras. Plebster lo sabía y abundaba en ellas cuando deseaba incomodar a Orsi.
    -- Te explico, solamente --repitió.
    -- Te conozco, Orsi. Se te ha metido esa insana idea en tu centro de reflexiones y no habrá poder en el universo que te la quite.
    Orsi no contestó, pero, como corroborando lo dicho antes por Plebster, buscó algo frenéticamente en la consola de informes. Tomó entonces uno de los compendios de conocimiento y lo introdujo en la memoria de la pantalla.
    Pronto, una sucesión de caracteres pobló el recuadro luminoso.
    -- Mira, Plebster --anunció--. Algo raro ocurrió, luego, en ese planeta. Combatieron entre ellos mismos. Se elevó una enorme nube de polvo que lo cubrió todo y ya fue imposible observarlo desde afuera...
    -- Se cansaron, Orsi. Se cansaron de que los espiáramos --gruñó Plebster.
    -- No. Nada de eso. Fue una guerra total. No quedó nada vivo...
    -- Se cansaron de que criaturas como tú se la pasaran espiando qué era lo que ellos hacían o dejaban de hacer...
    -- Dos sensores que enviamos hace mucho tiempo no detectaron ni actividad humana ni vegetación. Solo desiertos arrasados y secos.
    -- Se hartaron de tipos como tú y su puta curiosidad.
    Otra vez aquella fea palabra, absolutamente prohibida en el ámbito de Procyon, pero tolerada en el espacio abierto, en las naves expedicionarias, en los navegantes. Orsi procuró dominarse.
    -- Pero... mira lo que dice acá... --señaló la pantalla--. Hay versiones que sostienen que pueden haber quedado terráqueos vivos en refugios subterráneos, blindados, preparados para soportar una guerra nuclear... ¿No sería eso maravilloso?
    -- Oh, Orsi --gruñó Plebster--. No jodas.
    -- ¡Vamos allí a comprobarlo, Plebster!
    Plebster lo miró largamente. Sabía que era totalmente inútil luchar. Orsi no poseía la clásica indolencia de los dermolinfomas y toda iniciativa se enraizaba en él como una planta trepadora.
    -- Oye Orsi. Quiero volver a casa.
    -- Y volveremos, Plebster, ¿quién dice que no? --Orsi ya habia tomado aquella plañidera petición de su compañero como una afirmativa y manipulaba ahora los mandos con velocidad y precisión--. Será sólo una visita. ¿No tienes interés por conocer la Tierra?
    Plebster volvió a observar, silencioso, el paso raudo de los meteoritos. Sus mayores, mucho tiempo atrás, cuando aún existía Vendelinus, le habían hablado de aquel planeta cubierto de agua. Meme Plebster Jacobi, incluso, le había descripto un terráqueo con el que había mantenido relación, al comienzo de los tiempos, en una luna de Mercurio.
    -- Dicen que los terráqueos no serían demansiado diferentes a nosotros --exclamó Orsi, excitado, como si le estuviese leyendo el pensamiento.
    -- No tengo ningún interés en encontrarme con seres parecidos a tí.
    -- Será rápido, Plebster. Si no los hallamos enseguida, subimos de nuevo a la nave y regresamos a casa.
    -- Me tienes harto, Orsi.
    -- Ya verás. Mira... comienza a cambiar el entorno.
    Plebster lo había percibido. El espacio, por los visores de la nave, se observaba más azul y mórbido y casi habían desaparecido los meteoritos.
"De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: me cagué de risa con tu libro"
Roberto Fontanarrosa 
    Las redondeadas extremidades inferiores, aptas para insertarse en la poceada superficie de Procyon no eran, sin embargo, las ideales para desplazarse sobre la corteza terrestre. Con la torpeza propia de los forasteros, Orsi y Plebster se movían en aquel terreno, explorando las adyacencias de la nave. Todo era desolación. En la bruñida transparencia de sus escafandras rebotaban apenas los débiles rayos del sol que acertaban a pasar entre las densas nubes de polvo. Cada tanto, ráfagas de viento levantaban toneladas de cenizas, pedregullos y residuos metálicos que castigaban a los dos investigadores espaciales. El paisaje era gris y achatado.
    -- Buena idea la tuya --dijo Plebster, dejando de caminar. Orsi no contestó. Se hab´ía parado sobre uno de los tantos montículos de rocas y giraba su cabezota con expresión de desencanto.
    -- Busquemos un poco más --dijo al fin--. Es lógico que si estaban refugiados bajo tierra no podríamos verlos a simple vista.
    -- Nos llevaría una eternidad hallarlos. Por otra parte, no olvides que el compendio de conocimientos decía que también solían detectarse explosiones nucleares subterráneas...
    -- Algunas de sus tribus estaban muy preparadas para subsistir, Plebster. Habían esperado esa guerra por siglos. Tenían de todo allí abajo.
    Plebster empezó a caminar hacia la nave. El peso de su ropaje aislante comenzaba a fatigarlo.
    -- Han pasado ya cientos de años de aquella guerra --gritó, sin darse vuelta--. Por mejor preparados que estuvieran, ya hubiesen muerto de hambre o por las enfermedades. No jodas, Orsi.
    -- Espera. Espera un poco, Plebster --Orsi depositó todo el peso de su cuerpo sobre una suerte de viga que asomaba del suelo--. Me fatigo. Esto no es Procyon.
    -- Te fatigas, ¿eh? ¿No se te ocurre alguna otra buena idea como ésta? Con la de Petavium ya son dos.
    En el segmento más abierto de la elipse programada, Orsi había insinuado descender en la estrella Petavium, argumentando que allí había mica. Pero la pulposa Pentavium estaba podrida. Atravesado el interior de su masa por infinito canales que conducían jugos minerales, el desmedido calor del sol la había hecho entrar en putrefacción y el olor que despedía la macilenta estrella era insoportable. Una semana tuvo que estar luego Plebster, aspirando aroma de cristales de sal para restablecer el funcionamento de sus papilas.
    -- Ya voy, Plebster. Aguarda un poco --pidió Orsi. Plebster giró y regresó a ayudar a su compañero.
    -- Vamos --dijo, sosteniéndolo por debajo del primer par de extremidades superiores. De pronto Plebster advirtió que el cuerpo de Orsi se envaraba. -- ¿Qué pasa? --preguntó.
    Los dos sensores ópticos de Orsi se habían fruncido, atentos, y meneaba espasmódicamente la cabeza, como buscando.
    -- ¿Qué pasa? --se alarmó Plebster, girando a su vez la suya. Habían dejado las armas en la nave y tanto la valentía como la cobardía eran condiciones desconocidas en Procyon. Es más, la audacia consistía en una fruta pequeña, agridulce, que brotaba en la estación del fostato.
    -- ¿Oyes eso? --preguntó Orsi.
    -- ¿Qué?
    -- Escucha bien.
    Orsi tenía razon. En el aire se diluía una especie de música, una melodía que llegaba y se marchaba con la brisa.
    -- ¡Música! --se exaltó Orsi--. ơEs música!
    -- Es solo el viento, Orsi.
    -- ¡Es música! --Orsi se desembarazó de las extremidades superiores de Plebster y giró sobre sí mismo varias veces, como una antena, deslumbrado por la recepción de aquel idioma universal. Ahora la melodía llegaba más nítida, con cadencias extrañas y desconocidas para la percepción de los dos expedicionarios.
    -- ¿De dónde viene? --se sumó Plebster a la inquietud.
    -- No sé si es una música fuerte que nos llega desde lejos... o es una música muy débil que se origina muy cerca de nosotros --dudó Orsi, lo que preocupó a Plebster, ya que la duda antecedía a la constipación bronquial en los dermolinfomas.
    -- ¿Cerca de nosotros? --dijo Plebster, abarcando con sus organos ópticos los alrededores inmediatos.
    -- ¡Aquí! ơAquí! --dijeron los dos, casi al unísono, aferrando un oxidado tubo metálico que sobresalía entre un montículo de escombros--. ¡La música viene por este tubo!
    Orsi apretó la escafandra sobre la boca del tubo, procurando escuchar mejor. En tanto, Plebster, se había sentido inopinadamente melancólico, como algunas veces en que escuchaba historias relatadas por Meme Plebster Jacobi. Pero Orsi no le dio tiempo para bucear en sus sentimientos.
    -- ¡Cavemos! ơCavemos por acá, Plebster! --gritó, escarbando con su bastón de titanio entre los escombros--. ¡Esta música nos llega desde abajo! ¡De alguno de esos refugios que mencioné antes, Plebster!
    Plebster olvidó por un momento su indolencia, su desinterés, y sus ganas de volver a casa, y con un trozo de chapa ennegrecida comenzó tambien a apartar rocas y cascotes. Poco después, y ante la febril atención de ambos investigadores, una superficie de madera se hizo visible ante ellos. Continuaron removiendo con más ahínco y apareció entonces una puerta, de doble hoja, prácticamente horizontal, que cubría una boca de acceso. Plebster y Orsi se miraron. La puerta mostraba una superficie descascarada, aún con restos de pintura y por las junturas de su madera llegaba, ahora sí, claramente, la cadencia de la extraña música.
    -- ¿Vamos por las armas? --vaciló Orsi. Plebster encogió el ensamblamiento de sus extremidades superiores, las prensiles.
    -- ¿Te parece?
    -- Yo digo...
    -- No creo --dijo Plebster, decidido, y se lanzó sobre la puerta, la que abrió de un tirón. Una bocanada melódica los envolvió y, luego, también una serie de sonidos breves, como módicos estallidos, desacompasados. Después, el silencio. Plebster y Orsi se miraron. Tal vez habían sido descubiertos y ahora, al fondo de ese túnel oscuro y profundo que se habría ante ellos, los aguardaba el temor agresivo de los nativos. Con infinita cautela, Orsi adelantó uno de sus miembros locomotores y lo depositó sobre el primer peldaño de la escalera descendente. De pronto volvió la musica, y esto tranquilizó a ambos dermolinfomas, que cerraron la puerta detrás de ellos, sin hacer ruido. Por un momento quedaron sumidos en un una oscuridad absoluta, pero pronto advirtieron que, muy abajo y al fondo se veía una luz. Una luz rojiza. Ganados por la ansiedad, Plebster y Orsi continuaron el descenso. Un par de veces se detuvieron ante el eco de aquellos extraños sonidos inarmónicos, cortos golpes de superficies ahuecadas, que les llegaban desde el fondo. Por último se detuvieron ante una abertura cubierta por un cortinado de tela que, al tacto de Orsi, se reveló como levemente afelpado y de cierto peso. Ya se escuchaba, con más nitidez, una voz humana metálica y altisonante. Orsi corrió la cortina y ambos visitantes se hallaron ante un recinto poco iluminado. Una veintena de seres humanos se encontraban diseminados en pequeñas mesas redondas, distribuidas en torno de una tarima de madera. Los humanos eran, al menos, de dos sexos diferentes, calculó Plebster. Bebían extraños tragos, hablaban poco entre ellos y no parecían demasiado jóvenes. Sobre la tarima, un terráqueo con la cabeza cubierta por un cabello oscuro y engrasado, de pie frente a un adminículo de metal que ampliaba el sonido de su voz, los observó de una ojeada. También hicieron lo propio otros nativos de los que estaban sentados.
    -- ¡Y sigue llegando gente a nuestra Peña Tanguera "El Sótano del Dos por Cuatro", mis queridos amigos! --anunció el terráqueo del cabello lustroso--. ¡Y es porque vienen a escuchar a Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta", que ahora nos va a regalar, de Esteban Celedonio Flores y Ciriaco Ortiz, "Atenti Pebeta"!
    Los humanos de las mesas golpetearon unas contra otras sus extremidades superiores y allí supo Orsi que, de esa actitud impensada, provenían los breves estallidos que habían oido en la escalera.
    -- ¡Y esta canción, señores --continuó el anunciador-- es para los nuevos amigos de la noche de Buenos Aires...! --y luego, dirigiéndose a Plebster y Orsi, preguntó-- ¿De dónde son, muchachos?
    -- De Procyon --gritó Orsi, complacido.
    -- ¡Para los amigos de Procyon, entonces... Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta" y "Atenti Pebeta", de Flores y Ciriaco Ortiz!
    Hubo nuevos aplausos. Dichos gestos eran, al parecer, de aprobación, ya que un humano rechoncho y bajito que acababa de subir a la tarima, agradecía con leves reverencias y sonrisas. El humano que había hecho la presentación en la tarima caminó entre las mesas, con aire cansado, hasta Plebster y Orsi. Estos, para no sentirse demasiado ajenos al ambiente, se habían depositado sobre sendas sillas, en una mesa vacía. Dos terráqueos, con la misma expresión desmayada y ausente que los demás, comenzaron a extraer de sus instrumentos una música arrastrada y sinuosa. El humano regordete y oscuro de arriba de la tarima comenzó con lo suyo.
    -- "Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo, vos hacete la chitrula y no te le deschavés, que no manye que estás lista al primer tiro de lazo y que por un par de lompas bien planchados, te perdés..."
    El terráqueo que oficiaba de anunciador llegó hasta la mesa de Plebster y Orsi. Se inclinó hacia ellos y los observó por un instante. Plebster detectó, con la particular sensibilidad que los dermolinfomas tienen para los matices, que el cabello del humano, en la parte superior de la cabeza, mostraba una coloración diferente de la que lucía sobre los costados. Se veía más rojizo y rebelde que el resto. Aquella misma anomalía había detectado también en varios de los presentes, pese a la luz escasa y al humo que invadía el local.
    -- ¿Qué van a tomar, muchachos? --preguntó el anfitrión.
    -- Ehhh... --vaciló Orsi--. Antes queríamos hacerle una pregunta.
    -- No se preocupen --desestimó el anunciador. Y bajando la voz, agregó-- No se preocupen por el precio. La casa invita.
    -- No, no --dijo Orsi--. Queríamos preguntarle otra cosa... ¿Cómo hicieron para sobrevivir?
    El humano enarcó las cejas y se tomó un instante para contestar.
    -- "Cuando vengas para el centro" --seguía el cantor-- "caminá junando el suelo, arrastrando los fanguyos y arrimada a la pared".
    -- ¿Cómo hicimos para sobrevivir? --repitió, teatral, el anunciador--. Bajando los precios, hermano. Cuidando la clientela y ofreciendo calidad. No hay otra. De lo contrario, hubiéramos tenido que cerrar...
    -- Pero... digo yo... --vaciló Orsi--. ¿Cómo pudieron sobrellevar la gran tragedia?
    El anunciador había apoyado las dos manos sobre la mesa y sus ojos se cubrieron con una pátina húmeda.
    -- Fue tremendo... Tremendo... Lo de Medellín fue tremendo... Pero hay que seguir adelante, hermano. No queda otra. Por el zorzal mismo. Yo sé que Carlitos no hubiese querido que aflojáramos...
    Plebster miró al hombre y vió que una milimétrica esfera de líquido se desprendía de uno de sus ojos. Recordó que en Procyon, la tristeza era un líquido. Y el recuerdo de su planeta, y la música aquella que escapaba de un extraño instrumento que parecía respirar, lo hizo sentirse invadido por una pegajosa nostalgia.
    -- ¿Vamos Orsi? --preguntó.
    -- Espera. Espera a que termine esto --dijo Orsi mostrando una copa translúcida llena de un líquido rojizo que le había traido el anunciador. Se quedaron un poco más y cuando terminaron de beber se levantaron y se marcharon hacia la puerta. Con un bamboleo de sus cabezas se despidieron del anunciador, que estaba sentado a otra mesa, cerca de la tarima. El anunciador levantó una mano y deletreó en el aire "Chau, querido. Vuelvan cuando quieran". Plebster y Orsi salieron a la superficie y se encaminaron hacia la nave. Por un rato los siguió la música y la voz del cantor bajo y regordete.
    -- "Tomá leche con vainilla y chocolate con churro, aunque estés en el momento propiamente del vermut..."

Réquiem. Requiem, Edmond Hamilton (1904-1977)


Kellon pensaba exasperado que no estaba gobernando una astronave, sino un circo ambulante. Llevaba a bordo hombres de la radio y televisión con toneladas de equipo, espléndidos comentaristas que tenían respuesta para todo, bellísimas muchachas expertas en cuestiones femeninas, pomposos burócratas persiguiendo la publicidad y estrellas de variedades que viajaban aquí por las mismas razones. Su nave y tripulación habían sido de las mejorcitas existentes en el servicio de Astrografía, pero ya habían deja o de serlo. Se les había relevado de su peculiar misión de promover los conocimientos astrográficos a las más remotas regiones de la Galaxia, y se les había encomendado transportar este cargamento de gente dispendiosa, en una misión totalmente innecesaria. «Al diablo con los sentimentalismos», se dijo para sí, y, en voz alta añadió:

—Señor Riney, ¿coincide la posición con la órbita calculada?
Riney, el segundo de a bordo, era un joven serio que había estado sumamente atareado con los instrumentos en la cabina de astronavegación.
—Sí —respondió—. Justamente a proa. ¿Vamos a desembarcar ya?

Kellon no respondió inmediatamente. Aparecía a pie firme sobre el puente como un hombre de mediana edad, fornido, de hombros cuadrados, y su rostro basto y curtido no dejaba entrever e! resentimiento que experimentaba. Le dolía dar la orden pero tenía que hacerlo.

—Está bien; atraque.
Mientras descendían miraba tristemente por las ventanillas filtrantes. En esta región espiral de la Galaxia las estrellas eran relativamente escasas. Sólo se veían algunas a la deriva, destacando sobre ¡a oscuridad. Bien al frente refulgía un pequeño y compacto sol como si fuera un diamante. Era un diminuto sol blanco que llevaba así dos mil años ofreciendo tan escaso calor que los planetas que le rodeaban habían quedado helados y aprisionados bajo sus propios hielos constantemente. Todos ellos eran planetas muertos por el frío, excepto e! más interior. Kellon miró fijamente aquel planeta, parecido a una burbuja tostada. El hielo que lo había cubierto desde el primer cataclismo, estaba ahora derretido. Meses antes, un oscuro cuerpo errante había pasado muy cerca de este sistema sin vida. Su paso perturbó las órbitas planetarias y los planetas interiores habían comenzado a cerrar sus órbitas en espiral hacia el sol lentamente, y el hielo iba desapareciendo de la superficie. Víresson, uno de los jóvenes oficiales, entró, con aspecto cansado, al puente y dijo a Kellon:

—Desean verle abajo, señor. Especialmente el señor Borrodale. Dice que es urgente.
«Bueno, ya empieza ese hatajo de comediantes a hacer de las suyas. Tendré que decirles cuatro cosas», pensó con desgana.

Asintiendo con un movimiento de cabeza dirigido a Viresson, el capitán bajó al camarote principal. Aquel espectáculo le sublevó. En vez de encontrar allí a sus propios hombres, charlando y relajándose, lo que había era una pequeña y ruidosa turba de hombres y mujeres, vestidos con ropajes estrafalarios, que parecían hablar y reír todos al mismo tiempo, con risas incoherentes y nerviosas.

—Capitán Kellon, quiero pedirle...
—Capitán, será tan amable...

Asintiendo y sonriendo pacientemente, el capitán se abrió paso entre ellos hasta Borrodale. Había recibido instrucciones particulares para que cooperase con Borrodale, el comentarista de telerradio más famoso de la Federación. Borrodale era un hombre ligeramente regordete, de rostro redondo rosado y unos ojos negros, serios y desproporcionadamente grandes. Cuando hablaba, uno se daba cuenta en seguida de la profundidad, significado e increíble riqueza de su voz.

—Capitán, mi primer reportaje comienza dentro de treinta minutos. Necesito una buena vista de aproximación. Si mis hombres pudieran instalar las cámaras en el puente...
—Por supuesto —asintió Kellon—. El señor Viresson está allá arriba para ayudarles en lo que sea.
—Gracias, capitán. ¿No le gustaría presenciar la emisión?
—Sí, claro, pero...

Fue interrumpido por Lorri Lee cuyo rostro —resplandecientemente hermoso— y tipo, así como su sofisticada palabrería, habían hecho de ella el ídolo entre todas las reporteras femeninas.

—Recuerde que mi emisión tendrá lugar inmediatamente después del desembarco. Me gustaría aparecer sola, teniendo por fondo únicamente el vacío de aquel mundo. ¿Será tan amable de dar las órdenes para conseguir ese efecto, capitán?
—Haremos lo que podamos —murmuró Kellon, y al ver que todos le acosaban a la vez añadió con aspereza—: Hablaremos más tarde. El programa del señor Borrodale...

Pasó entre ellos, echando a andar detrás de Borrodale en dirección al camarote, que había sido preparado como sala de transmisión de reportajes audiotelevisados. Kellon pensaba amargamente que este camarote había servido en otros tiempos para propósitos más dignos, almacenando las pruebas de agua, tierra y otras muestras tomadas de mundos lejanos. Pero aquello era en los tiempos que tenían por misión el realizar un honrado trabajo de astrografía, y no haciendo de carabina a un puñado de estúpidos charlatanes en este viaje de peregrinación sentimental. A Kellon no le hacía mucha gracia presenciar la emisión,'pero lo prefería a tener que soportar aquella gentuza del camarote principal. Vio como Borrodale daba la señal. La pantalla del monitor cobró vida. En ella se veía un globo de color pardo girando en el espacio, que se iba haciendo visiblemente mayor a medida que se aproximaban a él. Ahora se destacaban sobre su superficie algunos mares dispersos. Pasaron unos momentos sin que Borrodale dijera una sola palabra, dejando que la imagen se extinguiera. Luego empezó a oírse su voz.

—Están ustedes viendo la Tierra —dijo.
Se hizo de nuevo el silencio y el parduzco globo flotante se veía ahora más grande, envuelto por algunas nubes blancas. Entonces, Borrodale habló otra vez.
—A todos los que están contemplando el programa desde los numerosos mundos de la galaxia; esta es la patria de nuestra raza. Pronuncien su nombre conmigo: La Tierra.

Kellon sentía un profundo desagrado. Todo aquello era cierto, pero también era falso. ¿Qué significaba la Tierra para él, para Borrodale o para sus billones de oyentes? Pero era un acontecimiento, una ocasión sentimental que se les presentaba y tenían que sacar partido de ella.

—Hace tres mil quinientos años —seguía diciendo Borrodale— que nuestros antepasados habitaron este mundo. Fue entonces cuando saltaron por primera vez al espacio. En principio, llegaron hasta estos otros planetas, pero, muy pronto, alcanzaron otras estrellas. Y así es cómo se fue extendiendo nuestra Federación, nuestra comunidad de la civilización humana en tantas estrellas y mundos.

Ahora, en el monitor, la vista correspondiente al globo pardo de la Tierra había sido reemplazada por un primer plano del rostro de Borrodale. Hizo una pausa dramática.

—Pero hace más de dos mil años, se había descubierto que el Sol que alumbraba la Tierra estaba a punto de contraerse y perder su calor. Por ello, quienes aún vivían en la Tierra la abandonaron para siempre y, cuando se produjo el cambio solar, la Tierra y los demás planetas se cubrieron de eternos hielos. Ahora, dentro de pocos meses va a tener lugar la desaparición definitiva del viejo planeta que sustentó el origen de nuestra raza.

Lentamente se va acercando en espiral hacia el Sol y pronto se fundirá con él como ya han hecho Mercurio y Venus. Y cuando esto ocurra habrá desaparecido para siempre el mundo de origen del hombre. Hizo una nueva pausa, prolongándola por el tiempo justo, y luego, Borrodale continuó con voz hábilmente modulada en un tono bajo.

—Y nosotros a bordo de esta nave, humildes reporteros y servidores de la vasta audiencia radiotelevisiva de todos los mundos, hemos venido hasta aquí para ofrecerles, en las siguientes semanas, la última visión de nuestro ancestral mundo. Creemos —y esperamos— que encuentren ustedes interesante recordar un pasado que casi es leyenda.

Y Kellon pensaba en aquellos momentos: «Seguro que este bastardo no siente mucho más interés que yo por ese viejo planeta, pero ciertamente es un adulador». Tan pronto como terminó la emisión, Kellon se vio asediado una vez más por la clamorosa multitud del camarote principal. Levantó la mano en señal de protesta.

—Un momento, por favor. Primero tenemos que desembarcar. Doctor Darnow, ¿quiere venir conmigo?

El doctor Darnow pertenecía a la Oficina Histórica y era el titular encargado de la expedición, pero nadie le prestaba mucho interés. Era un hombrecillo mayor que hablaba excitado mientras iba con Kellon hacia el puente. Su interés, al menos, es sincero, pensaba Kellon. Igualmente sinceros eran los numerosos científicos que iban a bordo, pero quedaban anulados por los señorones buscadores de publicidad, por los intrusos y sentimentalistas profesionales que les acompañaban. ¡Bonita misión le había encomendado el servicio de Astrografía! Ya en el puente, miró por la ventanilla al planeta de color pardo y su satélite. Luego preguntó a Darnow:

—¿Dijo usted algo acerca del lugar exacto donde quería desembarcar?
El historiógrafo meneó la cabeza y empezó a desplegar un gran mapa del estilo antiguo.
—¿Ve este continente? Pues, a lo largo de sus costas orientales existían bastantes ciudades de las más grandes, como Nueva York.
Kellon se acordaba de este nombre; lo había aprendido hacía mucho tiempo en la escuela de Historia. El dedo de Darnow señaló a un punto del mapa.
—Si fuera posible desembarcar aquí, sobre esta isla... Kellon estudió las características de la superficie y meneó la cabeza.
—Demasiado bajo. A medida que transcurra el tiempo se producirán grandes mareas y no podemos arriesgarnos. Sin embargo, puede que en esta otra isla de terreno más elevado sea factible.
Darnow parecía decepcionado.
—Bueno, supongo que tendrá usted razón. Kellon pidió a Riney que calculara la operación de desembarco. Luego le dijo a Darnow con tono escéptico:
—Seguramente no espera usted encontrar mucho en esas viejas ciudades, después de llevar dos mil años cubiertas de hielo, ¿verdad?
—No hay duda de que habrán sufrido un desgaste terrible —admitió Darnow—. Pero deben quedar numerosas reliquias. Aquí hay materia para pasarme muchos años estudiando.
—No disponemos de años; sólo contamos con unos cuantos meses para que este planeta se aproxime demasiado al sol —repuso Kellon y, luego, añadió mentalmente—:«Gracias a Dios».

La nave siguió su plan de desembarco. La atmósfera friccionaba sobre el casco y, en seguida, espesas nubes grises se agitaban a su alrededor. Después de traspasar la capa nubosa estuvo gravitando sobre un paisaje oscuro y tristón, con manchas blancas en sus valles más profundos. Al fondo se divisaba un océano gris. Pero la astronave descendió hacia una quebrada llanura pardusca, posándose en ella, y acto seguido se produjo el esperado estruendo de silencio que siempre sigue al paro de toda maquinaria. Kellon miró a Riney, que volvió en un momento del cuadro de pruebas con un tenue aire de sorpresa en el rostro.

—Presión, oxígeno, humedad... todo en condiciones óptimas. Por supuesto —agregó—, éste «fue» un lugar óptimo.
Kellon asintió. Luego dijo:
—El doctor Darnow y yo daremos primero un vistazo alrededor. Viresson, que no salgan los pasajeros.

Cuando fue en unión de Darnow a la cámara reguladora de presión, situada abajo, oyó el clamor de las voces que venían desde el camarote principal y pensó que a Viresson le había tocado una buena papeleta que resolver. Aquellos tipos no estaban acostumbradas a que les dijeran que no, y adivinaba su resentimiento contra aquella orden. Guando salieron de la cámara reguladora de presión, un aire frío y húmedo saludó a Kellon. Quedaron a pie firme sobre el terreno embarrado y arenoso que se hundía un poco bajo sus botas a medida que se alejaban trabajosamente de la nave. Se pararon, tiritando, y contemplaron las inmediaciones. Bajo un cielo encapotado de nubarrones grises se extendía un triste paisaje sin sol y de color pardo. Nada rompía el monótono color de tierra pelada más que los ocasionales cascos de hielo que aún quedaban en las partes bajas. Un viento recio y voluble agitó el crudo ambiente y luego cesó totalmente. Tras ellos no se oía otro ruido que el tintineo que emitía la corteza de la nave en sus contracciones al enfriarse. Kellon pensó que, por encima de todo sentimentalismo, aquello no era más que un mundo de melancolía. Pero los ojos de Darnow aparecían resplandecientes.

—Tendremos que aprovechar al máximo cada minuto que estemos aquí —murmuró—.Hasta el último minuto.

En cosa de dos horas, el pesado equipo radiofónico había sido cargado en dos grandes tractores y se alejaban de la astronave en dirección Este. En uno de ellos viajaba Lorri Lee, vestida con un traje resplandeciente de color lila y de seda sintética. Kellon, temiendo la posibilidad de que cayeran sobre algún terreno de arenas movedizas, acudió a los acantilados desde donde se contemplaban las ruinas de Nueva York para estar presente en la primera emisión. Cuando ésta estuvo en marcha se arrepintió de haber ido. Porque Lorri Lee, con su cabeza rubia que destacaba más aún con la luz tristona, dio rienda suelta a todos sus encantadores gestos, ya ensayados, frente a las cámaras, señalando con gran excitación hacia las ruinas que yacían a sus pies.

—¡Resulta tan increíble! —gritaba para oyentes de mil mundos—. ¡Es increíble encontrarse aquí, en la Tierra, contemplar de nuevo los viejos lugares! ¡Es algo que se apodera de una!

Algo, en efecto, se apoderó de Kellon. Le hizo sentir náuseas. Dio media vuelta y se volvió hacia la nave, pensando en aquel momento que, si Lorri Lee cayera en las arenas movedizas durante el camino de regreso, después de todo, no sería una gran pérdida. Pero aquel primer día fue sólo el principio. La gigantesca nave se convirtió pronto en el centro de diversos y continuos programas. Había sido especialmente equipada para conectar con la estación más próxima de la red de la Federación, y sus transmisores raras veces estaban callados. Kellon se dio cuenta de que Darnow, a quien se le suponía coordinador de todos estos programas, se hallaba totalmente ajeno a ello. El diminuto historiador vivía sobre un séptimo cielo en este viejo planeta, que había sido descubierto a la vista por vez primera desde hacía miles de años, y se pasaba fuera la mayor parte del tiempo ocupado en otras cosas de mayor interés para él. Y fue a su ayudante, un joven activo, inquieto y fatigado, a quien cupo intentar una reconciliación con las insistentes demandas y exigencias de las altamente temperamentales estrellas radiofónicas.

Kellon experimentaba un creciente hastío al tener que estar allí, mientras salía al éter toda aquella sarta de disparates. Aquella gente estaba pasando una especie de día de campo, pero a él le importaban muy poco todos ellos y sus programas. Roy Quayle, el joven diseñador de modas, formó un desfile semi-humorístico, semi-nostálgico, al estilo de la antigua moda de la Tierra, vistiendo a las bellas muchachas con ciertos trajes de época, que resultaban ridículos, de los cuales traía un duplicado. Barden, el famoso productor de guiones, pasó antiguas películas referentes a los antiguos dramas de la Tierra que hicieron llorar y reír en sus tiempos a todo el mundo. Jay Maxson, un saliente político en el Congreso de la Federación, discutió con Borrodale los sistemas políticos de los viejos tiempos, de forma previamente calculada para no dejar en el peor lugar a su propio partido extendido por toda la galaxia. Los Arcturus Players, un brillante grupo de jóvenes artistas, dieron lectura a poemas y dramas de la vieja Tierra. No era más que eso: una representación teatral, pensaba Kellon malhumorado. Gente mayor y famosa, aprovechando por los pelos la oportunidad que les brindaba la muerte ocasional de un planeta olvidado, para ponerse ante la atención del público, igual que niños sabihondos. Mientras tanto, había un verdadero trabajo que realizar en la galaxia, el trabajo de Astrografía, el interminable y agotador pero siempre fascinante trabajo de cartografiar los sistemas y mundos desconocidos. Y en vez de realizar esta importante misión, le habían condenado a pasar aquí semanas y meses con esta cuadrilla de comediantes. A los científicos e historiadores los respetaba. Estos aparecían pocas veces ante las cámaras y su interés era verdadero. Fue uno de ellos llamado Haller, biólogo, quien excitadamente mostró a Kellon un puñado de tierra húmeda, una semana después de su llegada.   

—¡Mire esto! —dijo con orgullo. Kellon se quedó mirando.
—¿Qué?
—Estas semillas son de cizaña. Véalas.
Kellon las estudió, viendo que de cada una de las minúsculas semillas brotaba un tallo nuevo tan delgado como un cabello.
—¿Acaso están germinando? —preguntó incrédulo. Haller asintió feliz.
—Sin duda alguna. Ya lo sospechaba yo. Cuando el Sol perdió todo su vigor, de acuerdo con los antecedentes que tenemos, en el hemisferio norte era casi primavera.
Era cosa de pocas horas la temperatura comenzó a descender y la hidrosfera y atmósfera iniciaron su proceso de congelación.
—¡Pero eso, seguramente, acabó con la vida de todo el planeta...!
—No —dijo Haller—. Ciertamente acabó con la vida de las plantas superiores, árboles, arbustos de hoja perenne, etcétera. Pero las semillas de plantas temporales se quedaron en animación suspendida a causa del frío. Y ahora, el calor las está haciendo germinar.
—¿Entonces tendremos hierba y plantas menores?
—Muy pronto; a medida que vaya aumentando e! calor.

En realidad, según transcurrían las primeras semanas, el calor se iba acentuando más. Un día se dispersaron las nubes y aparecieron en e¡cielo los débiles rayos blancos de aquel minúsculo sol que parecía un diamante. Y llegó una mañana en que encontraron la quebrada llanura de! paisaje ligeramente teñida de un verde pálido. Y creció la hierba, y botaron las semillas, y germinaron las vides, todas ellas como queriendo acelerar su crecimiento, como si supieran que ésta, su última temporada, iba a durar poco. Pronto el barro pelado y oscuro de las colinas y valles fue reemplazado por un tapiz verde y por doquier rompía la vegetación y comenzaban a aparecer las flores. Tréboles, campanillas, dientes de león, violetas, todas brotaron una vez más. Kellon dio un largo paseo, ahora que no tenía que esforzarse caminando por el barro. El griterío que rodeaba a la nave, el constante discutir de aquellos antagónicos temperamentos y las aguas y febriles voces le ahuyentaban de allí. Se encontraba mejor apartándose solo de aquel bullicio.

Había vuelto la hierba y las flores pero, por lo demás, seguía siendo un mundo vacío. Pese a ello, se encontraba cierta paz de espíritu al pasear arriba y abajo por los largos y serpenteantes declives cubiertos de verde. El sol era ahora brillante y alentador, y blancas nubes moteaban el cielo. El viento susurraba cálido mientras Kellon se sentaba en una ladera y extendía su mirada hacia poniente donde ya no vivía nadie ni viviría jamás.

—Qué gran tristeza —pensaba—. Pero es mejor esta paz que el bullicio de esos charlatanes.
Permaneció largo tiempo sentado frente a los oblicuos rayos del sol, sintiendo que sus agarrotados nervios se relajaban. La hierba se mecía a su alrededor, agitándose en largas olas, y las flores más altas se inclinaban en una reverencia. No había otro movimiento ni otra clase de vida. Que pena, pensaba, que no hubiera ni siquiera pájaros en esta última primavera de la vieja Tierra; ni siquiera una mariposa. Bueno, lo mismo daba, porque todo ello iba a durar muy poco. Cuando empezaba a caer la oscuridad del ocaso y Kellon regresaba a la nave, de repente se apercibió de que en el apagado firmamento había una burbuja brillante. Se detuvo a contemplarla y en seguida recordó lo que era. Sin duda se trataba de la luna del viejo planeta, que no había podido ver sobre el cielo encapotado de nubes durante las noches anteriores. Prosiguió su camino, rodeado de aquella luz difusa. Al regresar al iluminado camarote principal de la nave, sus relajados nervios sufrieron una repentina sacudida. Se estaba desarrollando una pendencia de primera clase, en la. que todos intervenían o comentaban el hecho. Lorri Lee, como si fuera una niña antojadiza quejándose de algo, alegaba que deseaba ocupar e! espacio de la emisión del día siguiente, en favor de su programa de interés femenino, mientras que alguien contradecía sus pretensiones. Mientras tanto, Vallely, el joven ayudante de Darnow, aparecía inquieto y fuera de sí. Kellon pasó junto a ellos sin que se apercibieran de él, cerró con llave la puerta de su camarote, se sirvió generosamente una copa y maldijo de nuevo al servicio de Astrografía por la misión que le había encomendado. A la mañana siguiente tuvo buen cuidado en salir temprano de la nave antes de que estallara la tormenta. Al cargo de la misma dejó a Viresson, aunque nada había que hacer en aquellos momentos, y se alejó paseando por las verdes laderas antes de que nadie tuviera tiempo de llamarle.

Kellon pensaba que aún tenían por delante otras cinco semanas. Luego, gracias a Dios, la Tierra se acercaría tanto al Sol que la nave habría de volver a su propio elemento espacial. Mientras llegaba este día deseado, él permanecería fuera de la vista de todos en lo que fuera posible. Cada día caminaba varias millas. Tenía gran cuidado en alejarse del Este y de las ruinas de Nueva York, donde los otros iban con frecuencia. Pero paseaba en dirección norte, oeste y sur sobre las laderas herbáceas y florecientes de un mundo vacío. Al menos había encontrado la paz, aunque no hubiera nada que ver. Pero, después de un tiempo, Kellon se apercibió de que había cosas por ver, si se las buscaba. Entre ellas destacaban los cambios sufridos por el cielo,-que nunca parecía igual. A veces eran recias nubes blancas y de azul profundo que cruzaban como poderosas naves. Pero, de repente, se tornaban grises y deprimentes y la lluvia le rociaba, para terminar con un rayo de sol que traspasaba las nubes y las desgajaba como cintas voladoras. Y hubo una ocasión en que contempló, desde una serranía, el paso de una vasta tormenta que avanzaba sobre el continente, como si fuera un ejército, cubriéndolo de oscuridad y sombras, con un fondo de gallardetes luminosos y estruendos de tambores.

Los vientos y la luz del sol, la fragancia del aire, la imagen de la luna y el contacto de la suave hierba bajo sus pies, todo ello, parecía singularmente real y apropiado. Kellon había caminado por muchos mundos bajo la luz de otros soles con colores muy distintos y algunos -de ellos no llegaron a gustarle, pero jamás había, encontrado un mundo, que pareciera tan exactamente a tono con su cuerpo, como este planeta gastado y vacío. Se preguntó vagamente cómo sería cuando estuviera poblado de pájaros, árboles, animales de todas clases, carreteras y ciudades. Por las noches se pasaba las horas solo en su camarote contemplando libros ilustrados de la biblioteca de consultas, que Darnow y los demás habían traído a bordo, y aunque realmente no le importaba aquello demasiado, al menos ofrecía cierto interés y le apartaba del alboroto y pendencias que tenían lugar entre los expedicionarios. A partir de entonces durante sus paseos, Kellon trataba de imaginarse el verdadero aspecto de todo aquello en tiempos remotos. Sobre aquellos prados abundarían los petirrojos y azulejos, los abejorros chupando el dulce de las corolas; elevados árboles cuyos nombres le eran igualmente extraños, olmos, saúcos y sicómoros. Pequeños animalillos de fina piel, nubes de insectos zumbadores; peces y batracios en las lagunas y ríos, una vasta y compleja sinfonía de vida, tiempo ha desaparecida y olvidada. ¿Pero estaban menos olvidados todos los hombres, mujeres y niños que habían vivido aquí? Borrodale y los otros hablaban mucho en sus emisiones sobre la gente de la antigua Tierra pero éste era sólo un nombre sin cara, un término carente de significado.

Seguramente que ninguno de aquellos millones de seres pensó jamás en sí mismo como parte integrante de una multitud innumerable. Cada uno fue para sí, y para sus allegados, un ente individual, único, que no se repetiría jamás. ¿Qué podían saber estos locuaces charlatanes, ni nadie, acerca de aquellos individuos? Kellon encontraba, aquí y allá, vestigios de ellos, insignificantes pecios que habían sido respetados por la opresión de los hielos. Una retorcida hoja de acero, una viga o un riel elaborado por alguien. Una cantera con las marcas dejadas en la roca por las herramientas, donde seguramente los hombres, en un tiempo, sudaron al sol. Los quebrados parches de hormigón que se prolongaban en una línea rugosa para formar una carretera sobre la que una vez viajaron nombres y mujeres, corriendo en pos de misiones de amor o ambición, codicia o temor. Pero encontró algo más: un sorprendente hallazgo por mera casualidad. Siguiendo un arroyo que discurría por un valle muy estrecho saltó a la otra orilla, mas, a! levantar la vista, descubrió que había una casa.

Kellon creyó al principio que todo estaría milagrosamente entero y conservado y, seguramente, eso no podía ser. Pero, cuando se aproximó más, vio que todo era una ilusión y que la destrucción había operado también sobre ella. Sin embargo, la casa permanecía increíblemente reconocible. Era una casa de recreo, construida de piedra, con bajas paredes y tejado de pizarra, situada junto al verde declive que formaba la pared de un valle. Un alero y parte del extremo de un muro se encontraban derruidos. Kellon, al estudiar su disposición sobre la pared, llegó a la conclusión de que el hielo debió formar sobre la casa un caprichoso arco natural, preservándola de la enorme presión que había destruido todas las demás estructuras. En las ventanas y puertas sólo se veían toscas aberturas. Penetró dentro y estuvo mirando las frías sombras de lo que, en un tiempo pasado, fuera una habitación. Había algunas destrozadas piezas de mobiliario completamente podridas, y e! polvo y barro seco acumulado a lo largo de una pared contenía irreconocibles partículas de metal herrumbroso, pero no había nada más. Adentro se sentía una fría y ahogada opresión, y entonces salió a la terracita y se sentó al sol.

Mirando a la casa calculó que no podía haber sido edificada después del siglo veinte. En ella debió vivir gente bastante distinta durante los cientos de años que precedieron a la evacuación de la Tierra. Kellon consideró extraño el que las fotografías aéreas tomadas por los hombres de Darnow en busca de reliquias no la hubieran descubierto. Pero luego no ¡o consideró tan extraño, porque los muros de piedra ofrecían un color grisáceo poco visible y, además, se encontraba bastante oculta por e! despeñadero que formaba el valle. Sus ojos fueron a posarse sobre una corroída inscripción que había en e! cemento de la terraza y acercándose más limpió el barro que la cubría. Las letras aparecían muy desgastadas y comidas por e! paso del tiempo, pero le fue posible leerlas. «Villa Ross y Jennie», leyó. Kellon dejó escapar una sonrisa. Bueno, al menos, ya sabía quién vivió aquí en un tiempo, los que probablemente la habrían construido. Se imaginaba a aquellos dos jóvenes grabando sus nombres sobre el cemento húmedo, rebosantes de felicidad. ¿Quiénes habrían sido Ross y Jennie y dónde estarían ahora?

Exploró los alrededores de ¡a casa. Tras ella había lo que antaño fuera un jardín de flores. En él brotaban, en anárquico desorden, media docena de florecillas brillantes, de distintas especies, a diferencia de las que crecían silvestres sobre las laderas. Eran las semillas de un viejo jardín que habían estado esperando que acabara el largo invierno de la Tierra para germinar, y habían dormido en suspendida animación hasta que se fundieran los hielos y se presentara al fin ¡a fértil y cálida primavera. Ignoraba qué clase de flores podían ser, pero despedían una vistosidad que le agradaba. Cuando hacía el camino de regreso sobre la tierra verde a la luz suave del crepúsculo, Kellon pensó que debía contárselo a Darnow. Pero si se lo decía, seguro que la cuadrilla de charlatanes de a bordo acudirían como moscas al lugar. Se imaginaba la clase de emisiones que Borrodale y Lee y el resto de ellos iban a preparar, teniendo como solemne escenario la milenaria casa.

—No —pensó—. ¡Que se vayan al diablo!
En realidad, no le importaba demasiado la vieja casa, pero le brindaba un refugio de paz y no quería atraer hacia ella las ruidosas hordas de las que estaba tratando de escapar. En los días que siguieron, Kellon se alegró de no haberlo dicho. Aquella casa le proporcionaba un lugar de evasión donde fisgonear y sacar conjeturas, atrayendo su interés durante aquel tiempo de espera. Allí se pasaba las horas y no decía una palabra a nadie. Haller, el biólogo, le prestó un libro sobre flores de la Tierra y le traía con él para identificar las que veía en el derruido jardín. Había verbenas, claveles, dondiegos de día y los llamados berros de atrevidos colores rojos y amarillos. Muchas de estas plantas, según leyó en el libro, no se adaptaban bien a otros mundos ni habían sido trasplantadas con éxito. Si esto era cierto, aquella iba a ser la última floración de toda su existencia. Siguió investigando en el interior de la casa, tratando de averiguar la clase de vida que llevaron sus moradores. Era una casa extraña que en nada se parecía a las modernas de construcción metálica. Incluso los tabiques interiores eran increíblemente recios y las ventanas parecían sumamente angostas. Se veía claramente que en la habitación más grande era donde aquellas gentes pasaban la mayor parte del tiempo, y sus ventanales daban al pequeño jardín, al verde valle y al riachuelo.

Kellon reflexionaba sobre la clase de personas que fueron Ross y Jennie, que en un tiempo estuvieron sentados juntos mirando por estas ventanas. Se preguntaba qué cosas habrían sido importantes para ellos, qué les habría agradado y desagradado. Kellon era un hombre que siempre fue soltero, pues los capitanes de Astrografía, cuyo campo de operaciones era ilimitado, raras veces se casaban. Pero estuvo ponderando acerca de aquel matrimonio de tantísimos años atrás, y sobre lo que pudo dar de sí. ¿Habrían tenido hijos y su sangre estaría corriendo por los lejanos mundos? Pero aunque así fuera, ¿qué relación guardaba dicha sangre con la de aquellos dos antepasados remotos? Ahora recordaba parte de un poema escrito al final del libro que le había prestado Haller, Decía así:

Flores y amantes ahora reunidos,
De vientos, campos y mares olvidados,
Sin un soplo del tiempo que ha pasado.
En el aire suave de un verano consumido.

Cierto, pensaba Kellon, ellos, Ross y Jennie estaban ahora reunidos, con todas las cosas que habían hecho y pensado, todo ello reunido bajo el polvo de este viejo planeta cuyo último y cálido verano terminaría pronto, muy pronto. Físicamente, allí estaba toda la existencia de aquel hombre llamado Ross y aquella mujer conocida por Jennie, allí estaba convertida en átomos, exceptuando la pequeña fracción de su materia que hubiera escapado hacia otros mundos. Se acordó de los nombres que todavía eran famosos a través de los mundos de la galaxia, nombres de hombres, mujeres y lugares. Platón, Shakespeare, Beethoven, Blake, el antiguo esplendor de Babilonia, y los despojos de Ankara, y las humildes casas de sus propios antepasados, todo ello aquí, todavía aquí. Kellon se estremeció mentalmente. Lo malo era que no tenía otra forma mejor de ocupar el tiempo que venir a sacar conjeturas en este pequeño y sombrío lugar. Ya había visto todos sus misterios y carecía de objeto el seguir viniendo. Pero volvió. No es que tuviera para él un valor arqueológico sentimental, se dijo. De sentimentalismos ya había oído bastante a los charlatanes que llevaba a bordo. Kellon era un hombre del servicio de Astrografía y todo lo que deseaba era volver a su trabajo, pero mientras le tuvieran retenido aquí le resultaba mejor vagar sobre la tierra verde o andar curioseando en torno a esta vieja reliquia, que el tener que oír las interminables algazaras de los otros.

Cada vez se peleaban más, porque se estaban cansando de aquella monotonía. Les pareció de maravillas el salir en primer plano por toda la galaxia, ayudando a realizar un reportaje sobre el fin de la Tierra, pero, a medida que iba transcurriendo el tiempo, su voluble entusiasmo se fue debilitando No podían marcharse de allí, pues la expedición tenía que transmitir el desenlace final de la muerte del planeta, y éste no se realizaría hasta dentro de varias semanas. Darnow, sus ayudantes y científicos, ocupados en ir y venir a muchos viejos sitios, habrían aguantado allí eternamente, pero los otros estaban realmente aburridos. Kellon, por otra parte, había descubierto en la vieja casa el suficiente interés para soportar la espera sin que le resultara demasiado opresiva. Había leído mucho ya sobre cómo eran aquí las cosas en los pasados tiempos, y se pasaba largas horas sentado en la terracita, al sol de la tarde, tratando de imaginarse la existencia que habían llevado aquel hombre y aquella mujer, llamados Ross y Jennie.

¡Qué extraña y circunscrita parecía ahora aquella clase de vida! Leía que, en aquellos viejos tiempos, la mayoría de las gentes tenían automóviles de tierra que utilizaban para desplazarse a las ciudades donde trabajaban. ¿Se desplazarían a trabajar los dos, o sólo el hombre? Tal vez la mujer se quedara en la casa a cuidar de ¡os niños, si los tenían, y por la tarde a lo mejor se entretenía cuidando las flores del jardincito donde todavía brotaban algunas semillas supervivientes. ¿Se les habría ocurrido pensar alguna vez que, en un día futuro, cuando hiciera muchos siglos que ellos habían muerto, su casa estaría solitaria y en silencio con un visitante de las estrellas lejanas? Se acordó de un pasaje leído por los Arcturus Players, correspondiente a una obra antigua: Vienen como la sombra y así se van. No, pensaba Kellon; Ross y Jennie eran sombras ahora, pero no lo habían sido entonces. Para ellos, y para todas las demás gentes que se imaginaba entrando y saliendo de las ciudades en aquellos días remotos, la sombra era él, el hombre del futuro que aún no existía. Aquí solo, sentado, tratando de comprender aquel tiempo pretérito, Kellon tenía a veces el fantástico presentimiento de que sus vivas imaginaciones acerca de las gentes, las multitudinarias ciudades, los movimientos y las risas eran una realidad, y que él no era más que un fantasma al acecho.

Los días del verano llegaron en seguida, cálidos, sofocantes. El Sol aparecía blanco y más grande en lo alto de los cielos, derramando sobre la Tierra más luz y más calor que recibiera en miles de años. Y toda la vegetación parecía responder con ímpetu alborozado al desarrollo final, como un acto de jubilosa afirmación que Kellon encontraba infinitamente conmovedor. Ahora, incluso las noches eran cálidas; los vientos soplaban temblorosos y suaves y, en la distancia, el océano saltaba sobre las playas en una risotada de espuma y estruendo, presa de grandes mareas solares. Con un sobrecogimiento, como si despertara de una pesadilla, Kellon comprendió de repente que sólo faltaban unos días. La espiral se iba cerrando velozmente y muy pronto el calor sería intolerable. Se dijo a sí mismo que estaría muy contento de partir. Luego tendrían que esperar en el espacio hasta que todo hubiera concluido. Después podría volver a su propio trabajo, a su propia vida, y dejarse de especular acerca de unas sombras que ya no existían. Cierto; se alegraría con la marcha. Pero cuando faltaban unos días- para el despegue, Kellon volvió a visitar la vieja casa, y estaba meditando sobre ella cuando una voz sonó a sus espaldas:

—Perfecta —dijo Borrodale—, es una reliquia perfecta.
Kellon se volvió, en cierto modo, sobresaltado y con espanto. Los ojos de Borrodale resplandecían de interés a medida que inspeccionaba la casa. Luego se volvió hacia Kellon.

—Estaba dando un paseo, capitán, y al verle venir hacia aquí se me ocurrió seguirle. ¿Es aquí donde venía usted tan a menudo?
Kellon, sintiéndose un poco culpable, trató de eludirle.
—He venido unas cuantas veces.
—¿Por qué ha querido ocultarnos esto? —exclamó Borrodale—. Desde aquí podemos rodar un formidable reportaje final. Es una antigua y típica casa de la Tierra. Roy se encargará de vestir a los Players con atuendos de aquella época y los filmaremos haciendo la clase de vida que entonces llevaban...
Kellon, inesperadamente, sintió una violenta reacción.
—No —dijo con aspereza. Borrodale arqueó las cejas.
—¿No? Pero, ¿por qué razón?

Efectivamente, poco podía importarle a Kellon que se posesionaran de la casa, que se burlaran de su vetustez y falta de condiciones, posando ridículamente ante las cámaras vestidos con trajes a la moda antigua para hacer un espectáculo con todo ello. ¿Qué podía importarle a él para quien tan poco significaba este olvidado planeta ni nada de lo que había en su superficie? Sin embargo, en sus adentros había algo que se sublevaba contra lo que pudieran hacer aquí.

—Podríamos vernos obligados a despegar de pronto—dijo—. Si se vienen todos ustedes hasta aquí, podría implicar un peligroso retraso.
—¡Pues usted mismo dijo que aún faltaban unos días!—exclamó Borrodale, y luego añadió firmemente—: Capitán, no comprendo por qué quiere obstruir nuestra labor. Pero puedo recurrir a otra autoridad por encima de la suya.

Se marchó de allí y, Kellon pensó de mal talante que si Borrodale enviaba un mensaje al Cuartel General de Astrografía se iba a salir con la suya y él quedaría en muy mal lugar. Se sentó en la terraza y estuvo recreando su vista hasta que cayeron las sombras de la noche. La Luna se alzó blanca y resplandeciente pero, esta noche, la atmósfera no estaba en calma. Un viento seco y abrasador había comenzado a soplar y al remover las altas hierbas hacía que las laderas y planicies dieran la vaga impresión de estar vivas. Era como si hubiese empezado a latir un pulso extraño en el aire y en el suelo, como si el Sol llamara a su hija la Tierra y ésta se esforzase por responder. La casa se ofrecía como de ensueño a la luz de plata y las flores del jardín emitían un susurro. Cuando regresó Borrodale, su regordeta figura negra se recortaba a la luz de la luna.

—He comunicado con su cuartel general —dijo con aire triunfante—, y me han concedido plena cooperación. Mañana haremos desde aquí nuestro primer reportaje.
—No —dijo Kellon poniéndose en pie.
—Kellon, no puede ignorar una orden...
—Mañana ya no estaremos aquí —agregó Kellon—. Soy yo el responsable de sacar la nave de la Tierra con un amplio margen de seguridad. Despegaremos a primera hora de la mañana.
Borrodale guardó silencio por un momento, y cuando habló su voz llevaba un tono perplejo.
—No hay duda de que está usted adelantando las cosas para impedir nuestra emisión. La verdad, no comprendo su actitud.

Claro que no lo comprendía, pensaba Kellon, pero ¿cómo hacérselo entender? Permaneció un rato en silencio Borrodale le miró a él y luego a la vieja casa.

—Sin embargo, tal vez le comprenda, Kellon —dijo Borrodale pensativo, después de un momento—. Usted ha estado viniendo aquí solo con bastante frecuencia. El hombre puede encariñarse demasiado con los fantasmas...
—No diga disparates —objetó Kellon bruscamente— Vale más que regresemos a la nave. Tenemos mucho que hacer antes de despegar.

Borrodale no pronunció palabra mientras hicieron el camino de vuelta por el valle plateado por la luna. Se volvió a mirar una sola vez, pero Kellon ni siquiera giró su cabeza. Doce horas más tarde despegaron de la Tierra, en una mañana triste y ominosa a causa de las nubes que se agolpaban veloces. Kellon sintió un ligero alivio cuando rebasaron la atmósfera y se internaron en la estrellada negrura sin fondo. El espacio era su elemento, al que él pertenecía. Recibiría una dura reprimenda por su arbitraria decisión final, pero no le importaba. Situó la nave en una órbita calculada y se puso a esperar. Debían transcurrir varios días antes de que llegara el fin de la Tierra. El blanco Sol aparecía ahora mucho más cerca, y su «Luna» se había alejado de él en una nueva falsa órbita, pero aun así pasaría algún tiempo antes de que pudieran retransmitir a la expectante galaxia el fin de su ancestral mundo. Kellon permanecía parte del tiempo en su camarote. Los preparativos que estaban teniendo lugar, a medida que se aproximaba el gran momento, le producían náuseas. Deseaba que todo hubiera terminado ya. Pensaba que le iba a ser insoportable. Cuando faltaba una hora y veinte minutos para la «Hora E», pensó que debía salir al puente para presenciarlo. Allí habían sido instaladas las cámaras móviles, y se encontraba abarrotado por Borrodale y por cuantos pudieron entrar allí. A Borrodale le habían encomendado la emisión de la última hora y, al parecer, los demás estaban resentidos.

—¿Por qué has de presentar tú sólo el reportaje final? —se quejaba amargamente Lorri Lee a Borrodale—. Eso no es justo.
Ouayle defendía el mismo punto enfadado.
—Será presenciado por el mayor público de la historia —decía— y todos deberíamos tener la oportunidad de hablar.

Borrodale les contestaba y las voces subían de tono. Kellon se daba cuenta de que los técnicos de la emisión parecían preocupados. Tras ellos, por la ventanilla filtrante, veía a la motita oscura del planeta que se Iba acercando a la estrella blanca. El Sol la había llamado, y la Tierra, con acelerada ansiedad, estaba recorriendo los últimos pasos de su larga carrera. Mientras tanto, el clamor levantado por las voces de protesta hizo que Kellon montara en repentina cólera.

—Escuchen —les dijo a los técnicos de la emisión—. Cierren toda clase de sonido. Que aparezca sólo la imagen.
Aquellas palabras hicieron callar a todos. Finalmente, Lorri Lee protestó:
—¡Capitán Kellon, no puede hacer eso!
—Puedo hacerlo y lo hago. Cuando navegamos por el espacio asumo el mando absoluto —dijo.
—Pero este reportaje necesita un comentario...
—Por Cristo —dijo Kellon con desgana—, callen todos ustedes y dejen morir en paz a ese planeta.

Les volvió la espalda. Ni siquiera oía sus voces de resentimiento, ni cuando guardaron todos un impresionante silencio y se pusieron a contemplar la escena a través de las ventanillas filtrantes, como la estaba contemplando él, la cámara y toda la galaxia. ¿Pero qué faltaba por ver sino una motita oscura casi engullida por los brillantes vapores del Sol? Pensó que las piedras de la vieja casa debían estar ya empezando a volatilizarse, ahora que los vapores de luz y fuego ocultaban casi por completo al insignificante planeta, atraído por la llamada de los suyos. Kellon pensó que, en aquel momento, todos los átomos de la vieja Tierra estaban siendo liberados para mezclarse con el ente solar; todo lo que antaño fuera Ross y Jennie, Shakespeare y Schubert, alegres flores y sonoros ríos, océanos, rocas y vientos, volvían a fundirse con el ser que les dio vida. Seguían contemplando en silencio, pero ya no quedaba nada por ver; nada en absoluto. También en silencio, la cámara fue desconectada. Kellon dio una orden e inmediatamente la nave salió de su órbita para comenzar el largo camino de retorno. Ya se habían marchado todos de allí, excepto Borrodale. Sin volverse siquiera le dijo:

—Ahora ya puede enviar sus quejas al cuartel general. Borrodale sacudió la cabeza.
—No formularé ninguna queja, capitán. El silencio puede ser el mejor réquiem para todo. Ahora me alegro de que haya sido así.
—¿Que se alegra?
—Sí —añadió Borrodale—. Me alegro de que, al fin. la Tierra haya tenido un verdadero funeral.
Edmond Hamilton (1904-1977)

¡Guardamos el planeta negro! We guard the black planet! Henry Kuttner (1915-1958)




La estratonave me dejó en Estocolmo, y un ferry aéreo me llevó al Fiordo de los Truenos, donde había nacido. En seis años, nada había cambiado. Todavía se alzaban las rocas negras contra el mar embravecido, en el que en otro tiempo habían flotado las velas rojas de los vikingos, y el profundo rugido de las aguas surgió para darme la bienvenida. Freya, el gerifalte de mi padre, estaba planeando contra el cielo. Y en lo alto del acantilado estaba el Hall, con su torre en continua vigilancia sobre el océano del Norte. Mi padre estaba esperando en el porche. Era un gigante que había envejecido. Nils Esterling siempre había sido un hombre silencioso. Sus delgados labios parecían cerrados sobre algún secreto que nunca contaba, y creo que siempre tuve un poco de miedo de él, aunque nunca fue malo conmigo. Pero entre nosotros había un golfo. Nils parecía... encadenado. Me di cuenta de esto por primera vez cuando lo vi contemplando a los pájaros volar hacia el sur ante la llegada del invierno. Sus ojos tenían un deseo enfermizo que, en alguna forma, me hizo sentir Incómodo.

Encadenado, silencioso, taciturno; había envejecido, siempre un poco apartado del mundo. Y —siempre creí— temeroso de las estrellas. Durante el día, contemplaba a su gerifalte volar contra el azul oscuro del cielo, pero por la noche echaba las cortinas y nunca salía afuera. Las estrellas significaban algo para él. Tan solo una vez, había estado en el espacio; nunca volvió a aventurarse de nuevo más allá de la atmósfera. Lo que le había sucedido allá fuera era algo que yo desconocía. Pero Nils Esterling habíha vuelto cambiado, con algo muerto dentro de su alma. Yo iba a salir ahora. En mi bolsillo estaban mis papeles, resultado de seis años de trabajo exhaustivo en Punta Cielo, donde había sido cadete. Partiría mañana a bordo del «Martius», con rumbo a Calixto. Nils me había rogado que pasase primero por casa. Así que estaba aquí. Y el gerifalte bajó planeando, en picado, aferrándose sus garras como si fueran de hierro en el puño enguantado de mi padre. Era como una bienvenida. Freya también era viejo, pero sus ojos dorados eran aún brillantes, y su presa mortal. Nils estrechó mi mano sin levantarse, Me hizo un gesto indicándome una silla.

—Me alegra que volvieses, Arn. Así que aprobaste. Fue bueno el oír eso. Mañana estarás en el espacio.
—Hacia Calixto —dije—. ¿Cómo estás, Nils? Temí... Su sonrisa no contenía alegría.
—¿Que estuviese enfermo? ¿O quizá agonizante? No, Arn. He estado agonizando durante cuarenta años —miró al gerifalte—, y ya no importa mucho ahora. Aunque espero que acabe pronto. Sabrás porqué, cuando te cuente acerca... acerca de lo que me pasó en el espacio hace cuatro décadas. Trataré de no parecer amargado, pero es duro. Tremendamente duro —de nuevo, Nils miró al gerifalte.
Prosiguió, tras un momento, trenzando la cuerda por entre las patas de Freya.
—No tienes mucho tiempo, si es que tu nave parte mañana. ¿De qué puerto? ¿Newark? Bien... ¿quieres comer?
—Comí en el ferry, papá. —Muy pocas veces le llamaba así. Movió inquieto sus grandes espaldas.
—Tomemos algo de beber —llamó al sirviente y, al cabo de un momento, hubo ante nosotros unos highballs. No pude reprimir el pensamiento de que aquí el whisky era incongruente; en el Hall deberíamos haber bebido ale en cuernos. Bueno, eso fue en el pasado. Un pasado ya muerto.
Nils pareció leer mi pensamiento.
—En alguna forma, las cosas antiguas permanecen, Arn. Llegan a nosotros dentro de nuestra sangre, así que...
—«Waes hael» —dije.
—«Drinc hael» —vació el vaso—. Nudos de músculo se agolparon en los extremos de sus mandíbulas. Con un movimiento repentino y furioso, lanzó al gerifalte, deslizando el cordón por sus patas. Freya se alzó en el aire con un grito estridente y chillón.
—El instinto de volar está en nuestra raza —dijo Nils—. De ser libres, de luchar y de volar. En los días antiguos nos convertimos en vikingos a causa de esto. Leif el Afortunado navegó hasta Groenlandia; nuestros navíos fueron más allá de las Islas del Estaño hasta Roma y Bizancio; navegamos hasta el mismo Catay. En el invierno calafateábamos nuestros cascos y afilábamos nuestras espadas. Luego, cuando el hielo se abría en los fiordos, las velas rojas se alzaban de nuevo. Ran nos llamaba... la Ran de los mares, diosa de lo desconocido.

Su voz cambió, citando a un antiguo poeta:
«Qué es la mujer que te olvidaste de ella» Y del hogar, y de tus campos, Para irte con la vieja Enviudadora gris...»
—Sí —dijo Nils Esterlíng con un brillo enfermizo en sus ojos—, nuestra raza no puede ser aprisionada, o muere. Y «yo» he estado aprisionado por cuarenta años. ¡Por todos los infiernos de todos los mundos! —murmuró, temblándole la voz—. ¡En una maldita prisión! Mi alma se pudrió antes de que hubiera pasado una sola semana en la Tierra. Aún antes de eso. Y no había forma de salir de mi prisión; la cerré con mis propias manos, y rompí la llave. «Nunca supiste de esto, Arn. Lo sabrás ahora.

Me lo contó, mientras la lenta noche caía, y la aurora boreal llameaba y se agitaba como lanzas de luz en el cielo polar. Los Gigantes del Hielo estaban caminando, pues un helor repentino sopló por el fiordo. En lo alto, eJ viento gritaba, como los sonidos de las trompetas de las Valquirias. Muy por debajo de nosotros, rugía el mar, agitándose con su deslizante e irresistible movimiento, espumeando contra las rocas. Por encima de nosotros, las estrellas lucían brillantes. Y en el puño de Nils, adonde había vuelto, descansaba el gerifalte Freya, adormecido, agitándose un poco de vez en cuando, pero contento con permanecer allí. Había sido hacía algo más de cuarenta años, dijo Nils, en su juventud, cuando la sangre hirviente cantaba por sus venas, y el espíritu vikingo ardía en su interior. Los mares habían sido domados. La forma de vida de sus antepasados ya no le estaba permitida, pero había nuevas fronteras abiertas... Los golfos entre las estrellas contenían misterios, y Nils se enroló como marino de primera clase en una espacionave, un herrumbroso carguero, que efectuaba el Gran Círculo de las rutas comerciales. De la Tierra a Venus, y, girando de nuevo hacia afuera, a los principales planetas. La vida lo endureció, tras unos pocos años. Y en Polonorte Marte, en un tugurio donde expendían «satha», se encontró con el capitán Morse Damon, veterano de la Guerra de los Asteroides.

Damon le habló a Nils de las Valquirias: las guardianas del Planeta Negro. Era duro y enjuto y grisáceo como una roca desgastada por el tiempo, y su mirada oscura no contenía calor. Sorbiendo «satha» aguada, contempló a Nils Esterling, fijándose en el chaquetón de cuero sintético gastado en los puños y en los codos, y en las roídas correas de sus sandalias elásticas.

—Conoce mi nombre.
—Seguro —dijo Esterling—. Veo los noticiarios. Pero no lo han mencionado desde hace algún tiempo.
—No, no desde que terminó la Guerra de los Asteroides. El pacto que hicieron me dejó sin trabajo. Tenía una fuerza guerrillera combatiendo a lo largo del Cinturón, en otro año yo habría sido capaz de alterar el equilibrio.
Damon se alzó de hombros.
—No sirvo para otra cosa -más que para luchar. Me quedé con una nave. Me lo debían. La «Vulcan». Es una buena nave, bien hecha y rápida. Pero no puedo usarla a menos que firme un contrato con las grandes compañías. Además, no quiero hacer cabotaje. Al infierno con eso. He estado corriendo aquí y allá, por todo el sistema, buscando... Bueno, no sé el qué. Intenté una o dos veces prospectar minerales. Pero el explotar los lotes y sudar por unas pocas toneladas de mineral es aburrido. No es mi clase de vida.
—Hay una guerra en Venus.
—Cosa de niños. Yo voy detrás de algo grande. Voy detrás de... —sonrió torcidamente—, fantasmas. Valquirias.
—Entonces, Marte no es el sitio correcto. Noruega, en la Tierra...
La mirada de Damon se hizo más aguda.
—No Noruega. El espacio. Dije Valquirias... mujeres con alas.
Esterling bebió «satha», notando como el frío y atontador licor se deslizaba por su garganta.
—¿Una nueva raza en algún planeta? Nunca oí hablar de humanos alados, —¿Ha oído hablar del Agujero de la Gloria y del Cajón de Davy Jones? ¿Quiere usted decir que ha estado tres años en el espacio y no ha oído hablar de las Valquirias... Del Planeta Negro?

Esterling depositó cuidadosamente su vaso. ¿Cómo sabía Damon que llevaba tres años de espacionauta? Hasta ahora, había pensado en esto como en un encuentro casual, dos terrestres bebiendo juntos en un mundo extraño. Pero ahora...

—Se refiere a la leyenda —dijo—. Nunca le presté mucha atención: Cuando una nave revienta en el espacio, la tripulación va al Planeta Negro después de muerta. Es el cielo de los espacionautas.
—Sí. Una leyenda, eso es todo. Cuando se hallan pecios, se encuentran todos los cadáveres dentro... ¡naturalmente! Pero la historia dice que hay mujeres aladas, llámelas Valquirias, que viven en un mundo invisible en alguna parte del Sistema.
—¿Y usted cree que existen en realidad?
—Creo que hay una verdad tras la leyenda. No es tan solo una creencia terrestre. Los marcianos, los vesubianos, los calistanos... todos tienen sus leyendas acerca de mujeres aladas del espacio.
Esterling tosió en la atmósfera llena de humo.
—¿Y bien?
—Ahí va. No hace mucho, me encontré con un arqueólogo, un tipo, llamado Beale. James Beale. Usa un montón de títulos detrás de su nombre, y durante diez años ha recorrido el sistema, buscando datos sobre el Planeta Negro, recogiéndolos por todas parte. Me enseñó lo que ya tenía, y era muy convincente. Todo encajaba. Un fragmento de información de Venus, una historia de más allá de lo... Principalmente leyendas, pero también había hechos. Los suficientes como para hacerme creer que existe un mundo invisible en alguna parte del espacio.
—¿Invisible? ¿Cómo?
—No lo sé. Beale dice que debe ser un planeta con un albedo muy bajo... o algo así. Absorbe la luz. El pueblo alado vive en él. A veces salen de allí. Tal vez tengan naves, aunque no sé nada sobre esto, claro. Y así tenemos las leyendas. Beale y yo vamos a ir al Planeta Negro.
—De acuerdo —dijo Esterling—. Suena bastante raro, pero podría usted tener razón. Sólo que... ¿qué es lo que espera hallar allí?
Damon sonrió.
—No lo sé. En cualquier forma, algo excitante. Beale está seguro de que debe haber tremendas fuentes de energía en ese mundo negro. No creo que perdamos nada con la aventura. Infiernos, estoy cansado de no hacer nada, de vagar por el sistema esperando a que suceda algo... que nunca sucede. No estoy vivo más que cuando combato. Y, en cierta forma, eso es un combate.
—¿Quiere un trabajo?
—¿Le falta gente?
—Mucha. Parece usted fuerte... —Damon extendió la mano por encima de la mesa y apretó los bíceps del otro. Su rostro se alteró, no mucho, pero lo bastante como para convencer a Esterling de lo que ya sospechaba.
—De acuerdo, Damon. —Se subió la manga, revelando un brazalete de oro macizo sujeto a su antebrazo—. ¿Es esto lo que persigue?
Las aletas de la nariz del capitán se distendieron. Mantuvo fijamente la mirada de Esterling.
—Quiere usted que pongamos las cartas sobre la mesa?
—Claro que sí.
—Acabo de regresar de Noruega, en la Tierra —dijo Damon—. Fui allí a buscarle.
Beale averiguó lo de! brazalete. Esterling asintió con la cabeza.
—Es una herencia. Perteneció a mi tatarabuela, Gudrun. No sé de dónde lo sacó.
—Lleva una inscripción. Hace cien años, sacaron una copia de la misma para el Museo de Estocolmo. Beale encontró esa copia..Puede leer el alfabeto rúnico, y e! brazalete lleva una inscripción...
—Lo sé.
—¿Sabe lo que significa?
—Habla algo sobre las Valquirias. Supongo que es parte de una antigua «Edda».
Damon produjo un sonido en lo profundo de su garganta.
—No es eso exactamente. Da la localización del Planeta Negro.
—¡Y un infierno! —Esterling se sacó el brazalete y lo examinó cuidadosamente—.Pensé que era puro simbolismo. La runa no significa nada.
—Beale piensa que sí. Vio la copia, ya se lo dije, y era incompleta. Pero averiguó lo bastante como par convencerle de que era la inscripción completa de la localización del Planeta Negro.
—Pero, ¿cómo...?
—¿Y cómo puedo saberlo? Tal vez el pueblo alado visitó en una ocasión la Tierra, quizá alguien encontró el Planeta Negro por accidente y recordó sus coordenadas espaciales, y las escribió donde las tuviera seguras... en un brazalete. En alguna forma, su tatarabuela lo obtuvo.
Esterling contempló el aro dorado.
—No me lo creo.
—¿Se enrolará conmigo como sobrecargo, para ir en busca del Planeta Negro? Según parece, por sus ropas, un trabajo no le iría mal.
—Seguro que no. Pero un trabajo como ese...
—De cualquier modo, hable con Beale. Le convencerá. Esterling hizo una mueca.
—Lo dudo. No obstante, supongo que no tengo nada que perder. —Miró de nuevo el brazalete—. De acuerdo, lo veré.

Damon se alzó, echando unas monedas en la manchada mesa de aleación metálica. Esterling acabó su «satha», consciente de que la traicionera destilación marciana estaba afectándole.El «satha» actuaba así. Le daba a uno una engañosa claridad fría que escondía su potencia. Los marcianos, con su diferente metabolismo, podían tomarlo; pero era peligroso para los terrestres. Y ahora era doblemente peligroso para Esterling. Caminó junto a Damon a lo largo de la curvada calle, alzándose sobre él los adornados y aparentemente frágiles edificios de Polonorte Marte... aquellos que no estaban en ruinas. Era posible erigir altas torres en Marte, dada la escasa gravedad, pero los frecuentes terremotos que agitaban el viejo planeta derrumbaban a 'menudo esos edificios convirtiéndolos en ruinas. Cerca del espaciopuerto esperaba un hombre, delgado, parecido a un enano de un cuento de hadas, y con un rostro magro y anguloso. Estaba atusándose un desmeñado bigote y temblando por el frío en su delgada ropa blanca.

—Me han tenido esperando mucho tiempo —dijo, quejándose, y su voz era un gemido agudo—. Estoy casi helado, maldita sea. ¿Es ese Esterling?
—Esterling... Beale. Tiene el brazalete. Los dedos de Beale volaron hacia su boca, y sopló sobre ellos.
—Cielos, eso es un descanso. Hemos estado buscándole por todo el Sistema, amigo. Hace una semana nos enteramos de que había embarcado desde lo para Polonorte Marte, así que vinimos hacia aquí a toda velocidad para esperarle. Supongo que el capitán le ha hablado del Planeta Negro.

Esterling se sentía algo enfermo en aquel aire helado. Tuvo un momento de duda, preguntándose si Damon habría drogado sus bebidas. Automáticamente, su mano saltó a su cinturón, pero había empeñado su pistola aquella mañana.

—Habla con él —dijo Damon—. Yo me cuidaré de la nave.
Desapareció en las sombras. Beale miró hacia arriba al nórdico.
—¿Le importaría dejarme ver el brazalete? Gracias...
Miró miópicamente al aro de oro. Las dos lunas daban escasa luz, y Beale sacó una pequeña linterna. Su respiración silbó.
—Santos cielos, señor Esterling, no puede usted tener ni idea de lo que esto significa para mí. Ya sabe que la copia del Museo de Estocolmo es incompleta. Algunas de las runas son ¡legibles. Pero esto...
—¿Dice dónde se puede encontrar... ese mundo negro? Estoy algo borracho, pero todo ese cuento me suena a cosa de locos.
Beale parpadeó.
—No hay duda. No hay duda. Las leyendas acerca del Valle de los Reyes en Egipto parecían cosa de locos hasta que finalmente fueron descubiertas las tumbas. La leyenda de fes Valquirias, las mujeres voladoras, está muy extendida por el espacio. Hay algunos indicios... Razoné por inducción. Todo encajaba. Estoy totalmente convencido de que hay un planeta así, y de que hace cien mil años el pueblo alado visitó nuestro propio planeta. Dejaron trazas. Quizá hayan muerto ya, pero sus artefactos, permanecen.
—¿Sí?
—Cogí esto en Venus. Lo habían encontrado flotando libremente en el espacio. ¿Qué es lo que ve en ello? —Beale rebuscó por sus bolsillos y sacó un trozo de hueso y una pequeña varilla del grosor de un lápiz.
Esterling los examinó con un asombrado interés.
—Parece un omoplato humano... o parte de él.
—¡Sí, claro! ¿Pero y la extensión... la prolongación? ¡Es la base ósea para un ala, amigo! Fíjese en esa construcción de encaje a bola, y los surcos en los que han jugado los tendones, lo bastante fuertes como para mover alas.
—¿Una deformidad?
—Ningún científico estaría de acuerdo con usted —dijo secamente Beale, colocándose de nuevo el hueso en el bolsillo—. Mire la varilla.
Esterling no le podía extraer ningún significado.
—¿Es una arma?
—Actualmente es un arma sin energía. La desmonté. Está basada en un principio totalmente distinto a todo lo que conocemos. Quizá funcione por emisión de cuantos atómicos. No lo sé. Pero espero averiguarlo, y tan sólo hay un lugar en el que pueda hacerlo. El nórdico se frotó el mentón.
—Así que la clave está en mi brazalete. Y quieren que me una a ustedes, ¿no?
—Andamos faltos de gente. Hay dificultades... —Beale se estremeció de nuevo, mirando hacia el oscuro espacio-puerto—. Soy un hombre pobre, y cuesta mucho dinero el aparejar una nave.
—Creí que Damon tenía una: la «Vulcan».
Antes de que Beale pudiera responder, se oyó desde la oscuridad un débil silbido. El científico contuvo el aliento.
—De acuerdo —dijo—. Venga.

Tomó del brazo a Esterling y lo urgió para que fuera hacia el campo. Allí se alzaba una nave, brillando con un apagado reflejo plateado a la luz de las dos lunas. Recortado contra la portezuela de entrada estaba Damon, agitando un brazo, Beale dijo:

—Apresúrese —con voz recortada, y -echó a correr.
El «satha» había abotargado los sentidos de Esterling, o Damon había drogado su bebida. Notaba que algo no iba bien, pero una pesada y lánguida losa yacía sobre su mente, haciendo que el pensar necesitase de un tolerable esfuerzo. Dejó que lo guiaran hacia la nave. Damon se inclinó hacia abajo, tomó su mano y lo alzó. El hombre era asombrosamente fuerte, a pesar de su frágil constitución. Esterling, perdido el equilibrio, golpeó contra una plancha y rozó ásperamente contra la pared de la portezuela. Se giró a tiempo para ver como Beale subía, como si fuera una araña. Sonaron pasos. Un hombre con uniforme de policía del puerto llegó corriendo a través del campo, alzando la voz en un grito. Esterling vio como Beale se giraba, mordiéndose nerviosamente los labios, y sacaba un arma. Disparó desde la compuerta, golpeando la bala justamente entre los ojos del policía. El shock de esto despejó abruptamente a Esterling, pero antes de que pudiera moverse Darrion lo metió de un empujón en la nave. A lo lejos, comenzó a oírse el lamento de una sirena.

—¡Maldita sea! —dijo Beale, y subió corriendo a la cabina. Las válvulas se cerraron con un golpe sordo. Esterling, con el cuerpo entumecido por el licor o las drogas, dio un paso hacia adelante.
—¡Vigílalo, Beale! —saltó Damon—. Tengo que despegar.
El arma del científico apuntó a Esterling. Beale se humedeció los labios.
—Santos cielos —estalló—. ¿Por qué todo tiene que funcionar mal siempre? No se mueva, señor Esterling.
Damon se había acomodado en la silla de control. Habló brevemente por el micrófono, y luego apretó los botones de los cohetes. El suelo empujó salvajemente contra los pies de Esterling. Beale se alzó y agarró una anilla sujetadora.
—Agárrese —ordenó—, Así está bien. No tenemos tiempo para salir por una órbita suave. Nos perseguirán...
—Nos persiguen —dijo secamente Damon. Esterling miró al visor. Polonorte Marte estaba cayendo hacia abajo, y la nave patrullera se estaba elevando con un estallido de rojo fuego de cohetes. El suelo se agitó turbadoramente mientras Damon jugaba con los controles.
—Obviamente, esta no es su nave, capitán —dijo Esterling.
—Naturalmente que no —cortó Beale—. Pero teníamos que obtener una. No vigilan los espaciopuertos, así que Damon contrató a una docena de vagabundos y los armó.. Eran lo bastante como para ocuparse del retén de tripulación, así que...
—Así que mataron a la tripulación. Y lo he entendido. Sin girarse, Damon dijo:
—Correcto. Llevamos una tripulación de ineptos borrachines que no distinguen un cohete de una válvula de escape. Usted nos irá de perilla, Esterling, pues usted es un marino de primera.

La nave se agitó violentamente. Las planchas estaban al rojo vivo por la fricción con la atmósfera, y ahora el visor resultaba inservible. Pero era necesaria la aceleración para obtener la velocidad de escape. El casco, como bien sabía Esterling, era lo suficientemente resistente. No corrían peligro por la fricción. El verdadero peligro estaba en el patrullero.

—Es una nave rápida —gruñó Damon—. Una vez estemos fuera de la esfera de atracción, estaremos a salvo. Nadie nos podrá alcanzar. Ahora...
Dio más energía. El brillo rojo en el visor se fue apagando. Estaban fuera de la atmósfera. El patrullero era visible, con puntitos de luz llameando desde sus costados. Beale hizo una mueca.
—Torpedos magnéticos, ¿no? Vamos... vamos a morir. Damon. ¿Teníamos que correr estos riesgos?

Entonces ocurrió. El «Vulcan» pareció detenerse a medio camino, atravesando todo su casco una chirriante y agitadora vibración. Esterling sintió cómo el suelo caía bajo él. Fue aplastado contra la pared, quedando sin aliento en una exhalación agonizante. Vio como Beale colgaba todavía de la anilla, saltando y balanceando su delgado cuerpo como un títere de sus cuerdas. Damon fue golpeado contra el tablero de instrumentos. Se semiirguió, echando sangre por su cara herida. Sin embargo, aún estaba vivo. Sus dedos se dirigieron a los botones. Beale estaba gritando:

—¡Torpedo! ¡El aire...!
Damon lo maldijo con voz espesa, ininteligible. Se limpió la sangre de los ojos y miró por el visor. Bajo sus rápidas manos, la nave saltó de nuevo, fintó, y corrió hacia adelante como un galgo desatado. Ahora parecía más rápida.

—¿Hay escapes? —preguntó tranquilamente Damon.
Beale seguía agarrándose a la anilla, con los ojos cerrados y el rostro grisáceo. Esterling dudó un momento y luego hizo un recorrido por la cabina de mando, escuchando en las puertas y las válvulas en busca de cualquier silbido que traicionase un escape de aire.
—Pruebe con un cigarrillo —dijo Damon—. ¿Tiene uno? Tenga —le tendió un paquete manchado de sangre.
Esterling contempló como el humo salía en volutas de su nariz. La única corriente de aire era la producida por el sistema de ventilación, así que todo iba bien. Hizo una pequeña seña con la cabeza. Los negros ojos de Damon parecían como hielo.
—He estado tratando de entrar en contacto con la gente. Estaban en la amura. No he obtenido respuesta. ¿Qué le parecería si se pusiese un traje estanco y fuera a ver qué pasa?
—De acuerdo —dijo Esterling. Se dirigió a un armario y sacó un traje espacial reglamentario, introduciéndose en él con la facilidad dada por la práctica—. ¿Qué hay del patrullero?
—Lo estamos dejando atrás.
Beale se deslizó hasta quedar sentado en el suelo, sosteniendo la pistola con ambas manos. Estaba rezando en murmullos, pero se interrumpió para murmurar:
—Sáquese los cohetes, señor Esterling.- No deseamos que nos abandone.

El nórdico apretó los labios, pero una mirada al cañón del arma, apuntado directamente contra su corazón, le hizo asentir con una sardónica resignación. Se sacó el arnés de los cohetes y lo dejó caer al suelo. Salió a través de la compuerta del casco, accionando Beale los mandos. Marte ya estaba muy atrás, una apagada esfera rojiza recortada contra el negro cielo. Las suelas magnéticas de sus botas lo mantenían firmemente adherido contra el casco, y trabajosamente adelantó hacia la amura. Si tuviera su arnés de cohetes... Sin él, la gravitación del navío, lo aprisionaba. No podía escapar. ¿Dónde estaba el patrullero? No podía localizarlo entre las estrellas. Bueno, ya no importaba. Estaba bien metido en aquel lío. Su aliento empañó la mirilla transparente de su casco, por lo que conectó la rejilla calefactora. Se sintió enfermo al alcanzar el lugar en que se había encontrado la amura. Toda aquella parte de la nave había sido arrancada. Fragmentos metálicos y restos humanos estaban pegados contra el casco, mientras que un negro fluido grasiento lo cubría, fluido que Esterling identificó como combustible para cohetes. Hizo una pausa en el torturado borde del orificio, mirando hacia el interior del agujero que había producido la explosión. Tras un momento, respiró profundamente y se introdujo en la oscuridad. Diez minutos más tarde, regresó a la cabina de mandos, sacándose el traje. Beale continuaba rezando. Damon estaba en los controles, enjuagándose el sudor del rostro con un pañuelo carmesí. Le miró.

—¿Y bien? ¿Qué daños hay?
—Sólo quedamos nosotros tres con vida.
—¿Qué daños ha sufrido la nave? —gimoteó Beale—. ¡Santos cielos, amigo, eso es lo realmente importante! Esterling hizo una mueca disgustado.
—¿Sabían que el «Vulcan» iba repleto con un cargamento de combustible para cohetes?
—¿Y qué? —preguntó Beale.
Damon se giró de un salto, con una fría rabia en sus ojos. Enseñó los dientes en una mueca de ira.
—¡Maldición! —la exclamación explotó en sus labios.
—Sí —dijo Esterling—. Toda la parte delantera de!a nave está destruida, y las mamparas internas no resistirán la fricción atmosférica. Cuando entremos de nuevo en una atmósfera, las planchas se calentarán mucho. El combustible para cohetes no puede explotar sin calor ni oxígeno, así que estamos a salvo mientras nos hallemos en el espacio. Pero en el mismo momento en que entremos en una atmósfera estallaremos como una bomba.
—¡Santos cielos! —jadeó Beale, temblándole los labios—. ¡Damon, tenemos que deshacernos de todo ese combustible!
El capitán dio un bufido.
—¿En el espacio? No podemos. La gravedad de la nave volvería a metérnoslo.
—¡Entonces tenemos que buscar un planeta sin atmósfera y descargarlo allí! Damon señaló al visor.
—El patrullero está siguiéndonos. Vamos más rápidos, pero nos dará alcance en el mismo momento en que disminuyamos la velocidad. No. Tenemos que seguir hasta que lo perdamos de vista. Después de eso...
—Sí. Supongo que eso es lo mejor. ¿Entonces, nos dirigiremos hacia afuera?
—Es la ruta más segura. Iremos hacia Plutón. Esterling encendió un cigarrillo.
—Están ustedes atrapados. No pueden esquivar al patrullero. ¿Por qué no se dan por vencidos y lanzan una humareda blanca?
Beale negó con la cabeza.
—No podemos hacerlo. Una vez lleguemos al Planeta Negro estaremos seguros.
—Mejor será así —dijo Damon—. Tan solo para que se sientan mejor, les diré que el «Vulcan» no sirve ya para nada. Los tubos han sido alcanzados. Podemos realizar un aterrizaje de emergencia, con las escafandras, pero no podremos elevarnos de nuevo. ¿Sigues creyendo que encontraremos astronaves en ese Planeta Negro?
—Sí. Seguro que sí. El pueblo alado visitó la Tierra, al igual que otros planetas, en el pasado. Naturalmente, corremos un riesgo, pero...
—Es un riesgo que tenemos que afrontar —Oamon miró sardónicamente a Esterling—. ¿Quiere un arma?
—¿Eh?
—Tenga —el capitán le lanzó una automática de aire comprimido—. No sé qué es lo que encontraremos en el Planeta Negro, pero pueden surgir complicaciones. En cualquier caso, no tendría ningún significado que usase esa arma contra nosotros. ¿O es que cree que la patrulla iba a tragarse el que lo habíamos raptado?
Lentamente, Esterling se enfundó el arma.
—Supongo que no. Pero está usted corriendo un riesgo.
—No lo creo. Repartiremos con usted todo lo que encontremos en el Planeta Negro. Según Beale, eso será mucho dinero. Suficiente para sobornar a la ley. Intente algún truco, y lo mejor que podrá esperar es un juicio de la patrulla, con todas las cartas en contra de usted. Infierno, guarde la pistola —terminó encogiéndose de hombros—. No es usted ningún tonto. Seguirá el juego.
—Sí —dijo Esterling—. Creo que no tengo elección.

Damon rió para sí. Mutilada, rota, convertida en una mortífera bomba de tiempo, la «Vulcan» atronaba por la eterna noche del vacío. El cinturón de asteroides quedaba hacia atrás, con su parpadeante danza de luces de los pequeños mundos. El inmenso Júpiter se hacía cada vez más grande, un globo color perla con una herida escarlata abierta en su superficie... Luego, Júpiter se fue achicando y desapareció. Saturno y su anillo se hallaban al otro lado del sistema, pero Urano los contemplaba en la pantalla del visor. Se hallaba ya fuera de la Zona de Vida, Hacía demasiado frío, y estaba demasiado lejos del sol para que aquí la vida existiese excepto bajo condiciones artificiales. Aquí y allí, en heladas lunas, se veían algunos escasos domos espaciales, las avanzadillas de solitarios pioneros. Pero no había demasiados. Urano era la frontera, la barrera invisible más allá de la cual no era aconsejable aventurarse. El mortal vacío de las soledades interestelares había extendido sus dedos de tremendo frío y tocado los mundos que giraban demasiado lejos del sol. Estaban malditos. Allí habían sido halladas piedras de ciudades arruinadas, artefactos tan antiguos que ninguna remota raza humana podía haber fabricado. Las heladas marcas del espacio y el tiempo, pulsando en ritmos que eónica duración, habían subido hasta enterrarlos, y luego habían retrocedido un poco.

Nunca había estado tan lejos. En las largas semanas a bordo del «Vulcan», se produjo un cambio en Nils Esterling, una herencia de su sangre que se abrió camino hacia la superficie, y trajo todo el misticismo latente de su raza. Estaba sondeando mares desconocidos, tal y como habían hecho sus antepasados, y algo que se encontraba en lo profundo de su ser, atávico y potente, se despertó a la vida. Hay una leyenda que dice que a los espacionautas se les hielan sus almas en el primer viaje. Esterling tan sólo había estado lejos de la Tierra por pocos años, pero esos años habían sido mortíferos. Los viajes planetarios eran tareas agotadoras y abrumadoras para los hombres que van en las naves. Y en los lejanos y exóticos mundos del sistema, no hay nada similar a las verdes praderas y azules océanos de la Tierra. El ocre rojizo de fiarte quema la vista; las nieblas de irritante color amarillo de Venus se le meten a uno en los poros; la parpadeante luz en cascadas de Calixto altera los nervios hasta dejarle a uno medio loco. Los hombres no viven mucho en el espacio... ¡no! Así que, mientras viven, le sacan todo lo que pueden a la vida. Hay las ardientes destilaciones del musgo de Tierra-azul, potentes productoras de sueños. Hay el frío y atontador «satha», y también el dulce licor «minga» que hacen en Ednes, en Venus. Y el whisky «segir», que transforma la mente en fuego rojizo. Hay la absenta de la Tierra y el Fruto de los Mundos que hacen los negros monjes de lo. Y hay drogas. Todos los vicios del sistema están a la disposición de quien puede pagarlos. Nils había recorrido ese oscuro sendero, pues poco hay donde escoger. En escasos años, se había vuelto frío, inquieto, amargado. Había saboreado la exultación del vuelo espacial, y tras eso la Tierra le hubiera parecido aburrida. Ante él quedaban algunos años, períodos alternantes entre arduos viajes y locas orgías. Nada más. Al final, la muerte y un entierro en el espacio.

La vida lo había endurecido, construyendo una dura coraza bajo la cual había muerto el antiguo idealismo, convertido en rescoldos. Pero ahora... había un diferencia. Tres mil años antes, sus antecesores se habían hecho vikingos, partiendo sus navíos de rojas velas de los fiordos del Norte. Inquietos, habían seguido adelante hasta mares desconocidos. La atracción de los misterios, de la exploración, los hacía proseguir. Esto es lo que daba un motivo ahora a Nils Esterling. Hacía ya tiempo que habían dejado atrás al patrullero. Estaban totalmente solos, en un vacío casi inconcebible para la mente humana. El brillo frío e inmóvil de las estrellas no hacía sino dar mayor relieve a su aislamiento. Día tras día, la nave cruzaba el vacío, y nada cambiaba; el sol continuaba siendo una amarillenta estrellita, y la Vía Láctea se tendía a lo ancho del oscuro cielo como el Puente Bifrost que llega hasta Asgard, Bifrost, el Brillante Arco Iris a lo largo del cual cabalgan las Valquirias, llevando las almas de los guerreros muertos en batalla. De hecho, la leyenda no quedaba fuera de lugar en este sitio inhumano, vacío sin aire en el que el hombro tan solo entraba como un intruso, aventurándose en pequeñas naves que un meteoro podía destruir con facilidad. Nils Esterling sentía el misticismo de los lugares lejanos introduciéndose en su alma. Lo había sentido ya en otra ocasión, en el Valle del Eúfrates, en el que la Creación había puesto el Jardín del Edén, y de nuevo en la Isla de Pascua, frente a los silenciosos titanes tallados cuyos orígenes se perdían en el pasado.

Había puertas y barreras, pensó: murallas construidas para impedir que los intrusos se aventurasen demasiado lejos. El hombre no había conquistado el espacio. Había alcanzado los mundos más próximos, pero más allá, en la vastedad de las galaxias, yacían misterios. ¡Aún más cerca que eso! Un Planeta Negro, girando mayestático, invisible, al borde del Sistema, guardando sus secretos... ¿Cuáles eran esos secretos? En algunas ocasiones, el escepticismo volvía de nuevo, y Esterling se reía de su propia credulidad. ¿Cómo podía haber permanecido un planeta durante edades sin descubrir, más allá de la órbita de Plutón? Tendría que haber sido invisible. Pero ya en el siglo XX los astrónomos habían sospechado la existencia de un mundo transplutoniano, uno tan lejano del sol que su influencia era desdeñable, un mundo no visto, perdido en la increíble inmensidad del espacio. Sí, el Planeta Negro podía existir. Beale pasaba horas realizando complicados cálculos. Había calculado la posición según las ruinas del brazalete de Esterling, y Darrion cambió el rumbo de acuerdo con esto. El pequeño científico observaba el visor, usando la lente telescópica, pero no podía divisar su objetivo.

—Debe de ser invisible —decía—. Es una buena señal. Esterling se lo quedó mirando.—¿Por qué?
—En el plano natural, no hay duda que normalmente sea invisible, al menos de tamaño planetario. Esto significa que el enmascaramiento fue creado artificialmente. Los físicos han especulado sobre la posibilidad de una negaesfera...
—Yo he visto planetoides de un negro total —intervino Damon—. Uno no los veía hasta que estaba a unos pocos centenares de kilómetros.
—Los planetoides son pequeños, y se puede detectar su presencia por oclusión. Una negaesfera artificial tendría la propiedad de alterar el camino de los rayos luminosos. Ya saben que las estrellas enanas pueden atraer hacia ellas la luz. Una negaesfera podría alterar su camino alrededor del planeta. El mundo no ocultaría ninguna estrella tras su masa.

Contemplaron el visor, pero no había nada allá afuera excepto los helados ríos de estrellas en el cielo nocturno. El tiempo se arrastraba monótonamente. No había ni amanecer ni atardecer; comían cuando tenían apetito, dormían cuando estaban cansados. Y, siempre, el navío condenado volaba por la oscuridad. Hasta que... No hubo ningún aviso previo. En un momento se hallaban en el espacio vacío. Al siguiente, Damon, en los controles, dio un seco grito y cortó los cohetes. La pantalla llameó con color blanco. Una campana comenzó a zumbar en tono agudo.

—¿Qué pasa? —Beale se apresuró a llegar hasta donde estaba Damon, inclinándose sobre el hombro del capitán. Contuvo el aliento. Esterling lo echó a un lado, mirando al visor.
En la pantalla se veía un mundo, grande, luminoso, claramente recortado contra el neblinoso fondo de estrellas. Había surgido de la nada. Pero no era negro, brillaba con una fría y móvil radiación. A través de él se movían mareas de luz viviente.
—El Planeta Negro —dijo Damon—. Pero...
La voz de Beale sonaba aguda por la excitación:
—¡«Había» una negaesfera! La atravesamos sin darnos cuenta. ¡Naturalmente! No es una barrera tangible; tan solo es una cáscara vacía de oscuridad alrededor del planeta. Aquí, al borde del Sistema... —se quedó silencioso, contemplando el inmenso planeta que aparecía como una joya frente a ellos.
—Estamos en la atmósfera —dijo Esterling—. Miren a esas estrellas... ¿No las ven neblinosas? No podemos permanecer en la nave.
Damon colocó al «Vulcan» bajo los controles automáticos, dando vueltas haciabajo en una espiral decreciente. La campana de alarma continuaba sonando.
—Sí, será mejor que nos metamos en los trajes. ¡Vengan!

Hicieron los últimos, ajustes. Un golpe descoyuntador recorrió la nave. Esterling cerró de un golpe el casco, comprobó si tenía el arnés de cohetes y el arma, y trastabilleó torpemente hasta la compuerta a causa de las pesadas botas del traje. Abrió la válvula. Hizo una pausa en el borde del vacío espacio, mirando hacia abajo. Muy por debajo de él yacía el brillante planeta. No podía medir su tamaño. Ahora se veían menos estrellas; la negaesfera no parecía bloquear su luz, pero la atmósfera sí que lo hacía. Hubo -un instante de enfermizo mareo cuando salté. Luego, cayó hacia abajo, y el pánico apretó su garganta. Instintivamente, apretó la palanca que activaba su arnés de cohetes, y su caída se vio frenada. Dos figuras pasaron a gran velocidad a su lado, grotescas en sus trajes: Beale y Damon. Desaparecieron. Cayó de nuevo; todavía quedaba un largo camino hacia abajo, y no deseaba gastar su combustible. La «Vulcan» lo adelantó lentamente, con sus tubos funcionando espasmódicamente, picando hacia su destrucción. De la destrozada amura surgió una llamarada. Eso significaba que había oxígeno en la atmósfera. Un funeral vikingo para los muertos de la nave, pensó Esterling. Contra la oscuridad del cielo, brilló repentinamente un rojo fuego. Era como un faro... Golpeado por este nuevo pensamiento, miró hacia abajo. Seguramente las llamas atraerían la atención, si es que había alguna clase de vida en el planeta negro. ¿Pero qué vida podía existir en aquel aperlado y brillante globo, recorrido por mareas luminosas? Siguió cayendo. La «Vulcan», ardía, rojo sobre negro. ¿Cuántos espacionautas habían contemplado visiones similares, contemplando sus naves destruyéndose, mientras ellos quedaban solos en el espacio, sin esperanzas de rescate? Ningún marino náufrago podía jamás haber sentido ni la décima parte de la total desolación que le oprimía desde el vacío. Los mares de la Tierra eran amplios, pero los mares del espacio no tenían costas. No podía ver a Beale ni a Damon. ¿Qué ocurriría cuando alcanzase el mundo de allá abajo? ¿Lo tragarían aquellas mareas brillantes? No podía haber ninguna clase de vida allí.

Vacío, y sensación de caída. Una languidez hipnótica que abotargó el cerebro de Esterling. A lo largo del cielo brillaba la Vía Láctea. Bifrost, por donde cabalgaban las Valquirias, las doncellas guerreras de Asgard. Las Valquirias... Alrededor suyo batieron silenciosamente unas alas. Durante un segundo que pareció durar siempre, un rostro contempló a Esterling. La sangre batió en sus sienes. Era una alucinación, pensó, ¡porque ella no podía existir! Su cabello era amarillo paja, sus ojos azules como los mares del sur. Ninguna curva de su esbelto cuerpo queda-daba oculta por la única prenda de gasa que la cubría, y en toda su vida Esterling nunca había visto a una muchacha que fuera la mitad de hermosa que esta. ¡Ni la mitad de extraña! De sus espaldas surgían alones; mientras que alas, brillantes con luz iridiscente, la mantenían en el aire. ¡Tenía alas!

Por un momento, la muchacha se mantuvo allí, mirando curiosamente a Esterling. Luego, un toque de malicia iluminó sus ojos azules. Hizo un movimiento rápido... Y Esterling perdió la estabilidad debido a un violento tirón dado a su arnés. Todavía cayendo, giró lentamente en el aire, a tiempo para ver a una segunda muchacha, casi un duplicado de la primera, que se llevaba su arnés de cohetes. Lo había arrancado... y Esterling caía libremente, ¡sin duda para detener su descenso hacia el brillante planeta de allí abajo! Su garganta se secó por un repentino pánico; desenfundó su arma. Aparentemente, las muchachas aladas conocían el significado de las armas. La que llevaba el arnés lo dejó caer, y en perfecta sincronización se abalanzaron hacia Esterling. Impedido como se hallaba por la engorrosa escafandra, no tenía nada que hacer. Una mano aferró su brazo. Tiraron del arma hacia atrás y hacia arriba. Cayendo a través del espacio, no podía ejercer palanca, no tenía forma de hacer fuerza. Inerme, luchó contra las Valquirias.

Desde el principio supo que era inútil. Ellas se hallaban en su propio elemento, ágiles, fuertes, hábiles. Al final, les dejó que le arrancaran el arma, cuando una desesperación suicida le invadió. Pero al parecer las muchachas no querían que muriese. Sus brazos lo aferraron, mientras las, grandes alas pulsaban y batían. La caída de Esterling se vio frenada. Muy por debajo, el planeta fue creciendo. Las mareas de luz recorrían su superficie. Llenaba casi medio cielo. La «Vulcan», todavía en llamas, cayó y fue tragada por el brillo luminoso. El mundo se hizo cóncavo, y luego plano. La perspectiva cambió. La esfera ya no colgaba en el vacío; había un enorme océano en movimiento por debajo. En ese brillante mar se veían islas que navegaban bajo la acción de las tremendas mareas como si fueran naves. En las islas se alzaban ciudades, de aspecto frágil, con una curiosa arquitectura diferente a cualquiera otra que Esterling hubiera visto antes. No había ninguna planificación regular. Algunas de las islas eran grandes, otras pequeñas. Pero todas eran como jardines, consteladas de nubes de torres y minaretes que parecían lustrosas joyas. Las Hespérides, las Islas Afortunadas. Océano de luz viva se estrellaban contra esas extrañas cotas. Las islas se movían mayestáticamente a través de los ondulantes y móviles mares, como pecios de un planeta perdido. Esterling cayó hacia una de ellas, prisionero de las Valquirias. Vio sobre las torres a una miríada de formas voladoras, moviéndose con grácil sencillez. ¡El pueblo alado! No todo eran mujeres. Había también hombres, con alas más fuertes y oscuras.

Sobre Esterling se alzaron paredes. Estaba siendo transportado por un conducto circular. Tuvo un instante de enfermiza confusión, durante el cual fue medio cegado por alas que batían y se agitaban a su alrededor. Luego notó cómo los fuertes brazos se relajaban. Bajo sus pies había terreno firme. Se encontraba en una pequeña plataforma de algún material plástico teñido de azul. Tras él se abría, en la pared, un corredor. Por debajo de sus pies el pozo se hundía hacia profundidades desconocidas. Las Valquirias aterrizaron junto a él. Notó gráciles dedos que trasteaban en su casco. Y la mirilla fue echada hacia atrás. El aire del nuevo mundo se precipitó en sus pulmones. Una bocanada le demostró que no había ningún peligro. Era puro, fresco y dulce, con una sutil sensación cosquilleante que casi producía intoxicación. Los azules ojos sonrieron a Esterling.

—«D'rn sa asth'neeso —las palabras no tenían ningún significado, pero sí el gesto que las acompañó. Esterling dudó. Una Valquiria pasó a su lado, recogió sus alas como si fueran una capa a su alrededor y penetró en las profundidades del pasadizo.
—«¡lyan sa!»

La siguió, con la otra muchacha pisándole los talones. Apartaron un tapiz, y se encontró en un apartamento, obviamente una alcoba, aunque no construida para humanos. Las paredes eran transparentes como el cristal. Al parecer, se hallaba en una de las torres más altas. Bajo él se extendía la ciudad. Más allá, la lujuria de un bosque exuberante, y aún más allá el deslumbrador torbellino del mar luminoso. El pueblo alado volaba y planeaba por entre las torres. La Valquiria que Esterling había visto en primer lugar se acercó murmuró unas pocas sílabas líquidas y gorgoteantes, y su compañera desapareció. Luego, sonriendo sin miedo ante la vista de Esterling, golpeó el pecho de su traje espacial e hizo un gesto interrogativo. Su voz sonó dura en el silencio:

—Sí. Creo que no necesito esto. —Satisfecho, se sacó la molesta vestimenta y el casco. La muchacha se señaló el pecho.
—Norahn —lo repitió— Norahn... Norahn.
—Norahn —dijo Esterling. ¿Su nombre? Imitó su gesto—. Nils.
Se oyó un ruido de pasos tras ellos. Un grupo de Valquirias apareció por detrás de la cortina, llevando entre ellas a dos figuras que se debatían: Beale y Damon. Se detuvieron al ver a Esterling. Damon abrió su casco.
—¿Qué es esto? ¿También le cogieron su arma?
—Tómenlo con calma —dijo Esterling—. Son amistosas. El que estemos aún con vida lo prueba.
Damon gruñó y comenzó a sacarse el traje, Beale, moviendo silenciosamente sus labios, hizo lo mismo. Las Valquirias se echaron atrás, como esperando.
—Norahn —dijo Esterling indeciso—. La muchacha le sonrió.
—«Vanalsa inio.»

Señaló a la puerta. Una Valquiria entró, llevando una gran bandeja llena de frutas, desconocidas para los terrestres. Norahn cogió un globo escarlata y le dio un bocado, ofreciéndoselo luego a Esterling. El sabor era extraño, pero ácidamente placentero. Damon gruñó, se sentó en el suelo y comenzó a comer. Beale se mostró más dubitativo, olisqueando cada fruto cuidadosamente antes de probarlo, pero pronto los tres hombres se estuvieron atiborrando. Era un cambio muy apetecible después de las raciones espaciales. Casi no se dieron cuenta cuando las Valquirias se fueron marchando. Tan solo quedó Norahn. Tocó la esfera roja que Esterling estaba comiendo y dijo:

—«Khar. Khar.»
—«Khar. Norahn.»
Con la boca llena, Beale espetó:
—Un buen signo. Se están tomando la molestia de enseñarnos su lenguaje. Santos cielos, todavía no puedo acabármelo de creer. Toda una raza de gente voladora...
—«Khar», Nils. «Khar.»

El tiempo no existía en el mundo de las Valquirias. Las islas flotadoras erraban con las mareas brillantes, llevadas por una corriente incesante que giraba alrededor del mundo. Lo que era aquel extraño mar era algo que nunca pudo averiguar Esterling. No era agua, aunque uno se podía bañar en ella. El pueblo alado picaba, se zambullía bajo la superficie, y salían con brillantes gotitas cubriendo sus cuerpos. Tal vez fuera radiactividad. O cualquier otra fuente de energía menos comprensible, una fuerza extraña que hacía que el Planeta Negro fuera diferente al resto del sistema. Norahn les dijo, cuando hubieron aprendido a hablar su idioma, que el planeta procedía del exterior. En la antigüedad, antes de lo que el pueblo alado recordaba, había girado alrededor de otro sol, situado a años-luz de distancia. En aquel entonces habían estado en su edad de la ciencia. Ya no tenían ninguna necesidad de esa ciencia ahora, aunque los útiles permanecían. Los ojos de Beale se iluminaron.

—No tenemos archivos, ni recuerdos. Fue hace demasiado tiempo. Creo que hubo una guerra, y que nuestra gente huyó, moviendo este planeta como si fuera una nave.

Atravesaron el espacio. Hace mucho, visitaron los planetas de este sistema. Contenían vida, pero la vida no era inteligente. Y tuvieron miedo de que sus enemigos les siguieran y los destruyeran. Así que construyeron la negaes-fera, para ocultarse de aquellos que pudieran perseguirlos. Esperaron. Los años pasaron. Los siglos pasaron, y las edades. Y cambiamos. Las alas de Norahn se extendieron.

—Se olvidó la ciencia; no teníamos ninguna necesidad de ella. Volamos. ¡Volamos! —brevemente, se le iluminaron los ojos con éxtasis—. Tal vez sea decadencia, pero no le pedimos nada más al universo. Ha pasado mucho tiempo desde que cualquiera de nosotros se aventurara fuera de la negaesfera. En realidad, está prohibido. Cae una maldición sobre todos los que abandonan este mundo.
—¿Una maldición? ¿Qué...?
—Eso no lo sé. Algunos se aventuraron en naves, pero no regresaron. La vida es buena aquí. Tenemos nuestras alas, y nuestras ciudades. Cuando llegamos cerca de la Oscuridad, emigramos.
—No comprendo eso —dijo Esterling—. ¿Qué es la Oscuridad?
—Pronto lo sabrás. Las mareas nos están acercando a ella, y pronto tendremos que buscar otra isla. Ya lo verás...
En el horizonte se alzaba una muralla de oscuridad. Una monstruosa montaña de nebuloso negro, iluminada morbosamente por relámpagos rojos que chisporroteaban intermitentes entre la oscuridad. La isla flotaba hacia ella... y el pueblo-pájaro se preparó para partir.
—No puede existir vida en la Oscuridad —dijo Norah—. La única tierra que hay en este mundo son las islas flotadoras, y siguen la marea. Mientras están en el lado de la luz, podemos vivir en ellas. Cuando entran en la Oscuridad, buscamos otra isla, hasta que dan media vuelta al planeta y vuelven a surgir de nuevo.
Esterling miró a la gran nube.
—¿Y qué pasa con vuestras ciudades? ¿Resultan dañadas?
—No, lo encontramos todo tal y como lo dejamos. Nuestros sabios dicen que hay una cierta radiación en la Oscuridad que destruye la vida, tal y como hay otras radiaciones aquí, en el mar, que nos dan energía y nos hacen alados.
—¿Cómo...?
—No lo sé. Tan sólo hay leyendas —Norahn se alzó de hombros—. En realidad, no importa. Dentro de unas horas tendremos que partir hacia otra isla. Estad preparados.

Esterling nunca olvidaría aquella extraña emigración a través del brillante mar. El pueblo alado se elevó como una nube, llevando las escasas posesiones que necesitaban, que no eran demasiadas. Dos Valquirias transportaban a Esterling; otras se hicieron cargo de Beale y de Damon. Sus grandes alas los transportaron fácilmente por encima del océano. Tras ellos, la isla desierta flotó hacia la Oscuridad. Mirando hacia atrás, Esterling notó como un escalofrío lo recorría. Su sangre nórdica le dio un aviso repentino. Pensó en Jotunheim, el lugar de la noche, en donde los Gigantes Helados esperan su hora para abalanzarse contra los Aesir... La nueva isla era como la primera, aunque mayor, y con una mayor extensión de bosque. Y la vida no cambió. Los tres terrestres tomaban escasa parte en ella; sin alas, se veían constreñidos. La asistencia del pueblo alado prosiguió sin afectarles, aunque Esterling no se mostraba tan ensimismado como los otros. No se preocupaba demasiado por ello. Estaba contento con observar, y hablar con Norahn; con verla planear sobre el brillante mar. Norah les dijo que estaban prisioneros:

—Si es que le podéis llamar así, ya que la libertad de este mundo está abierta para vosotros. Pero no podéis iros. En el pasado, navíos de vuestro sistema se han estrellado aquí a veces, y algunos hombres han sobrevivido, aunque no por mucho tiempo. Los tratamos bien. Nos los llevamos a lugar seguro cuando las islas entraron en la Oscuridad... y al cabo de un tiempo murieron. Vosotros también permaneceréis aquí.
—¿Por qué? —preguntó Damon.
—Porque traeríais al resto de vuestro gante aquí. Somos felices: hemos pasado la edad de la ciencia, y ya no la necesitamos. Estamos perfectamente adaptados a nuestro hábitat, pero aquí hay grandes fuentes de energía. Y vuestra raza desearía esta energía. Nuestro planeta quedaría arruinado para nosotros. Tomaríais nuestras islas para construir enormes y horribles maquinas. Ni siquiera podríamos luchar, pues hemos olvidado cómo.
—Deben de tener algunas armas —dijo Beale.
—Tal vez... pero no las necesitamos. Hemos escondido nuestro mundo; lo guardamos contra los intrusos... esta es nuestra mayor seguridad. No podemos luchar, ni lo deseamos. Hace edades que todo esto murió en nuestra raza, poco después de que nuestra ciencia alcanzase su cénit y se detuviese allí. Todo lo que necesitamos está al alcance de nuestra mano, sin un mayor esfuerzo por nuestra parte.
—Pero las máquinas —persistió Beale—, necesitarán reparaciones, ¿no? ¿No se estropean nunca? Norahn encogió sus brillantes alas:
—Son tan simples que un niño podría repararlas. Ese fue el último interés que demostraron nuestros científicos, o al menos eso es lo que dice la leyenda. Trabajaron hasta que ya no hubo ninguna necesidad de seguir inventando, y entonces trabajaron para simplificar. Aún uno de vosotros, que nunca ha visto una máquina de hacer comida o un telar-«noyai», lo podría reparar en unos pocos minutos si se estropease. No, ya no tenemos ninguna necesidad de armas o inventos o cualquier otra cosa excepto volar —sus grandes alas se alzaron sobre su cuerpo y temblaron un poco—. Me canea el estar quieta y el hablar, aunque sea contigo, Nils. Volveré.
Se zambulló desde la torre y desapareció en la fría y perlada luz.
—Entonces, tienen espacionaves aquí —dijo Beale. Su voz sonaba ansiosa—. Esto es obvio, o Norahn no se hubiera molestado en decirnos que éramos prisioneros. Y podremos hacerlas volar si es que las encontramos. Me preguntaren dónde...
—Lo encontraremos —dijo Damon.

Entonces ocurrió lo increíble. Desde hacía mucho tiempo, Esterling había estado consciente de una curiosa sensación centrada en sus omoplatos, pero no se dio cuenta de su significado hasta el día en que, desnudo hasta la cintura, se estaba afeitando ante un espejo improvisado. Damon, dijo algo en una voz sorprendida.

—¿Eh? —Esterling se cortó, la mejilla—. ¿Qué sucede?
En lugar de responderle, Damon llamó a Beale. El científico llegó desde la habitación adjunta frotándose los ojos.
—Mira la espalda de Esterling —le dijo el capitán—. ¿Crees...?
Beale contuvo su respiración.
—¡Santos cielos! No se dé la vuelta, amigo. Déjeme ver.
—¿Qué pasa? —Esterling atisbaba frente al espejo.
—Algo está creciendo de sus omoplatos. ¡Qué me coman los diablos! —murmuró Damon—. No puede ser. ¡Norahn!
La grácil figura de la muchacha apareció sobre el balcón.
—¿«Estan'ha? ¡Oh! —saltó suave al suelo y corrió hacia delante—. Estate quieto, Nils.
Notó cómo su fría mano tocaba su espalda. Una extraña y cosquilleante sensación estaba agitándose en el interior de Esterling. Aún antes de que Norahn hablase, comenzó a sospechar la verdad.
—Alas —dijo—. Sí... así es como crecen. De los brotes, expandiéndose lentamente hasta que alcanzan todo su tamaño.
Damon se había quitado la camisa y estaba frente al espejo.
—Qué raro —murmuró—. Y no los tengo. ¿Y tú, Beale? -
El científico parpadeó.
—Claro que no. No tengo ninguna de esas características recesivas en mis genes. Ni tú tampoco. Esterling le miró.
—¿Qué quiere decir?
—La respuesta es obvia, ¿no? Me había preguntado la forma; en que el brazalete, con su runa sobre el Planeta Negro, había llegado a sus manos. ¿No habían pertenecido a su tatarabuela?
—A Gudrun. Sí. Pero...
—¿Qué es lo que sabe acerca de ella?
—Muy poco —dijo Esterling—. Me contaron que era rubia, con ojos azules, y muy bonita. Había alguna clase de misterio a su alrededor. No vivió mucho, y el brazalete fue entregado a su hijo.
—Ya había viajes espaciales en los días de su tatarabuela —dijo Beale—. Y Norahn dice que algunos de sus congéneres abandonaron el planeta en sus naves. Es bastante obvio de dónde procedía Gudrun, ¿no?
—Ella... ella no tenía alas.
—Las alas pueden ser amputadas. Aparentemente, son una característica recesiva, transmitida a usted por su tatarabuela.
Esterling temblaba un poco.
—¿Y entonces cómo es que crecen ahora? ¿Cómo es que no nací con ellas?
Beale señaló con la cabeza hacia la ventana, tras la cual se agitaba el brillante mar.
—Hay algunas radiaciones en este planeta... radiaciones que no existen en ningún otro punto del sistema. Usted nació con brotes de alas en la espalda, pero necesitaban el ambiente adecuado para desarrollarse. Esa radiación especial existe aquí. Si nunca hubiera venido a este planeta, nunca le hubieran crecido las alas.
Norahn sonrió feliz a Esterling.
—¡Pronto podrás volar, Nils! Te enseñaré cómo...

Fue como recobrar la vista después de haber sido ciego de nacimiento. El vuelo abrió ante Nils Esterling panoramas que nunca había contemplado. Aprendió con sorprendente facilidad. Después de que las alas hubieron alcanzado todo su desarrollo, los músculos también se fueron haciendo más fuertes. Nunca olvidaría su primer vuelo. No fue largo, pero la sensación de completa y absoluta libertad, la abrupta y fácil retención de su caída, hizo que la sangre hirviera en sus venas. El vuelo era una borrachera mental. Su fuerza era mayor que la de cualquier licor que Esterling hubiera jamás probado. Y Norahn le enseñó, tal y como le había prometido. Ahora comprendía la intoxicación que sentía el pueblo alado. La humanidad terrestre había abandonado a Esterling. Ahora era un miembro más del pueblo alado. El vuelo era su herencia, la tremenda y excitante delicia de la absoluta libertad, no atada por las dimensiones. La isla flotaba inexorablemente hacia la Oscuridad. Ya era tiempo de otra emigración. El pueblo alado se alzó y se marchó, en busca de un nuevo hogar. No obstante, Beale y Damon se retrasaron. Estaban determinados a permanecer en la isla cuando se introdujese en la oscuridad. En la ventana, Norahn contemplaba el cielo, en donde la gran negrura se hacía a cada momento más amenazadora..

—Es peligroso. Moriréis.
—Tal vez la radiación no nos dañe a nosotros —gruñó Damon—. Y nos gustaría saber lo que hay en la oscuridad. Beale piensa...
—No sean estúpidos —dijo hoscamente Esterling—. Saben demasiado bien que no pueden vivir en un lugar en el que no pueda vivir el pueblo alado. Supongo que no puedo evitar el que cometan suicidio. Pero, ¿qué es lo que esperan ganar quedándose en la isla?

Ilógicamente, Beale y Damon persistieron en su argumentación. Persistieron mientras la oscuridad se acercaba cada vez más. Las dos compañeras de Norahn se iban poniendo más y más nerviosas. Finalmente, echaron a volar, con los rostros pálidos por la proximidad a la barrera de negrura. Esterling las vio alejarse.

—De acuerdo —dijo—. Tal vez Norahn y yo podamos llevarles. Tomen una decisión, porque vamos a irnos también nosotros... ¡ahora mismo!
Damon capituló con sorprendente rapidez.
—De acuerdo. Supongo que también tendremos que irnos, si es que no quieren esperar hasta que estemos más cerca de la oscuridad.
—Ya estamos demasiado cerca. Beale tendrá que olvidarse de su curiosidad. Norahn, ¿pueden llamar a algunos de tu gente para que regrese a ayudarnos?
Ella negó con la cabeza.
—Están demasiado lejos. No se quedan en una isla cuando se acerca demasiado la Oscuridad. Pero podré llevar fácilmente al hombre pequeño.
—De acuerdo. Súbase a mi espalda, Damon. Así. Cójase con las piernas alrededor de mi cintura. Ahora...

Las alas eran potentes. Beale era pequeñito, y Damon no era ningún gigante. Esterling y Norah se dejaron caer desde el balcón, abrieron totalmente sus alas y planearon, ganando altura. La isla se alejó bajo ellos. Volaron sobre el brillante mar. A lo lejos, en la distancia, se veía una mancha que indicaba dónde se hallaban las gentes aladas, en un apretado grupo.

—Escuche —dijo Damon al oído de Esterling—. Esta gente tiene espacionaves, ¿no es así?
—Las tuvieron.
—¿Dónde están?
—En algunas de las islas. Pero en ninguna de las que hemos vivido.
—Pero usted las ha visto.
—Sí... desde arriba.
—Y yo también. En una ocasión, cuando nos llevaron a visitar otra isla. Sé donde se encuentran ahora, teniendo en cuenta el movimiento de la marea —hubo una pausa.
Damon prosiguió—: ¿Le interesaría salir de este mundo?
Esterling sonrió ligeramente.
—Es raro. Nunca pensé en eso. Me gusta este lugar.
—Bien, a mí no me gusta. ¿Qué le parecería dejarnos en un lugar desde el que pudiéramos ¡legar a una espacionave?
—¿Se refiere a una de las de ellos? No es posible. Por una parte, no podrían hacerla volar. Por otra, ¿qué hay del combustible? Recuerde que no han usado esas naves desde hace épocas.
—Oh, sí, lo han hecho. Norahn nos ha contado cómo algunos de ellos han salido al espacio y nunca han vuelto, y acerca de lo fácil que es manejar todas las máquinas de aquí. Me arriesgaré con el combustible. Aunque creo que debe estar preparado... Así es como parece operar la maquinaria de este mundo. Y si la nave es tan simple... Bueno, puedo manejar cualquier cosa que vuele.
—Y volvería con un ejército, ¿no? Norahn tenía razón, Damon. Este mundo debería de permanecer aislado. La gente de aquí es feliz.
—¡Y un infierno feliz! ¡Beale! —la voz de Damon sonaba seca—. ¡Ahora!
Esterling vio cómo el científico, que se hallaba a una docena de metros, se movía rápidamente. Tenía un arma en la mano. Apretó la boca del cañón contra la sien de Norahn. Simultáneamente, el nórdico notó un frío anillo de acero tocando su propia sien.
—Tómeselo con calma —dijo tranquilamente Damon—. No trate de hacer ningún truco. Puedo disparar antes de que me deje caer. Y también Beale.
El rostro de Esterling estaba pálido.
—Todo va bien —dijo, con su voz alterada—. Sigue normalmente, Norahn:
—Sí —secundó Damon—. Sigan, pero con una dirección distinta. Nos van a llevar a una espacionave, Esterling. O les volaremos las cabezas a usted y a Norahn.
—¿De dónde sacaron las armas? —preguntó.
—De donde habían estado escondidas —dijo Damon—. He estado planeando esto durante bastante tiempo. No podía enfrentarme con todos ustedes, pero supuse qué si podía quedarme a solas con usted y Norahn...
—Sí —dijo Esterling—. Sí.

Fue un largo vuelo. Los músculos de las alas estaban cansados y doloridos cuando comenzó a crecer en la distancia una islita, pasando a ser, de una pequeña mancha, una amplia extensión. Beale gritó algo y señaló.

—Puedo ver naves ahí abajo —dijo Damon al oído de Esterling—. No obstante, no veo a gente alada. Supongo que permanecen alejados de todo lo que les recuerde la ciencia. Baje... tranquilo.
Obedientemente, Esterling planeó bajando con las corrientes del brillante aire, al lado de Norahn. Las filas de naves plateadas, con forma de torpedo, se fueron aproximando. Damon silbó al ver su diseño.
—¡Apostaría a que son muy rápidas!
Esterling aterrizó suavemente. Damon saltó de su espalda, con el arma preparada, esperando hasta que Norahn y Beale hubieron descendido.
—Ten tu pistola lista —le dijo al científico—. Quiero comprobar esta nave.
La compuerta era extremadamente fácil de manejar. En un momento desapareció en el interior. Los otros esperaron en tensión. Al cabo de un rato, Damon reapareció, sonriendo.
—Tenía razón. Hay instrucciones simples en los controles. Cualquiera que conozca la astrogación podría manejarlos. Y están llenas de combustible. Y bien, Esterling, ¿qué le parecería el venir con nosotros?
El nórdico miró a Norahn.
—No —dijo—. Me quedo.
Beale se mordió los delgados labios.
—Maldita sea —murmuró—. Damon, tendríamos que llevarnos alguna prueba con nosotros.
—Tenemos la nave.
—Seguro, pero cuando traigamos gente de regreso aquí nos ayudaría mucho el conocer todo lo posible acerca del pueblo alado. Quizá no puedan luchar, pero han heredado armas. Nunca las hemos logrado localizar, y Norahn podría darnos mucha información.
—¡Norahn! —chilló Esterling—. ¡Vete de aquí! ¡Rápido!

Saltó sobre Damon, golpeando con el puño el arma del capitán. Se oyó un apresuramiento de pasos tras él, y algo le golpeó en la cabeza con contundente fuerza. La debilidad descendió como si fuera agua por todo su cuerpo. Casi no sintió cómo el puño de Damon golpeaba su mandíbula. Entre sueños, oyó chillar a Norahn. Se oyó el apagado sonido de una válvula cerrándose, y luego un tremendo estallido de cohetes y un aullido de aire desplazado. Esterling, caído boca abajo, murmuró débilmente y trató de alzarse. No podía. Un punto negro iba disminuyendo en el cielo.

—¡Norahn! —dijo roncamente—. ¡Norahn...!
En alguna forma, se arrastró sobre pies y manos. Estaba ciego y enfermo de dolor, y notaba como si su cráneo hubiera sido fracturado. Pero otra espacionave se alzaba entre los árboles, y tenía que alcanzarla... En alguna forma logró hacerlo. Nunca sabría cómo. En alguna forma, se arrastró a lo largo de brillantes corredores y encontró un tablero de instrumentos que bailaba ante sus ojos. Después, se imaginó que debió de hacer todas las cosas requeridas para las que habían sido entrenados sus reflejos, y que son similares para cualquier nave que recorre los caminos espaciales. Debió de cerrar las válvulas y derrumbarse en el sillón del astrogador, y encontrar los instrumentos adecuados con sus temblorosas manos. Pero todo esto lo hizo por pura fuerza de voluntad. Cuando se le aclaró la cabeza, la pantalla del visor situada frente a él estaba llena por el vacío estrellado del espacio. Ya había atravesado la negaesfera. El mundo de Norahn se había desvanecido, y por un instante recordó la maldición que se decía que caía sobre todos los nativos que abandonaban aquel mundo. Tras esto, transcurrió una eternidad. Esterling no podía abandonar los controles; apenas si se atrevía a apartar su mirada de la pantalla visora, y un dolor punzante y enloquecedor golpeaba su cerebro dentro del cráneo. Damon volaba hacia el sol, y Esterling lo seguía tenazmente. Alcanzaron la órbita de Plutón. Y, poco a poco, en una infinitesimal gradación, la nave que huía se fue haciendo más grande en la pantalla.

Esterling manipulaba los controles con una atontada inconsciencia. Ya estaban casi juntos, el perseguidor y el perseguido. Y ahora..., ahora... Con un impacto sorprendentemente ligero, hizo chocar su nave contra la de Damon, y sin detenerse a ver los resultados se giró hacia el armario del que colgaban las escafandras. Fue mientras se estaba enfundando el traje cuando por primera vez se dio cuenta de lo que había sucedido con sus alas. Los grandes miembros brillantes que lo habían transportado sobre los centelleantes mares del mundo de Norahn habían perdido su color... colgaban fláccidos. En el vacío, se propulsó de un golpe hacia la otra nave. No se dirigió a la compuerta de entrada; Damon debía de estar esperando que hiciera esto. Por el contrario, Esterling se acercó aferrándose con las manos al casco, hacia una compuerta de emergencia situada a proa. La abrió. Beale lo estaba esperando.

Esterling miró para asegurarse de que el compartimiento de proa estuviese herméticamente cerrado, con la puerta sellada. Norahn estaba en esta nave, y tenía que ir con cuidado. Pero la válvula estaba apretada. Beale disparó. La bala atravesó el traje de Esterling y su hombro al hacer éste una finta. Pero tan sólo era una herida superficial. Cerró el agujero del traje arrebujando el tejido con una mano, y la, otra se extendió hacia atrás para abrir la compuerta de escape. Beale no llevaba traje protector. Logró hacer otro disparo antes de que el aire fuese arrancado de sus pulmones, pero la bala partió loca, rebotando contra el metal. El tremendo chorro de aire que escapaba por la compuerta arrastró a Beale, golpeándolo contra Esterling. Los dedos del científico se agarraron frenéticamente al traje del otro. Beale se deslizó, con sus ojos desorbitados, y su lengua completamente salida de la boca. Esterling miró al cadáver sin emoción. Cerró la compuerta tras él, abrió la puerta al resto de la nave y, rápidamente, se quitó el molesto traje y casco. El vacío ya había sido reemplazado por aire fresco. Esterling recogió el arma de Beale y atravesó la puerta. Cuatro pasos lo llevaron a otra puerta. La abrió. Estaba frente a Damon. En un rincón de la cabina de mandos yacía Norahn, atada. Sus alas estaban... marchitas. Damon disparó. La bala golpeó a Esterling en alguna parte. Dio un paso hacia adelante. Norahn estaba llorando, muy silenciosamente, como un niño adolorido.

—Váyase —susurró Damon—. Quédese donde está. Le...
Avanzó el arma, contrayendo el dedo sobre el gatillo. Esterling lanzó su propia arma contra el rostro del otro mientras saltaba. Su mano derecha encontró la muñeca de la mano armada de Damon. Su izquierda se aferró a los apretados músculos del cuello. Norahn estaba llorando, amargamente, sin esperanzas...

—Lo maté —dijo mi padre—. Con mis propias manos. Pero sólo murió una vez. Las olas golpeaban bajo nosotros, en el Fiordo de los Truenos. El cielo se habíha ido aclarando. Freya, el gerifalte, encapuchado y dormido, se agitó en el hombro de Nils Esterling. Miré al oscuro mar.
—¿No podíais regresar?
—No. Aquellas alas nunca volverían a crecer. Tan sólo podían haberlo hecho en el Planeta Negro. Y una vez marchitas... —hizo un gesto desesperanzado—. Norahn y yo estábamos desterrados a la Tierra. Era la legendaria maldición que caía sobre cualquier miembro de su pueblo que abandonase aquel mundo. Y... y ella había nacido para volar.

El borde de! sol apareció sobre el horizonte. Nils miró directamente a sus cegadores rayos.
—No dejó que la llevase de regreso. El Planeta Negro es para aquellos que tienen alas. No para los que tienen que permanecer en el suelo. La traje a la Tierra, Arn, la traje aquí. Murió cuando tú naciste. Apenas si pasó un año... Tuvimos felicidad, pero fue agridulce. Porque habíamos volado.
Nils desencapuchó al gerifalte. Freya se movió, erizó sus plumas, parpadeando con sus ojos dorados.
—Volar —dijo mi padre—. Dejar de volar es morir. Norahn murió en un año. Y durante más de cuarenta años yo he estado encadenado aquí, recordando, Arn... —se sacó algo de su brazo, y me lo puso en la mano—. Esto es tuyo ahora. Vas al espacio. Tu herencia está allí, más allá de la órbita de Plutón, en donde las islas del pueblo alado vagan sobre las brillantes mareas del mundo de Norahn. Que también es tu mundo. En ti llevas la semilla del vuelo.
Miró al gerifalte.
—No tengo palabras para hablarte de tu herencia, Arn. Nunca la conocerás hasta que tengas alas. Y entonces...

Nils Esterling se alzó, echando a volar el gerifalte. Freya chilló estruendosamente. Sus alas batieron el aire. Voló en círculos, se alzó, subiendo sobre los vientos. La mirada de mi padre se clavó en mí mientras deslizaba el brazalete dorado en mi brazo. Se derrumbó de nuevo en la silla, como si estuviera exhausto.

—Eso es todo, supongo —dijo cansinamente—. Ya es tiempo de que te vayas. Y... Te diré adiós.
Lo dejé allí. No me vio marchar. En un determinado momento me giré, ya muy lejos por el sendero sobre el Fiordo de los Truenos, y vi que Nils Esterling no se había movido. Estaba mirando hacia arriba, a Freya, que planeaba en el azul. La siguiente vez que miré, el borde del farallón ocultaba el Hall. Y todo lo que podía ver era el vacío cielo, y al gerifalte volando en círculos en él, sobre sus espléndidas alas.
Henry Kuttner (1915-1958)