La estratonave me dejó en Estocolmo, y un ferry aéreo me llevó al Fiordo de los Truenos, donde había nacido. En seis años, nada había cambiado. Todavía se alzaban las rocas negras contra el mar embravecido, en el que en otro tiempo habían flotado las velas rojas de los vikingos, y el profundo rugido de las aguas surgió para darme la bienvenida. Freya, el gerifalte de mi padre, estaba planeando contra el cielo. Y en lo alto del acantilado estaba el Hall, con su torre en continua vigilancia sobre el océano del Norte. Mi padre estaba esperando en el porche. Era un gigante que había envejecido. Nils Esterling siempre había sido un hombre silencioso. Sus delgados labios parecían cerrados sobre algún secreto que nunca contaba, y creo que siempre tuve un poco de miedo de él, aunque nunca fue malo conmigo. Pero entre nosotros había un golfo. Nils parecía... encadenado. Me di cuenta de esto por primera vez cuando lo vi contemplando a los pájaros volar hacia el sur ante la llegada del invierno. Sus ojos tenían un deseo enfermizo que, en alguna forma, me hizo sentir Incómodo.
Encadenado, silencioso, taciturno; había envejecido, siempre un poco apartado del mundo. Y —siempre creí— temeroso de las estrellas. Durante el día, contemplaba a su gerifalte volar contra el azul oscuro del cielo, pero por la noche echaba las cortinas y nunca salía afuera. Las estrellas significaban algo para él. Tan solo una vez, había estado en el espacio; nunca volvió a aventurarse de nuevo más allá de la atmósfera. Lo que le había sucedido allá fuera era algo que yo desconocía. Pero Nils Esterling habíha vuelto cambiado, con algo muerto dentro de su alma. Yo iba a salir ahora. En mi bolsillo estaban mis papeles, resultado de seis años de trabajo exhaustivo en Punta Cielo, donde había sido cadete. Partiría mañana a bordo del «Martius», con rumbo a Calixto. Nils me había rogado que pasase primero por casa. Así que estaba aquí. Y el gerifalte bajó planeando, en picado, aferrándose sus garras como si fueran de hierro en el puño enguantado de mi padre. Era como una bienvenida. Freya también era viejo, pero sus ojos dorados eran aún brillantes, y su presa mortal. Nils estrechó mi mano sin levantarse, Me hizo un gesto indicándome una silla.
—Me alegra que volvieses, Arn. Así que aprobaste. Fue bueno el oír eso. Mañana estarás en el espacio.
—Hacia Calixto —dije—. ¿Cómo estás, Nils? Temí... Su sonrisa no contenía alegría.
—¿Que estuviese enfermo? ¿O quizá agonizante? No, Arn. He estado agonizando durante cuarenta años —miró al gerifalte—, y ya no importa mucho ahora. Aunque espero que acabe pronto. Sabrás porqué, cuando te cuente acerca... acerca de lo que me pasó en el espacio hace cuatro décadas. Trataré de no parecer amargado, pero es duro. Tremendamente duro —de nuevo, Nils miró al gerifalte.
Prosiguió, tras un momento, trenzando la cuerda por entre las patas de Freya.
—No tienes mucho tiempo, si es que tu nave parte mañana. ¿De qué puerto? ¿Newark? Bien... ¿quieres comer?
—Comí en el ferry, papá. —Muy pocas veces le llamaba así. Movió inquieto sus grandes espaldas.
—Tomemos algo de beber —llamó al sirviente y, al cabo de un momento, hubo ante nosotros unos highballs. No pude reprimir el pensamiento de que aquí el whisky era incongruente; en el Hall deberíamos haber bebido ale en cuernos. Bueno, eso fue en el pasado. Un pasado ya muerto.
Nils pareció leer mi pensamiento.
—En alguna forma, las cosas antiguas permanecen, Arn. Llegan a nosotros dentro de nuestra sangre, así que...
—«Waes hael» —dije.
—«Drinc hael» —vació el vaso—. Nudos de músculo se agolparon en los extremos de sus mandíbulas. Con un movimiento repentino y furioso, lanzó al gerifalte, deslizando el cordón por sus patas. Freya se alzó en el aire con un grito estridente y chillón.
—El instinto de volar está en nuestra raza —dijo Nils—. De ser libres, de luchar y de volar. En los días antiguos nos convertimos en vikingos a causa de esto. Leif el Afortunado navegó hasta Groenlandia; nuestros navíos fueron más allá de las Islas del Estaño hasta Roma y Bizancio; navegamos hasta el mismo Catay. En el invierno calafateábamos nuestros cascos y afilábamos nuestras espadas. Luego, cuando el hielo se abría en los fiordos, las velas rojas se alzaban de nuevo. Ran nos llamaba... la Ran de los mares, diosa de lo desconocido.
Su voz cambió, citando a un antiguo poeta:
«Qué es la mujer que te olvidaste de ella» Y del hogar, y de tus campos, Para irte con la vieja Enviudadora gris...»
—Sí —dijo Nils Esterlíng con un brillo enfermizo en sus ojos—, nuestra raza no puede ser aprisionada, o muere. Y «yo» he estado aprisionado por cuarenta años. ¡Por todos los infiernos de todos los mundos! —murmuró, temblándole la voz—. ¡En una maldita prisión! Mi alma se pudrió antes de que hubiera pasado una sola semana en la Tierra. Aún antes de eso. Y no había forma de salir de mi prisión; la cerré con mis propias manos, y rompí la llave. «Nunca supiste de esto, Arn. Lo sabrás ahora.
Me lo contó, mientras la lenta noche caía, y la aurora boreal llameaba y se agitaba como lanzas de luz en el cielo polar. Los Gigantes del Hielo estaban caminando, pues un helor repentino sopló por el fiordo. En lo alto, eJ viento gritaba, como los sonidos de las trompetas de las Valquirias. Muy por debajo de nosotros, rugía el mar, agitándose con su deslizante e irresistible movimiento, espumeando contra las rocas. Por encima de nosotros, las estrellas lucían brillantes. Y en el puño de Nils, adonde había vuelto, descansaba el gerifalte Freya, adormecido, agitándose un poco de vez en cuando, pero contento con permanecer allí. Había sido hacía algo más de cuarenta años, dijo Nils, en su juventud, cuando la sangre hirviente cantaba por sus venas, y el espíritu vikingo ardía en su interior. Los mares habían sido domados. La forma de vida de sus antepasados ya no le estaba permitida, pero había nuevas fronteras abiertas... Los golfos entre las estrellas contenían misterios, y Nils se enroló como marino de primera clase en una espacionave, un herrumbroso carguero, que efectuaba el Gran Círculo de las rutas comerciales. De la Tierra a Venus, y, girando de nuevo hacia afuera, a los principales planetas. La vida lo endureció, tras unos pocos años. Y en Polonorte Marte, en un tugurio donde expendían «satha», se encontró con el capitán Morse Damon, veterano de la Guerra de los Asteroides.
Damon le habló a Nils de las Valquirias: las guardianas del Planeta Negro. Era duro y enjuto y grisáceo como una roca desgastada por el tiempo, y su mirada oscura no contenía calor. Sorbiendo «satha» aguada, contempló a Nils Esterling, fijándose en el chaquetón de cuero sintético gastado en los puños y en los codos, y en las roídas correas de sus sandalias elásticas.
—Conoce mi nombre.
—Seguro —dijo Esterling—. Veo los noticiarios. Pero no lo han mencionado desde hace algún tiempo.
—No, no desde que terminó la Guerra de los Asteroides. El pacto que hicieron me dejó sin trabajo. Tenía una fuerza guerrillera combatiendo a lo largo del Cinturón, en otro año yo habría sido capaz de alterar el equilibrio.
Damon se alzó de hombros.
—No sirvo para otra cosa -más que para luchar. Me quedé con una nave. Me lo debían. La «Vulcan». Es una buena nave, bien hecha y rápida. Pero no puedo usarla a menos que firme un contrato con las grandes compañías. Además, no quiero hacer cabotaje. Al infierno con eso. He estado corriendo aquí y allá, por todo el sistema, buscando... Bueno, no sé el qué. Intenté una o dos veces prospectar minerales. Pero el explotar los lotes y sudar por unas pocas toneladas de mineral es aburrido. No es mi clase de vida.
—Hay una guerra en Venus.
—Cosa de niños. Yo voy detrás de algo grande. Voy detrás de... —sonrió torcidamente—, fantasmas. Valquirias.
—Entonces, Marte no es el sitio correcto. Noruega, en la Tierra...
La mirada de Damon se hizo más aguda.
—No Noruega. El espacio. Dije Valquirias... mujeres con alas.
Esterling bebió «satha», notando como el frío y atontador licor se deslizaba por su garganta.
—¿Una nueva raza en algún planeta? Nunca oí hablar de humanos alados, —¿Ha oído hablar del Agujero de la Gloria y del Cajón de Davy Jones? ¿Quiere usted decir que ha estado tres años en el espacio y no ha oído hablar de las Valquirias... Del Planeta Negro?
Esterling depositó cuidadosamente su vaso. ¿Cómo sabía Damon que llevaba tres años de espacionauta? Hasta ahora, había pensado en esto como en un encuentro casual, dos terrestres bebiendo juntos en un mundo extraño. Pero ahora...
—Se refiere a la leyenda —dijo—. Nunca le presté mucha atención: Cuando una nave revienta en el espacio, la tripulación va al Planeta Negro después de muerta. Es el cielo de los espacionautas.
—Sí. Una leyenda, eso es todo. Cuando se hallan pecios, se encuentran todos los cadáveres dentro... ¡naturalmente! Pero la historia dice que hay mujeres aladas, llámelas Valquirias, que viven en un mundo invisible en alguna parte del Sistema.
—¿Y usted cree que existen en realidad?
—Creo que hay una verdad tras la leyenda. No es tan solo una creencia terrestre. Los marcianos, los vesubianos, los calistanos... todos tienen sus leyendas acerca de mujeres aladas del espacio.
Esterling tosió en la atmósfera llena de humo.
—¿Y bien?
—Ahí va. No hace mucho, me encontré con un arqueólogo, un tipo, llamado Beale. James Beale. Usa un montón de títulos detrás de su nombre, y durante diez años ha recorrido el sistema, buscando datos sobre el Planeta Negro, recogiéndolos por todas parte. Me enseñó lo que ya tenía, y era muy convincente. Todo encajaba. Un fragmento de información de Venus, una historia de más allá de lo... Principalmente leyendas, pero también había hechos. Los suficientes como para hacerme creer que existe un mundo invisible en alguna parte del espacio.
—¿Invisible? ¿Cómo?
—No lo sé. Beale dice que debe ser un planeta con un albedo muy bajo... o algo así. Absorbe la luz. El pueblo alado vive en él. A veces salen de allí. Tal vez tengan naves, aunque no sé nada sobre esto, claro. Y así tenemos las leyendas. Beale y yo vamos a ir al Planeta Negro.
—De acuerdo —dijo Esterling—. Suena bastante raro, pero podría usted tener razón. Sólo que... ¿qué es lo que espera hallar allí?
Damon sonrió.
—No lo sé. En cualquier forma, algo excitante. Beale está seguro de que debe haber tremendas fuentes de energía en ese mundo negro. No creo que perdamos nada con la aventura. Infiernos, estoy cansado de no hacer nada, de vagar por el sistema esperando a que suceda algo... que nunca sucede. No estoy vivo más que cuando combato. Y, en cierta forma, eso es un combate.
—¿Quiere un trabajo?
—¿Le falta gente?
—Mucha. Parece usted fuerte... —Damon extendió la mano por encima de la mesa y apretó los bíceps del otro. Su rostro se alteró, no mucho, pero lo bastante como para convencer a Esterling de lo que ya sospechaba.
—De acuerdo, Damon. —Se subió la manga, revelando un brazalete de oro macizo sujeto a su antebrazo—. ¿Es esto lo que persigue?
Las aletas de la nariz del capitán se distendieron. Mantuvo fijamente la mirada de Esterling.
—Quiere usted que pongamos las cartas sobre la mesa?
—Claro que sí.
—Acabo de regresar de Noruega, en la Tierra —dijo Damon—. Fui allí a buscarle.
Beale averiguó lo de! brazalete. Esterling asintió con la cabeza.
—Es una herencia. Perteneció a mi tatarabuela, Gudrun. No sé de dónde lo sacó.
—Lleva una inscripción. Hace cien años, sacaron una copia de la misma para el Museo de Estocolmo. Beale encontró esa copia..Puede leer el alfabeto rúnico, y e! brazalete lleva una inscripción...
—Lo sé.
—¿Sabe lo que significa?
—Habla algo sobre las Valquirias. Supongo que es parte de una antigua «Edda».
Damon produjo un sonido en lo profundo de su garganta.
—No es eso exactamente. Da la localización del Planeta Negro.
—¡Y un infierno! —Esterling se sacó el brazalete y lo examinó cuidadosamente—.Pensé que era puro simbolismo. La runa no significa nada.
—Beale piensa que sí. Vio la copia, ya se lo dije, y era incompleta. Pero averiguó lo bastante como par convencerle de que era la inscripción completa de la localización del Planeta Negro.
—Pero, ¿cómo...?
—¿Y cómo puedo saberlo? Tal vez el pueblo alado visitó en una ocasión la Tierra, quizá alguien encontró el Planeta Negro por accidente y recordó sus coordenadas espaciales, y las escribió donde las tuviera seguras... en un brazalete. En alguna forma, su tatarabuela lo obtuvo.
Esterling contempló el aro dorado.
—No me lo creo.
—¿Se enrolará conmigo como sobrecargo, para ir en busca del Planeta Negro? Según parece, por sus ropas, un trabajo no le iría mal.
—Seguro que no. Pero un trabajo como ese...
—De cualquier modo, hable con Beale. Le convencerá. Esterling hizo una mueca.
—Lo dudo. No obstante, supongo que no tengo nada que perder. —Miró de nuevo el brazalete—. De acuerdo, lo veré.
Damon se alzó, echando unas monedas en la manchada mesa de aleación metálica. Esterling acabó su «satha», consciente de que la traicionera destilación marciana estaba afectándole.El «satha» actuaba así. Le daba a uno una engañosa claridad fría que escondía su potencia. Los marcianos, con su diferente metabolismo, podían tomarlo; pero era peligroso para los terrestres. Y ahora era doblemente peligroso para Esterling. Caminó junto a Damon a lo largo de la curvada calle, alzándose sobre él los adornados y aparentemente frágiles edificios de Polonorte Marte... aquellos que no estaban en ruinas. Era posible erigir altas torres en Marte, dada la escasa gravedad, pero los frecuentes terremotos que agitaban el viejo planeta derrumbaban a 'menudo esos edificios convirtiéndolos en ruinas. Cerca del espaciopuerto esperaba un hombre, delgado, parecido a un enano de un cuento de hadas, y con un rostro magro y anguloso. Estaba atusándose un desmeñado bigote y temblando por el frío en su delgada ropa blanca.
—Me han tenido esperando mucho tiempo —dijo, quejándose, y su voz era un gemido agudo—. Estoy casi helado, maldita sea. ¿Es ese Esterling?
—Esterling... Beale. Tiene el brazalete. Los dedos de Beale volaron hacia su boca, y sopló sobre ellos.
—Cielos, eso es un descanso. Hemos estado buscándole por todo el Sistema, amigo. Hace una semana nos enteramos de que había embarcado desde lo para Polonorte Marte, así que vinimos hacia aquí a toda velocidad para esperarle. Supongo que el capitán le ha hablado del Planeta Negro.
Esterling se sentía algo enfermo en aquel aire helado. Tuvo un momento de duda, preguntándose si Damon habría drogado sus bebidas. Automáticamente, su mano saltó a su cinturón, pero había empeñado su pistola aquella mañana.
—Habla con él —dijo Damon—. Yo me cuidaré de la nave.
Desapareció en las sombras. Beale miró hacia arriba al nórdico.
—¿Le importaría dejarme ver el brazalete? Gracias...
Miró miópicamente al aro de oro. Las dos lunas daban escasa luz, y Beale sacó una pequeña linterna. Su respiración silbó.
—Santos cielos, señor Esterling, no puede usted tener ni idea de lo que esto significa para mí. Ya sabe que la copia del Museo de Estocolmo es incompleta. Algunas de las runas son ¡legibles. Pero esto...
—¿Dice dónde se puede encontrar... ese mundo negro? Estoy algo borracho, pero todo ese cuento me suena a cosa de locos.
Beale parpadeó.
—No hay duda. No hay duda. Las leyendas acerca del Valle de los Reyes en Egipto parecían cosa de locos hasta que finalmente fueron descubiertas las tumbas. La leyenda de fes Valquirias, las mujeres voladoras, está muy extendida por el espacio. Hay algunos indicios... Razoné por inducción. Todo encajaba. Estoy totalmente convencido de que hay un planeta así, y de que hace cien mil años el pueblo alado visitó nuestro propio planeta. Dejaron trazas. Quizá hayan muerto ya, pero sus artefactos, permanecen.
—¿Sí?
—Cogí esto en Venus. Lo habían encontrado flotando libremente en el espacio. ¿Qué es lo que ve en ello? —Beale rebuscó por sus bolsillos y sacó un trozo de hueso y una pequeña varilla del grosor de un lápiz.
Esterling los examinó con un asombrado interés.
—Parece un omoplato humano... o parte de él.
—¡Sí, claro! ¿Pero y la extensión... la prolongación? ¡Es la base ósea para un ala, amigo! Fíjese en esa construcción de encaje a bola, y los surcos en los que han jugado los tendones, lo bastante fuertes como para mover alas.
—¿Una deformidad?
—Ningún científico estaría de acuerdo con usted —dijo secamente Beale, colocándose de nuevo el hueso en el bolsillo—. Mire la varilla.
Esterling no le podía extraer ningún significado.
—¿Es una arma?
—Actualmente es un arma sin energía. La desmonté. Está basada en un principio totalmente distinto a todo lo que conocemos. Quizá funcione por emisión de cuantos atómicos. No lo sé. Pero espero averiguarlo, y tan sólo hay un lugar en el que pueda hacerlo. El nórdico se frotó el mentón.
—Así que la clave está en mi brazalete. Y quieren que me una a ustedes, ¿no?
—Andamos faltos de gente. Hay dificultades... —Beale se estremeció de nuevo, mirando hacia el oscuro espacio-puerto—. Soy un hombre pobre, y cuesta mucho dinero el aparejar una nave.
—Creí que Damon tenía una: la «Vulcan».
Antes de que Beale pudiera responder, se oyó desde la oscuridad un débil silbido. El científico contuvo el aliento.
—De acuerdo —dijo—. Venga.
Tomó del brazo a Esterling y lo urgió para que fuera hacia el campo. Allí se alzaba una nave, brillando con un apagado reflejo plateado a la luz de las dos lunas. Recortado contra la portezuela de entrada estaba Damon, agitando un brazo, Beale dijo:
—Apresúrese —con voz recortada, y -echó a correr.
El «satha» había abotargado los sentidos de Esterling, o Damon había drogado su bebida. Notaba que algo no iba bien, pero una pesada y lánguida losa yacía sobre su mente, haciendo que el pensar necesitase de un tolerable esfuerzo. Dejó que lo guiaran hacia la nave. Damon se inclinó hacia abajo, tomó su mano y lo alzó. El hombre era asombrosamente fuerte, a pesar de su frágil constitución. Esterling, perdido el equilibrio, golpeó contra una plancha y rozó ásperamente contra la pared de la portezuela. Se giró a tiempo para ver como Beale subía, como si fuera una araña. Sonaron pasos. Un hombre con uniforme de policía del puerto llegó corriendo a través del campo, alzando la voz en un grito. Esterling vio como Beale se giraba, mordiéndose nerviosamente los labios, y sacaba un arma. Disparó desde la compuerta, golpeando la bala justamente entre los ojos del policía. El shock de esto despejó abruptamente a Esterling, pero antes de que pudiera moverse Darrion lo metió de un empujón en la nave. A lo lejos, comenzó a oírse el lamento de una sirena.
—¡Maldita sea! —dijo Beale, y subió corriendo a la cabina. Las válvulas se cerraron con un golpe sordo. Esterling, con el cuerpo entumecido por el licor o las drogas, dio un paso hacia adelante.
—¡Vigílalo, Beale! —saltó Damon—. Tengo que despegar.
El arma del científico apuntó a Esterling. Beale se humedeció los labios.
—Santos cielos —estalló—. ¿Por qué todo tiene que funcionar mal siempre? No se mueva, señor Esterling.
Damon se había acomodado en la silla de control. Habló brevemente por el micrófono, y luego apretó los botones de los cohetes. El suelo empujó salvajemente contra los pies de Esterling. Beale se alzó y agarró una anilla sujetadora.
—Agárrese —ordenó—, Así está bien. No tenemos tiempo para salir por una órbita suave. Nos perseguirán...
—Nos persiguen —dijo secamente Damon. Esterling miró al visor. Polonorte Marte estaba cayendo hacia abajo, y la nave patrullera se estaba elevando con un estallido de rojo fuego de cohetes. El suelo se agitó turbadoramente mientras Damon jugaba con los controles.
—Obviamente, esta no es su nave, capitán —dijo Esterling.
—Naturalmente que no —cortó Beale—. Pero teníamos que obtener una. No vigilan los espaciopuertos, así que Damon contrató a una docena de vagabundos y los armó.. Eran lo bastante como para ocuparse del retén de tripulación, así que...
—Así que mataron a la tripulación. Y lo he entendido. Sin girarse, Damon dijo:
—Correcto. Llevamos una tripulación de ineptos borrachines que no distinguen un cohete de una válvula de escape. Usted nos irá de perilla, Esterling, pues usted es un marino de primera.
La nave se agitó violentamente. Las planchas estaban al rojo vivo por la fricción con la atmósfera, y ahora el visor resultaba inservible. Pero era necesaria la aceleración para obtener la velocidad de escape. El casco, como bien sabía Esterling, era lo suficientemente resistente. No corrían peligro por la fricción. El verdadero peligro estaba en el patrullero.
—Es una nave rápida —gruñó Damon—. Una vez estemos fuera de la esfera de atracción, estaremos a salvo. Nadie nos podrá alcanzar. Ahora...
Dio más energía. El brillo rojo en el visor se fue apagando. Estaban fuera de la atmósfera. El patrullero era visible, con puntitos de luz llameando desde sus costados. Beale hizo una mueca.
—Torpedos magnéticos, ¿no? Vamos... vamos a morir. Damon. ¿Teníamos que correr estos riesgos?
Entonces ocurrió. El «Vulcan» pareció detenerse a medio camino, atravesando todo su casco una chirriante y agitadora vibración. Esterling sintió cómo el suelo caía bajo él. Fue aplastado contra la pared, quedando sin aliento en una exhalación agonizante. Vio como Beale colgaba todavía de la anilla, saltando y balanceando su delgado cuerpo como un títere de sus cuerdas. Damon fue golpeado contra el tablero de instrumentos. Se semiirguió, echando sangre por su cara herida. Sin embargo, aún estaba vivo. Sus dedos se dirigieron a los botones. Beale estaba gritando:
—¡Torpedo! ¡El aire...!
Damon lo maldijo con voz espesa, ininteligible. Se limpió la sangre de los ojos y miró por el visor. Bajo sus rápidas manos, la nave saltó de nuevo, fintó, y corrió hacia adelante como un galgo desatado. Ahora parecía más rápida.
—¿Hay escapes? —preguntó tranquilamente Damon.
Beale seguía agarrándose a la anilla, con los ojos cerrados y el rostro grisáceo. Esterling dudó un momento y luego hizo un recorrido por la cabina de mando, escuchando en las puertas y las válvulas en busca de cualquier silbido que traicionase un escape de aire.
—Pruebe con un cigarrillo —dijo Damon—. ¿Tiene uno? Tenga —le tendió un paquete manchado de sangre.
Esterling contempló como el humo salía en volutas de su nariz. La única corriente de aire era la producida por el sistema de ventilación, así que todo iba bien. Hizo una pequeña seña con la cabeza. Los negros ojos de Damon parecían como hielo.
—He estado tratando de entrar en contacto con la gente. Estaban en la amura. No he obtenido respuesta. ¿Qué le parecería si se pusiese un traje estanco y fuera a ver qué pasa?
—De acuerdo —dijo Esterling. Se dirigió a un armario y sacó un traje espacial reglamentario, introduciéndose en él con la facilidad dada por la práctica—. ¿Qué hay del patrullero?
—Lo estamos dejando atrás.
Beale se deslizó hasta quedar sentado en el suelo, sosteniendo la pistola con ambas manos. Estaba rezando en murmullos, pero se interrumpió para murmurar:
—Sáquese los cohetes, señor Esterling.- No deseamos que nos abandone.
El nórdico apretó los labios, pero una mirada al cañón del arma, apuntado directamente contra su corazón, le hizo asentir con una sardónica resignación. Se sacó el arnés de los cohetes y lo dejó caer al suelo. Salió a través de la compuerta del casco, accionando Beale los mandos. Marte ya estaba muy atrás, una apagada esfera rojiza recortada contra el negro cielo. Las suelas magnéticas de sus botas lo mantenían firmemente adherido contra el casco, y trabajosamente adelantó hacia la amura. Si tuviera su arnés de cohetes... Sin él, la gravitación del navío, lo aprisionaba. No podía escapar. ¿Dónde estaba el patrullero? No podía localizarlo entre las estrellas. Bueno, ya no importaba. Estaba bien metido en aquel lío. Su aliento empañó la mirilla transparente de su casco, por lo que conectó la rejilla calefactora. Se sintió enfermo al alcanzar el lugar en que se había encontrado la amura. Toda aquella parte de la nave había sido arrancada. Fragmentos metálicos y restos humanos estaban pegados contra el casco, mientras que un negro fluido grasiento lo cubría, fluido que Esterling identificó como combustible para cohetes. Hizo una pausa en el torturado borde del orificio, mirando hacia el interior del agujero que había producido la explosión. Tras un momento, respiró profundamente y se introdujo en la oscuridad. Diez minutos más tarde, regresó a la cabina de mandos, sacándose el traje. Beale continuaba rezando. Damon estaba en los controles, enjuagándose el sudor del rostro con un pañuelo carmesí. Le miró.
—¿Y bien? ¿Qué daños hay?
—Sólo quedamos nosotros tres con vida.
—¿Qué daños ha sufrido la nave? —gimoteó Beale—. ¡Santos cielos, amigo, eso es lo realmente importante! Esterling hizo una mueca disgustado.
—¿Sabían que el «Vulcan» iba repleto con un cargamento de combustible para cohetes?
—¿Y qué? —preguntó Beale.
Damon se giró de un salto, con una fría rabia en sus ojos. Enseñó los dientes en una mueca de ira.
—¡Maldición! —la exclamación explotó en sus labios.
—Sí —dijo Esterling—. Toda la parte delantera de!a nave está destruida, y las mamparas internas no resistirán la fricción atmosférica. Cuando entremos de nuevo en una atmósfera, las planchas se calentarán mucho. El combustible para cohetes no puede explotar sin calor ni oxígeno, así que estamos a salvo mientras nos hallemos en el espacio. Pero en el mismo momento en que entremos en una atmósfera estallaremos como una bomba.
—¡Santos cielos! —jadeó Beale, temblándole los labios—. ¡Damon, tenemos que deshacernos de todo ese combustible!
El capitán dio un bufido.
—¿En el espacio? No podemos. La gravedad de la nave volvería a metérnoslo.
—¡Entonces tenemos que buscar un planeta sin atmósfera y descargarlo allí! Damon señaló al visor.
—El patrullero está siguiéndonos. Vamos más rápidos, pero nos dará alcance en el mismo momento en que disminuyamos la velocidad. No. Tenemos que seguir hasta que lo perdamos de vista. Después de eso...
—Sí. Supongo que eso es lo mejor. ¿Entonces, nos dirigiremos hacia afuera?
—Es la ruta más segura. Iremos hacia Plutón. Esterling encendió un cigarrillo.
—Están ustedes atrapados. No pueden esquivar al patrullero. ¿Por qué no se dan por vencidos y lanzan una humareda blanca?
Beale negó con la cabeza.
—No podemos hacerlo. Una vez lleguemos al Planeta Negro estaremos seguros.
—Mejor será así —dijo Damon—. Tan solo para que se sientan mejor, les diré que el «Vulcan» no sirve ya para nada. Los tubos han sido alcanzados. Podemos realizar un aterrizaje de emergencia, con las escafandras, pero no podremos elevarnos de nuevo. ¿Sigues creyendo que encontraremos astronaves en ese Planeta Negro?
—Sí. Seguro que sí. El pueblo alado visitó la Tierra, al igual que otros planetas, en el pasado. Naturalmente, corremos un riesgo, pero...
—Es un riesgo que tenemos que afrontar —Oamon miró sardónicamente a Esterling—. ¿Quiere un arma?
—¿Eh?
—Tenga —el capitán le lanzó una automática de aire comprimido—. No sé qué es lo que encontraremos en el Planeta Negro, pero pueden surgir complicaciones. En cualquier caso, no tendría ningún significado que usase esa arma contra nosotros. ¿O es que cree que la patrulla iba a tragarse el que lo habíamos raptado?
Lentamente, Esterling se enfundó el arma.
—Supongo que no. Pero está usted corriendo un riesgo.
—No lo creo. Repartiremos con usted todo lo que encontremos en el Planeta Negro. Según Beale, eso será mucho dinero. Suficiente para sobornar a la ley. Intente algún truco, y lo mejor que podrá esperar es un juicio de la patrulla, con todas las cartas en contra de usted. Infierno, guarde la pistola —terminó encogiéndose de hombros—. No es usted ningún tonto. Seguirá el juego.
—Sí —dijo Esterling—. Creo que no tengo elección.
Damon rió para sí. Mutilada, rota, convertida en una mortífera bomba de tiempo, la «Vulcan» atronaba por la eterna noche del vacío. El cinturón de asteroides quedaba hacia atrás, con su parpadeante danza de luces de los pequeños mundos. El inmenso Júpiter se hacía cada vez más grande, un globo color perla con una herida escarlata abierta en su superficie... Luego, Júpiter se fue achicando y desapareció. Saturno y su anillo se hallaban al otro lado del sistema, pero Urano los contemplaba en la pantalla del visor. Se hallaba ya fuera de la Zona de Vida, Hacía demasiado frío, y estaba demasiado lejos del sol para que aquí la vida existiese excepto bajo condiciones artificiales. Aquí y allí, en heladas lunas, se veían algunos escasos domos espaciales, las avanzadillas de solitarios pioneros. Pero no había demasiados. Urano era la frontera, la barrera invisible más allá de la cual no era aconsejable aventurarse. El mortal vacío de las soledades interestelares había extendido sus dedos de tremendo frío y tocado los mundos que giraban demasiado lejos del sol. Estaban malditos. Allí habían sido halladas piedras de ciudades arruinadas, artefactos tan antiguos que ninguna remota raza humana podía haber fabricado. Las heladas marcas del espacio y el tiempo, pulsando en ritmos que eónica duración, habían subido hasta enterrarlos, y luego habían retrocedido un poco.
Nunca había estado tan lejos. En las largas semanas a bordo del «Vulcan», se produjo un cambio en Nils Esterling, una herencia de su sangre que se abrió camino hacia la superficie, y trajo todo el misticismo latente de su raza. Estaba sondeando mares desconocidos, tal y como habían hecho sus antepasados, y algo que se encontraba en lo profundo de su ser, atávico y potente, se despertó a la vida. Hay una leyenda que dice que a los espacionautas se les hielan sus almas en el primer viaje. Esterling tan sólo había estado lejos de la Tierra por pocos años, pero esos años habían sido mortíferos. Los viajes planetarios eran tareas agotadoras y abrumadoras para los hombres que van en las naves. Y en los lejanos y exóticos mundos del sistema, no hay nada similar a las verdes praderas y azules océanos de la Tierra. El ocre rojizo de fiarte quema la vista; las nieblas de irritante color amarillo de Venus se le meten a uno en los poros; la parpadeante luz en cascadas de Calixto altera los nervios hasta dejarle a uno medio loco. Los hombres no viven mucho en el espacio... ¡no! Así que, mientras viven, le sacan todo lo que pueden a la vida. Hay las ardientes destilaciones del musgo de Tierra-azul, potentes productoras de sueños. Hay el frío y atontador «satha», y también el dulce licor «minga» que hacen en Ednes, en Venus. Y el whisky «segir», que transforma la mente en fuego rojizo. Hay la absenta de la Tierra y el Fruto de los Mundos que hacen los negros monjes de lo. Y hay drogas. Todos los vicios del sistema están a la disposición de quien puede pagarlos. Nils había recorrido ese oscuro sendero, pues poco hay donde escoger. En escasos años, se había vuelto frío, inquieto, amargado. Había saboreado la exultación del vuelo espacial, y tras eso la Tierra le hubiera parecido aburrida. Ante él quedaban algunos años, períodos alternantes entre arduos viajes y locas orgías. Nada más. Al final, la muerte y un entierro en el espacio.
La vida lo había endurecido, construyendo una dura coraza bajo la cual había muerto el antiguo idealismo, convertido en rescoldos. Pero ahora... había un diferencia. Tres mil años antes, sus antecesores se habían hecho vikingos, partiendo sus navíos de rojas velas de los fiordos del Norte. Inquietos, habían seguido adelante hasta mares desconocidos. La atracción de los misterios, de la exploración, los hacía proseguir. Esto es lo que daba un motivo ahora a Nils Esterling. Hacía ya tiempo que habían dejado atrás al patrullero. Estaban totalmente solos, en un vacío casi inconcebible para la mente humana. El brillo frío e inmóvil de las estrellas no hacía sino dar mayor relieve a su aislamiento. Día tras día, la nave cruzaba el vacío, y nada cambiaba; el sol continuaba siendo una amarillenta estrellita, y la Vía Láctea se tendía a lo ancho del oscuro cielo como el Puente Bifrost que llega hasta Asgard, Bifrost, el Brillante Arco Iris a lo largo del cual cabalgan las Valquirias, llevando las almas de los guerreros muertos en batalla. De hecho, la leyenda no quedaba fuera de lugar en este sitio inhumano, vacío sin aire en el que el hombro tan solo entraba como un intruso, aventurándose en pequeñas naves que un meteoro podía destruir con facilidad. Nils Esterling sentía el misticismo de los lugares lejanos introduciéndose en su alma. Lo había sentido ya en otra ocasión, en el Valle del Eúfrates, en el que la Creación había puesto el Jardín del Edén, y de nuevo en la Isla de Pascua, frente a los silenciosos titanes tallados cuyos orígenes se perdían en el pasado.
Había puertas y barreras, pensó: murallas construidas para impedir que los intrusos se aventurasen demasiado lejos. El hombre no había conquistado el espacio. Había alcanzado los mundos más próximos, pero más allá, en la vastedad de las galaxias, yacían misterios. ¡Aún más cerca que eso! Un Planeta Negro, girando mayestático, invisible, al borde del Sistema, guardando sus secretos... ¿Cuáles eran esos secretos? En algunas ocasiones, el escepticismo volvía de nuevo, y Esterling se reía de su propia credulidad. ¿Cómo podía haber permanecido un planeta durante edades sin descubrir, más allá de la órbita de Plutón? Tendría que haber sido invisible. Pero ya en el siglo XX los astrónomos habían sospechado la existencia de un mundo transplutoniano, uno tan lejano del sol que su influencia era desdeñable, un mundo no visto, perdido en la increíble inmensidad del espacio. Sí, el Planeta Negro podía existir. Beale pasaba horas realizando complicados cálculos. Había calculado la posición según las ruinas del brazalete de Esterling, y Darrion cambió el rumbo de acuerdo con esto. El pequeño científico observaba el visor, usando la lente telescópica, pero no podía divisar su objetivo.
—Debe de ser invisible —decía—. Es una buena señal. Esterling se lo quedó mirando.—¿Por qué?
—En el plano natural, no hay duda que normalmente sea invisible, al menos de tamaño planetario. Esto significa que el enmascaramiento fue creado artificialmente. Los físicos han especulado sobre la posibilidad de una negaesfera...
—Yo he visto planetoides de un negro total —intervino Damon—. Uno no los veía hasta que estaba a unos pocos centenares de kilómetros.
—Los planetoides son pequeños, y se puede detectar su presencia por oclusión. Una negaesfera artificial tendría la propiedad de alterar el camino de los rayos luminosos. Ya saben que las estrellas enanas pueden atraer hacia ellas la luz. Una negaesfera podría alterar su camino alrededor del planeta. El mundo no ocultaría ninguna estrella tras su masa.
Contemplaron el visor, pero no había nada allá afuera excepto los helados ríos de estrellas en el cielo nocturno. El tiempo se arrastraba monótonamente. No había ni amanecer ni atardecer; comían cuando tenían apetito, dormían cuando estaban cansados. Y, siempre, el navío condenado volaba por la oscuridad. Hasta que... No hubo ningún aviso previo. En un momento se hallaban en el espacio vacío. Al siguiente, Damon, en los controles, dio un seco grito y cortó los cohetes. La pantalla llameó con color blanco. Una campana comenzó a zumbar en tono agudo.
—¿Qué pasa? —Beale se apresuró a llegar hasta donde estaba Damon, inclinándose sobre el hombro del capitán. Contuvo el aliento. Esterling lo echó a un lado, mirando al visor.
En la pantalla se veía un mundo, grande, luminoso, claramente recortado contra el neblinoso fondo de estrellas. Había surgido de la nada. Pero no era negro, brillaba con una fría y móvil radiación. A través de él se movían mareas de luz viviente.
—El Planeta Negro —dijo Damon—. Pero...
La voz de Beale sonaba aguda por la excitación:
—¡«Había» una negaesfera! La atravesamos sin darnos cuenta. ¡Naturalmente! No es una barrera tangible; tan solo es una cáscara vacía de oscuridad alrededor del planeta. Aquí, al borde del Sistema... —se quedó silencioso, contemplando el inmenso planeta que aparecía como una joya frente a ellos.
—Estamos en la atmósfera —dijo Esterling—. Miren a esas estrellas... ¿No las ven neblinosas? No podemos permanecer en la nave.
Damon colocó al «Vulcan» bajo los controles automáticos, dando vueltas haciabajo en una espiral decreciente. La campana de alarma continuaba sonando.
—Sí, será mejor que nos metamos en los trajes. ¡Vengan!
Hicieron los últimos, ajustes. Un golpe descoyuntador recorrió la nave. Esterling cerró de un golpe el casco, comprobó si tenía el arnés de cohetes y el arma, y trastabilleó torpemente hasta la compuerta a causa de las pesadas botas del traje. Abrió la válvula. Hizo una pausa en el borde del vacío espacio, mirando hacia abajo. Muy por debajo de él yacía el brillante planeta. No podía medir su tamaño. Ahora se veían menos estrellas; la negaesfera no parecía bloquear su luz, pero la atmósfera sí que lo hacía. Hubo -un instante de enfermizo mareo cuando salté. Luego, cayó hacia abajo, y el pánico apretó su garganta. Instintivamente, apretó la palanca que activaba su arnés de cohetes, y su caída se vio frenada. Dos figuras pasaron a gran velocidad a su lado, grotescas en sus trajes: Beale y Damon. Desaparecieron. Cayó de nuevo; todavía quedaba un largo camino hacia abajo, y no deseaba gastar su combustible. La «Vulcan» lo adelantó lentamente, con sus tubos funcionando espasmódicamente, picando hacia su destrucción. De la destrozada amura surgió una llamarada. Eso significaba que había oxígeno en la atmósfera. Un funeral vikingo para los muertos de la nave, pensó Esterling. Contra la oscuridad del cielo, brilló repentinamente un rojo fuego. Era como un faro... Golpeado por este nuevo pensamiento, miró hacia abajo. Seguramente las llamas atraerían la atención, si es que había alguna clase de vida en el planeta negro. ¿Pero qué vida podía existir en aquel aperlado y brillante globo, recorrido por mareas luminosas? Siguió cayendo. La «Vulcan», ardía, rojo sobre negro. ¿Cuántos espacionautas habían contemplado visiones similares, contemplando sus naves destruyéndose, mientras ellos quedaban solos en el espacio, sin esperanzas de rescate? Ningún marino náufrago podía jamás haber sentido ni la décima parte de la total desolación que le oprimía desde el vacío. Los mares de la Tierra eran amplios, pero los mares del espacio no tenían costas. No podía ver a Beale ni a Damon. ¿Qué ocurriría cuando alcanzase el mundo de allá abajo? ¿Lo tragarían aquellas mareas brillantes? No podía haber ninguna clase de vida allí.
Vacío, y sensación de caída. Una languidez hipnótica que abotargó el cerebro de Esterling. A lo largo del cielo brillaba la Vía Láctea. Bifrost, por donde cabalgaban las Valquirias, las doncellas guerreras de Asgard. Las Valquirias... Alrededor suyo batieron silenciosamente unas alas. Durante un segundo que pareció durar siempre, un rostro contempló a Esterling. La sangre batió en sus sienes. Era una alucinación, pensó, ¡porque ella no podía existir! Su cabello era amarillo paja, sus ojos azules como los mares del sur. Ninguna curva de su esbelto cuerpo queda-daba oculta por la única prenda de gasa que la cubría, y en toda su vida Esterling nunca había visto a una muchacha que fuera la mitad de hermosa que esta. ¡Ni la mitad de extraña! De sus espaldas surgían alones; mientras que alas, brillantes con luz iridiscente, la mantenían en el aire. ¡Tenía alas!
Por un momento, la muchacha se mantuvo allí, mirando curiosamente a Esterling. Luego, un toque de malicia iluminó sus ojos azules. Hizo un movimiento rápido... Y Esterling perdió la estabilidad debido a un violento tirón dado a su arnés. Todavía cayendo, giró lentamente en el aire, a tiempo para ver a una segunda muchacha, casi un duplicado de la primera, que se llevaba su arnés de cohetes. Lo había arrancado... y Esterling caía libremente, ¡sin duda para detener su descenso hacia el brillante planeta de allí abajo! Su garganta se secó por un repentino pánico; desenfundó su arma. Aparentemente, las muchachas aladas conocían el significado de las armas. La que llevaba el arnés lo dejó caer, y en perfecta sincronización se abalanzaron hacia Esterling. Impedido como se hallaba por la engorrosa escafandra, no tenía nada que hacer. Una mano aferró su brazo. Tiraron del arma hacia atrás y hacia arriba. Cayendo a través del espacio, no podía ejercer palanca, no tenía forma de hacer fuerza. Inerme, luchó contra las Valquirias.
Desde el principio supo que era inútil. Ellas se hallaban en su propio elemento, ágiles, fuertes, hábiles. Al final, les dejó que le arrancaran el arma, cuando una desesperación suicida le invadió. Pero al parecer las muchachas no querían que muriese. Sus brazos lo aferraron, mientras las, grandes alas pulsaban y batían. La caída de Esterling se vio frenada. Muy por debajo, el planeta fue creciendo. Las mareas de luz recorrían su superficie. Llenaba casi medio cielo. La «Vulcan», todavía en llamas, cayó y fue tragada por el brillo luminoso. El mundo se hizo cóncavo, y luego plano. La perspectiva cambió. La esfera ya no colgaba en el vacío; había un enorme océano en movimiento por debajo. En ese brillante mar se veían islas que navegaban bajo la acción de las tremendas mareas como si fueran naves. En las islas se alzaban ciudades, de aspecto frágil, con una curiosa arquitectura diferente a cualquiera otra que Esterling hubiera visto antes. No había ninguna planificación regular. Algunas de las islas eran grandes, otras pequeñas. Pero todas eran como jardines, consteladas de nubes de torres y minaretes que parecían lustrosas joyas. Las Hespérides, las Islas Afortunadas. Océano de luz viva se estrellaban contra esas extrañas cotas. Las islas se movían mayestáticamente a través de los ondulantes y móviles mares, como pecios de un planeta perdido. Esterling cayó hacia una de ellas, prisionero de las Valquirias. Vio sobre las torres a una miríada de formas voladoras, moviéndose con grácil sencillez. ¡El pueblo alado! No todo eran mujeres. Había también hombres, con alas más fuertes y oscuras.
Sobre Esterling se alzaron paredes. Estaba siendo transportado por un conducto circular. Tuvo un instante de enfermiza confusión, durante el cual fue medio cegado por alas que batían y se agitaban a su alrededor. Luego notó cómo los fuertes brazos se relajaban. Bajo sus pies había terreno firme. Se encontraba en una pequeña plataforma de algún material plástico teñido de azul. Tras él se abría, en la pared, un corredor. Por debajo de sus pies el pozo se hundía hacia profundidades desconocidas. Las Valquirias aterrizaron junto a él. Notó gráciles dedos que trasteaban en su casco. Y la mirilla fue echada hacia atrás. El aire del nuevo mundo se precipitó en sus pulmones. Una bocanada le demostró que no había ningún peligro. Era puro, fresco y dulce, con una sutil sensación cosquilleante que casi producía intoxicación. Los azules ojos sonrieron a Esterling.
—«D'rn sa asth'neeso —las palabras no tenían ningún significado, pero sí el gesto que las acompañó. Esterling dudó. Una Valquiria pasó a su lado, recogió sus alas como si fueran una capa a su alrededor y penetró en las profundidades del pasadizo.
—«¡lyan sa!»
La siguió, con la otra muchacha pisándole los talones. Apartaron un tapiz, y se encontró en un apartamento, obviamente una alcoba, aunque no construida para humanos. Las paredes eran transparentes como el cristal. Al parecer, se hallaba en una de las torres más altas. Bajo él se extendía la ciudad. Más allá, la lujuria de un bosque exuberante, y aún más allá el deslumbrador torbellino del mar luminoso. El pueblo alado volaba y planeaba por entre las torres. La Valquiria que Esterling había visto en primer lugar se acercó murmuró unas pocas sílabas líquidas y gorgoteantes, y su compañera desapareció. Luego, sonriendo sin miedo ante la vista de Esterling, golpeó el pecho de su traje espacial e hizo un gesto interrogativo. Su voz sonó dura en el silencio:
—Sí. Creo que no necesito esto. —Satisfecho, se sacó la molesta vestimenta y el casco. La muchacha se señaló el pecho.
—Norahn —lo repitió— Norahn... Norahn.
—Norahn —dijo Esterling. ¿Su nombre? Imitó su gesto—. Nils.
Se oyó un ruido de pasos tras ellos. Un grupo de Valquirias apareció por detrás de la cortina, llevando entre ellas a dos figuras que se debatían: Beale y Damon. Se detuvieron al ver a Esterling. Damon abrió su casco.
—¿Qué es esto? ¿También le cogieron su arma?
—Tómenlo con calma —dijo Esterling—. Son amistosas. El que estemos aún con vida lo prueba.
Damon gruñó y comenzó a sacarse el traje, Beale, moviendo silenciosamente sus labios, hizo lo mismo. Las Valquirias se echaron atrás, como esperando.
—Norahn —dijo Esterling indeciso—. La muchacha le sonrió.
—«Vanalsa inio.»
Señaló a la puerta. Una Valquiria entró, llevando una gran bandeja llena de frutas, desconocidas para los terrestres. Norahn cogió un globo escarlata y le dio un bocado, ofreciéndoselo luego a Esterling. El sabor era extraño, pero ácidamente placentero. Damon gruñó, se sentó en el suelo y comenzó a comer. Beale se mostró más dubitativo, olisqueando cada fruto cuidadosamente antes de probarlo, pero pronto los tres hombres se estuvieron atiborrando. Era un cambio muy apetecible después de las raciones espaciales. Casi no se dieron cuenta cuando las Valquirias se fueron marchando. Tan solo quedó Norahn. Tocó la esfera roja que Esterling estaba comiendo y dijo:
—«Khar. Khar.»
—«Khar. Norahn.»
Con la boca llena, Beale espetó:
—Un buen signo. Se están tomando la molestia de enseñarnos su lenguaje. Santos cielos, todavía no puedo acabármelo de creer. Toda una raza de gente voladora...
—«Khar», Nils. «Khar.»
El tiempo no existía en el mundo de las Valquirias. Las islas flotadoras erraban con las mareas brillantes, llevadas por una corriente incesante que giraba alrededor del mundo. Lo que era aquel extraño mar era algo que nunca pudo averiguar Esterling. No era agua, aunque uno se podía bañar en ella. El pueblo alado picaba, se zambullía bajo la superficie, y salían con brillantes gotitas cubriendo sus cuerpos. Tal vez fuera radiactividad. O cualquier otra fuente de energía menos comprensible, una fuerza extraña que hacía que el Planeta Negro fuera diferente al resto del sistema. Norahn les dijo, cuando hubieron aprendido a hablar su idioma, que el planeta procedía del exterior. En la antigüedad, antes de lo que el pueblo alado recordaba, había girado alrededor de otro sol, situado a años-luz de distancia. En aquel entonces habían estado en su edad de la ciencia. Ya no tenían ninguna necesidad de esa ciencia ahora, aunque los útiles permanecían. Los ojos de Beale se iluminaron.
—No tenemos archivos, ni recuerdos. Fue hace demasiado tiempo. Creo que hubo una guerra, y que nuestra gente huyó, moviendo este planeta como si fuera una nave.
Atravesaron el espacio. Hace mucho, visitaron los planetas de este sistema. Contenían vida, pero la vida no era inteligente. Y tuvieron miedo de que sus enemigos les siguieran y los destruyeran. Así que construyeron la negaes-fera, para ocultarse de aquellos que pudieran perseguirlos. Esperaron. Los años pasaron. Los siglos pasaron, y las edades. Y cambiamos. Las alas de Norahn se extendieron.
—Se olvidó la ciencia; no teníamos ninguna necesidad de ella. Volamos. ¡Volamos! —brevemente, se le iluminaron los ojos con éxtasis—. Tal vez sea decadencia, pero no le pedimos nada más al universo. Ha pasado mucho tiempo desde que cualquiera de nosotros se aventurara fuera de la negaesfera. En realidad, está prohibido. Cae una maldición sobre todos los que abandonan este mundo.
—¿Una maldición? ¿Qué...?
—Eso no lo sé. Algunos se aventuraron en naves, pero no regresaron. La vida es buena aquí. Tenemos nuestras alas, y nuestras ciudades. Cuando llegamos cerca de la Oscuridad, emigramos.
—No comprendo eso —dijo Esterling—. ¿Qué es la Oscuridad?
—Pronto lo sabrás. Las mareas nos están acercando a ella, y pronto tendremos que buscar otra isla. Ya lo verás...
En el horizonte se alzaba una muralla de oscuridad. Una monstruosa montaña de nebuloso negro, iluminada morbosamente por relámpagos rojos que chisporroteaban intermitentes entre la oscuridad. La isla flotaba hacia ella... y el pueblo-pájaro se preparó para partir.
—No puede existir vida en la Oscuridad —dijo Norah—. La única tierra que hay en este mundo son las islas flotadoras, y siguen la marea. Mientras están en el lado de la luz, podemos vivir en ellas. Cuando entran en la Oscuridad, buscamos otra isla, hasta que dan media vuelta al planeta y vuelven a surgir de nuevo.
Esterling miró a la gran nube.
—¿Y qué pasa con vuestras ciudades? ¿Resultan dañadas?
—No, lo encontramos todo tal y como lo dejamos. Nuestros sabios dicen que hay una cierta radiación en la Oscuridad que destruye la vida, tal y como hay otras radiaciones aquí, en el mar, que nos dan energía y nos hacen alados.
—¿Cómo...?
—No lo sé. Tan sólo hay leyendas —Norahn se alzó de hombros—. En realidad, no importa. Dentro de unas horas tendremos que partir hacia otra isla. Estad preparados.
Esterling nunca olvidaría aquella extraña emigración a través del brillante mar. El pueblo alado se elevó como una nube, llevando las escasas posesiones que necesitaban, que no eran demasiadas. Dos Valquirias transportaban a Esterling; otras se hicieron cargo de Beale y de Damon. Sus grandes alas los transportaron fácilmente por encima del océano. Tras ellos, la isla desierta flotó hacia la Oscuridad. Mirando hacia atrás, Esterling notó como un escalofrío lo recorría. Su sangre nórdica le dio un aviso repentino. Pensó en Jotunheim, el lugar de la noche, en donde los Gigantes Helados esperan su hora para abalanzarse contra los Aesir... La nueva isla era como la primera, aunque mayor, y con una mayor extensión de bosque. Y la vida no cambió. Los tres terrestres tomaban escasa parte en ella; sin alas, se veían constreñidos. La asistencia del pueblo alado prosiguió sin afectarles, aunque Esterling no se mostraba tan ensimismado como los otros. No se preocupaba demasiado por ello. Estaba contento con observar, y hablar con Norahn; con verla planear sobre el brillante mar. Norah les dijo que estaban prisioneros:
—Si es que le podéis llamar así, ya que la libertad de este mundo está abierta para vosotros. Pero no podéis iros. En el pasado, navíos de vuestro sistema se han estrellado aquí a veces, y algunos hombres han sobrevivido, aunque no por mucho tiempo. Los tratamos bien. Nos los llevamos a lugar seguro cuando las islas entraron en la Oscuridad... y al cabo de un tiempo murieron. Vosotros también permaneceréis aquí.
—¿Por qué? —preguntó Damon.
—Porque traeríais al resto de vuestro gante aquí. Somos felices: hemos pasado la edad de la ciencia, y ya no la necesitamos. Estamos perfectamente adaptados a nuestro hábitat, pero aquí hay grandes fuentes de energía. Y vuestra raza desearía esta energía. Nuestro planeta quedaría arruinado para nosotros. Tomaríais nuestras islas para construir enormes y horribles maquinas. Ni siquiera podríamos luchar, pues hemos olvidado cómo.
—Deben de tener algunas armas —dijo Beale.
—Tal vez... pero no las necesitamos. Hemos escondido nuestro mundo; lo guardamos contra los intrusos... esta es nuestra mayor seguridad. No podemos luchar, ni lo deseamos. Hace edades que todo esto murió en nuestra raza, poco después de que nuestra ciencia alcanzase su cénit y se detuviese allí. Todo lo que necesitamos está al alcance de nuestra mano, sin un mayor esfuerzo por nuestra parte.
—Pero las máquinas —persistió Beale—, necesitarán reparaciones, ¿no? ¿No se estropean nunca? Norahn encogió sus brillantes alas:
—Son tan simples que un niño podría repararlas. Ese fue el último interés que demostraron nuestros científicos, o al menos eso es lo que dice la leyenda. Trabajaron hasta que ya no hubo ninguna necesidad de seguir inventando, y entonces trabajaron para simplificar. Aún uno de vosotros, que nunca ha visto una máquina de hacer comida o un telar-«noyai», lo podría reparar en unos pocos minutos si se estropease. No, ya no tenemos ninguna necesidad de armas o inventos o cualquier otra cosa excepto volar —sus grandes alas se alzaron sobre su cuerpo y temblaron un poco—. Me canea el estar quieta y el hablar, aunque sea contigo, Nils. Volveré.
Se zambulló desde la torre y desapareció en la fría y perlada luz.
—Entonces, tienen espacionaves aquí —dijo Beale. Su voz sonaba ansiosa—. Esto es obvio, o Norahn no se hubiera molestado en decirnos que éramos prisioneros. Y podremos hacerlas volar si es que las encontramos. Me preguntaren dónde...
—Lo encontraremos —dijo Damon.
Entonces ocurrió lo increíble. Desde hacía mucho tiempo, Esterling había estado consciente de una curiosa sensación centrada en sus omoplatos, pero no se dio cuenta de su significado hasta el día en que, desnudo hasta la cintura, se estaba afeitando ante un espejo improvisado. Damon, dijo algo en una voz sorprendida.
—¿Eh? —Esterling se cortó, la mejilla—. ¿Qué sucede?
En lugar de responderle, Damon llamó a Beale. El científico llegó desde la habitación adjunta frotándose los ojos.
—Mira la espalda de Esterling —le dijo el capitán—. ¿Crees...?
Beale contuvo su respiración.
—¡Santos cielos! No se dé la vuelta, amigo. Déjeme ver.
—¿Qué pasa? —Esterling atisbaba frente al espejo.
—Algo está creciendo de sus omoplatos. ¡Qué me coman los diablos! —murmuró Damon—. No puede ser. ¡Norahn!
La grácil figura de la muchacha apareció sobre el balcón.
—¿«Estan'ha? ¡Oh! —saltó suave al suelo y corrió hacia delante—. Estate quieto, Nils.
Notó cómo su fría mano tocaba su espalda. Una extraña y cosquilleante sensación estaba agitándose en el interior de Esterling. Aún antes de que Norahn hablase, comenzó a sospechar la verdad.
—Alas —dijo—. Sí... así es como crecen. De los brotes, expandiéndose lentamente hasta que alcanzan todo su tamaño.
Damon se había quitado la camisa y estaba frente al espejo.
—Qué raro —murmuró—. Y no los tengo. ¿Y tú, Beale? -
El científico parpadeó.
—Claro que no. No tengo ninguna de esas características recesivas en mis genes. Ni tú tampoco. Esterling le miró.
—¿Qué quiere decir?
—La respuesta es obvia, ¿no? Me había preguntado la forma; en que el brazalete, con su runa sobre el Planeta Negro, había llegado a sus manos. ¿No habían pertenecido a su tatarabuela?
—A Gudrun. Sí. Pero...
—¿Qué es lo que sabe acerca de ella?
—Muy poco —dijo Esterling—. Me contaron que era rubia, con ojos azules, y muy bonita. Había alguna clase de misterio a su alrededor. No vivió mucho, y el brazalete fue entregado a su hijo.
—Ya había viajes espaciales en los días de su tatarabuela —dijo Beale—. Y Norahn dice que algunos de sus congéneres abandonaron el planeta en sus naves. Es bastante obvio de dónde procedía Gudrun, ¿no?
—Ella... ella no tenía alas.
—Las alas pueden ser amputadas. Aparentemente, son una característica recesiva, transmitida a usted por su tatarabuela.
Esterling temblaba un poco.
—¿Y entonces cómo es que crecen ahora? ¿Cómo es que no nací con ellas?
Beale señaló con la cabeza hacia la ventana, tras la cual se agitaba el brillante mar.
—Hay algunas radiaciones en este planeta... radiaciones que no existen en ningún otro punto del sistema. Usted nació con brotes de alas en la espalda, pero necesitaban el ambiente adecuado para desarrollarse. Esa radiación especial existe aquí. Si nunca hubiera venido a este planeta, nunca le hubieran crecido las alas.
Norahn sonrió feliz a Esterling.
—¡Pronto podrás volar, Nils! Te enseñaré cómo...
Fue como recobrar la vista después de haber sido ciego de nacimiento. El vuelo abrió ante Nils Esterling panoramas que nunca había contemplado. Aprendió con sorprendente facilidad. Después de que las alas hubieron alcanzado todo su desarrollo, los músculos también se fueron haciendo más fuertes. Nunca olvidaría su primer vuelo. No fue largo, pero la sensación de completa y absoluta libertad, la abrupta y fácil retención de su caída, hizo que la sangre hirviera en sus venas. El vuelo era una borrachera mental. Su fuerza era mayor que la de cualquier licor que Esterling hubiera jamás probado. Y Norahn le enseñó, tal y como le había prometido. Ahora comprendía la intoxicación que sentía el pueblo alado. La humanidad terrestre había abandonado a Esterling. Ahora era un miembro más del pueblo alado. El vuelo era su herencia, la tremenda y excitante delicia de la absoluta libertad, no atada por las dimensiones. La isla flotaba inexorablemente hacia la Oscuridad. Ya era tiempo de otra emigración. El pueblo alado se alzó y se marchó, en busca de un nuevo hogar. No obstante, Beale y Damon se retrasaron. Estaban determinados a permanecer en la isla cuando se introdujese en la oscuridad. En la ventana, Norahn contemplaba el cielo, en donde la gran negrura se hacía a cada momento más amenazadora..
—Es peligroso. Moriréis.
—Tal vez la radiación no nos dañe a nosotros —gruñó Damon—. Y nos gustaría saber lo que hay en la oscuridad. Beale piensa...
—No sean estúpidos —dijo hoscamente Esterling—. Saben demasiado bien que no pueden vivir en un lugar en el que no pueda vivir el pueblo alado. Supongo que no puedo evitar el que cometan suicidio. Pero, ¿qué es lo que esperan ganar quedándose en la isla?
Ilógicamente, Beale y Damon persistieron en su argumentación. Persistieron mientras la oscuridad se acercaba cada vez más. Las dos compañeras de Norahn se iban poniendo más y más nerviosas. Finalmente, echaron a volar, con los rostros pálidos por la proximidad a la barrera de negrura. Esterling las vio alejarse.
—De acuerdo —dijo—. Tal vez Norahn y yo podamos llevarles. Tomen una decisión, porque vamos a irnos también nosotros... ¡ahora mismo!
Damon capituló con sorprendente rapidez.
—De acuerdo. Supongo que también tendremos que irnos, si es que no quieren esperar hasta que estemos más cerca de la oscuridad.
—Ya estamos demasiado cerca. Beale tendrá que olvidarse de su curiosidad. Norahn, ¿pueden llamar a algunos de tu gente para que regrese a ayudarnos?
Ella negó con la cabeza.
—Están demasiado lejos. No se quedan en una isla cuando se acerca demasiado la Oscuridad. Pero podré llevar fácilmente al hombre pequeño.
—De acuerdo. Súbase a mi espalda, Damon. Así. Cójase con las piernas alrededor de mi cintura. Ahora...
Las alas eran potentes. Beale era pequeñito, y Damon no era ningún gigante. Esterling y Norah se dejaron caer desde el balcón, abrieron totalmente sus alas y planearon, ganando altura. La isla se alejó bajo ellos. Volaron sobre el brillante mar. A lo lejos, en la distancia, se veía una mancha que indicaba dónde se hallaban las gentes aladas, en un apretado grupo.
—Escuche —dijo Damon al oído de Esterling—. Esta gente tiene espacionaves, ¿no es así?
—Las tuvieron.
—¿Dónde están?
—En algunas de las islas. Pero en ninguna de las que hemos vivido.
—Pero usted las ha visto.
—Sí... desde arriba.
—Y yo también. En una ocasión, cuando nos llevaron a visitar otra isla. Sé donde se encuentran ahora, teniendo en cuenta el movimiento de la marea —hubo una pausa.
Damon prosiguió—: ¿Le interesaría salir de este mundo?
Esterling sonrió ligeramente.
—Es raro. Nunca pensé en eso. Me gusta este lugar.
—Bien, a mí no me gusta. ¿Qué le parecería dejarnos en un lugar desde el que pudiéramos ¡legar a una espacionave?
—¿Se refiere a una de las de ellos? No es posible. Por una parte, no podrían hacerla volar. Por otra, ¿qué hay del combustible? Recuerde que no han usado esas naves desde hace épocas.
—Oh, sí, lo han hecho. Norahn nos ha contado cómo algunos de ellos han salido al espacio y nunca han vuelto, y acerca de lo fácil que es manejar todas las máquinas de aquí. Me arriesgaré con el combustible. Aunque creo que debe estar preparado... Así es como parece operar la maquinaria de este mundo. Y si la nave es tan simple... Bueno, puedo manejar cualquier cosa que vuele.
—Y volvería con un ejército, ¿no? Norahn tenía razón, Damon. Este mundo debería de permanecer aislado. La gente de aquí es feliz.
—¡Y un infierno feliz! ¡Beale! —la voz de Damon sonaba seca—. ¡Ahora!
Esterling vio cómo el científico, que se hallaba a una docena de metros, se movía rápidamente. Tenía un arma en la mano. Apretó la boca del cañón contra la sien de Norahn. Simultáneamente, el nórdico notó un frío anillo de acero tocando su propia sien.
—Tómeselo con calma —dijo tranquilamente Damon—. No trate de hacer ningún truco. Puedo disparar antes de que me deje caer. Y también Beale.
El rostro de Esterling estaba pálido.
—Todo va bien —dijo, con su voz alterada—. Sigue normalmente, Norahn:
—Sí —secundó Damon—. Sigan, pero con una dirección distinta. Nos van a llevar a una espacionave, Esterling. O les volaremos las cabezas a usted y a Norahn.
—¿De dónde sacaron las armas? —preguntó.
—De donde habían estado escondidas —dijo Damon—. He estado planeando esto durante bastante tiempo. No podía enfrentarme con todos ustedes, pero supuse qué si podía quedarme a solas con usted y Norahn...
—Sí —dijo Esterling—. Sí.
Fue un largo vuelo. Los músculos de las alas estaban cansados y doloridos cuando comenzó a crecer en la distancia una islita, pasando a ser, de una pequeña mancha, una amplia extensión. Beale gritó algo y señaló.
—Puedo ver naves ahí abajo —dijo Damon al oído de Esterling—. No obstante, no veo a gente alada. Supongo que permanecen alejados de todo lo que les recuerde la ciencia. Baje... tranquilo.
Obedientemente, Esterling planeó bajando con las corrientes del brillante aire, al lado de Norahn. Las filas de naves plateadas, con forma de torpedo, se fueron aproximando. Damon silbó al ver su diseño.
—¡Apostaría a que son muy rápidas!
Esterling aterrizó suavemente. Damon saltó de su espalda, con el arma preparada, esperando hasta que Norahn y Beale hubieron descendido.
—Ten tu pistola lista —le dijo al científico—. Quiero comprobar esta nave.
La compuerta era extremadamente fácil de manejar. En un momento desapareció en el interior. Los otros esperaron en tensión. Al cabo de un rato, Damon reapareció, sonriendo.
—Tenía razón. Hay instrucciones simples en los controles. Cualquiera que conozca la astrogación podría manejarlos. Y están llenas de combustible. Y bien, Esterling, ¿qué le parecería el venir con nosotros?
El nórdico miró a Norahn.
—No —dijo—. Me quedo.
Beale se mordió los delgados labios.
—Maldita sea —murmuró—. Damon, tendríamos que llevarnos alguna prueba con nosotros.
—Tenemos la nave.
—Seguro, pero cuando traigamos gente de regreso aquí nos ayudaría mucho el conocer todo lo posible acerca del pueblo alado. Quizá no puedan luchar, pero han heredado armas. Nunca las hemos logrado localizar, y Norahn podría darnos mucha información.
—¡Norahn! —chilló Esterling—. ¡Vete de aquí! ¡Rápido!
Saltó sobre Damon, golpeando con el puño el arma del capitán. Se oyó un apresuramiento de pasos tras él, y algo le golpeó en la cabeza con contundente fuerza. La debilidad descendió como si fuera agua por todo su cuerpo. Casi no sintió cómo el puño de Damon golpeaba su mandíbula. Entre sueños, oyó chillar a Norahn. Se oyó el apagado sonido de una válvula cerrándose, y luego un tremendo estallido de cohetes y un aullido de aire desplazado. Esterling, caído boca abajo, murmuró débilmente y trató de alzarse. No podía. Un punto negro iba disminuyendo en el cielo.
—¡Norahn! —dijo roncamente—. ¡Norahn...!
En alguna forma, se arrastró sobre pies y manos. Estaba ciego y enfermo de dolor, y notaba como si su cráneo hubiera sido fracturado. Pero otra espacionave se alzaba entre los árboles, y tenía que alcanzarla... En alguna forma logró hacerlo. Nunca sabría cómo. En alguna forma, se arrastró a lo largo de brillantes corredores y encontró un tablero de instrumentos que bailaba ante sus ojos. Después, se imaginó que debió de hacer todas las cosas requeridas para las que habían sido entrenados sus reflejos, y que son similares para cualquier nave que recorre los caminos espaciales. Debió de cerrar las válvulas y derrumbarse en el sillón del astrogador, y encontrar los instrumentos adecuados con sus temblorosas manos. Pero todo esto lo hizo por pura fuerza de voluntad. Cuando se le aclaró la cabeza, la pantalla del visor situada frente a él estaba llena por el vacío estrellado del espacio. Ya había atravesado la negaesfera. El mundo de Norahn se había desvanecido, y por un instante recordó la maldición que se decía que caía sobre todos los nativos que abandonaban aquel mundo. Tras esto, transcurrió una eternidad. Esterling no podía abandonar los controles; apenas si se atrevía a apartar su mirada de la pantalla visora, y un dolor punzante y enloquecedor golpeaba su cerebro dentro del cráneo. Damon volaba hacia el sol, y Esterling lo seguía tenazmente. Alcanzaron la órbita de Plutón. Y, poco a poco, en una infinitesimal gradación, la nave que huía se fue haciendo más grande en la pantalla.
Esterling manipulaba los controles con una atontada inconsciencia. Ya estaban casi juntos, el perseguidor y el perseguido. Y ahora..., ahora... Con un impacto sorprendentemente ligero, hizo chocar su nave contra la de Damon, y sin detenerse a ver los resultados se giró hacia el armario del que colgaban las escafandras. Fue mientras se estaba enfundando el traje cuando por primera vez se dio cuenta de lo que había sucedido con sus alas. Los grandes miembros brillantes que lo habían transportado sobre los centelleantes mares del mundo de Norahn habían perdido su color... colgaban fláccidos. En el vacío, se propulsó de un golpe hacia la otra nave. No se dirigió a la compuerta de entrada; Damon debía de estar esperando que hiciera esto. Por el contrario, Esterling se acercó aferrándose con las manos al casco, hacia una compuerta de emergencia situada a proa. La abrió. Beale lo estaba esperando.
Esterling miró para asegurarse de que el compartimiento de proa estuviese herméticamente cerrado, con la puerta sellada. Norahn estaba en esta nave, y tenía que ir con cuidado. Pero la válvula estaba apretada. Beale disparó. La bala atravesó el traje de Esterling y su hombro al hacer éste una finta. Pero tan sólo era una herida superficial. Cerró el agujero del traje arrebujando el tejido con una mano, y la, otra se extendió hacia atrás para abrir la compuerta de escape. Beale no llevaba traje protector. Logró hacer otro disparo antes de que el aire fuese arrancado de sus pulmones, pero la bala partió loca, rebotando contra el metal. El tremendo chorro de aire que escapaba por la compuerta arrastró a Beale, golpeándolo contra Esterling. Los dedos del científico se agarraron frenéticamente al traje del otro. Beale se deslizó, con sus ojos desorbitados, y su lengua completamente salida de la boca. Esterling miró al cadáver sin emoción. Cerró la compuerta tras él, abrió la puerta al resto de la nave y, rápidamente, se quitó el molesto traje y casco. El vacío ya había sido reemplazado por aire fresco. Esterling recogió el arma de Beale y atravesó la puerta. Cuatro pasos lo llevaron a otra puerta. La abrió. Estaba frente a Damon. En un rincón de la cabina de mandos yacía Norahn, atada. Sus alas estaban... marchitas. Damon disparó. La bala golpeó a Esterling en alguna parte. Dio un paso hacia adelante. Norahn estaba llorando, muy silenciosamente, como un niño adolorido.
—Váyase —susurró Damon—. Quédese donde está. Le...
Avanzó el arma, contrayendo el dedo sobre el gatillo. Esterling lanzó su propia arma contra el rostro del otro mientras saltaba. Su mano derecha encontró la muñeca de la mano armada de Damon. Su izquierda se aferró a los apretados músculos del cuello. Norahn estaba llorando, amargamente, sin esperanzas...
—Lo maté —dijo mi padre—. Con mis propias manos. Pero sólo murió una vez. Las olas golpeaban bajo nosotros, en el Fiordo de los Truenos. El cielo se habíha ido aclarando. Freya, el gerifalte, encapuchado y dormido, se agitó en el hombro de Nils Esterling. Miré al oscuro mar.
—¿No podíais regresar?
—No. Aquellas alas nunca volverían a crecer. Tan sólo podían haberlo hecho en el Planeta Negro. Y una vez marchitas... —hizo un gesto desesperanzado—. Norahn y yo estábamos desterrados a la Tierra. Era la legendaria maldición que caía sobre cualquier miembro de su pueblo que abandonase aquel mundo. Y... y ella había nacido para volar.
El borde de! sol apareció sobre el horizonte. Nils miró directamente a sus cegadores rayos.
—No dejó que la llevase de regreso. El Planeta Negro es para aquellos que tienen alas. No para los que tienen que permanecer en el suelo. La traje a la Tierra, Arn, la traje aquí. Murió cuando tú naciste. Apenas si pasó un año... Tuvimos felicidad, pero fue agridulce. Porque habíamos volado.
Nils desencapuchó al gerifalte. Freya se movió, erizó sus plumas, parpadeando con sus ojos dorados.
—Volar —dijo mi padre—. Dejar de volar es morir. Norahn murió en un año. Y durante más de cuarenta años yo he estado encadenado aquí, recordando, Arn... —se sacó algo de su brazo, y me lo puso en la mano—. Esto es tuyo ahora. Vas al espacio. Tu herencia está allí, más allá de la órbita de Plutón, en donde las islas del pueblo alado vagan sobre las brillantes mareas del mundo de Norahn. Que también es tu mundo. En ti llevas la semilla del vuelo.
Miró al gerifalte.
—No tengo palabras para hablarte de tu herencia, Arn. Nunca la conocerás hasta que tengas alas. Y entonces...
Nils Esterling se alzó, echando a volar el gerifalte. Freya chilló estruendosamente. Sus alas batieron el aire. Voló en círculos, se alzó, subiendo sobre los vientos. La mirada de mi padre se clavó en mí mientras deslizaba el brazalete dorado en mi brazo. Se derrumbó de nuevo en la silla, como si estuviera exhausto.
—Eso es todo, supongo —dijo cansinamente—. Ya es tiempo de que te vayas. Y... Te diré adiós.
Lo dejé allí. No me vio marchar. En un determinado momento me giré, ya muy lejos por el sendero sobre el Fiordo de los Truenos, y vi que Nils Esterling no se había movido. Estaba mirando hacia arriba, a Freya, que planeaba en el azul. La siguiente vez que miré, el borde del farallón ocultaba el Hall. Y todo lo que podía ver era el vacío cielo, y al gerifalte volando en círculos en él, sobre sus espléndidas alas.