-Abandone– sugirió el comisario
Laurenzi.
-Todavía no.
-Está perdido.
-Teóricamente– repuse. Pero lo importante es saber si usted puede ganarme. Fíjese, yo no estoy jugando contra la teoría, estoy jugando contra usted. Ese es el encanto de las partidas de café.
Me miró con rencor y movió el caballo. Después no habló durante un largo rato. No era un final de problema, era simplemente un final difícil. El caballo debía realizar un complejo movimiento de lanzadera, avanzando y retrocediendo a lo largo de una línea imaginaria que cortaba la retirada de mi rey. Debo decir que, salvo una transposición de movimientos que pudo enmendar a tiempo pero que le produjo una inexplicable irritación, el comisario condujo el final con exactitud.
Abandoné tres jugadas antes del mate inevitable, cuando ya el comisario había cambiado de cara y afectaba mover las piezas con sobrada distracción.
-¿Por qué se enojó tanto?- le pregunté irritado
-¿Cuándo?
-Recién, cuando traspuso las movidas.
-Oh, eso- dijo encendiendo un cigarrillo negro.
Parecía que no iba a hablar. A través del ventanal del Café Rivadavia clavó los ojos en la calle, donde un río oscuro de automóviles circulaba perezosamente. De pronto dijo, con voz cansada:
- Ciertas situaciones de algunas partidas de ajedrez me hacen acordar a otras situaciones. Eso es todo. No es nada nuevo, no es nada original, no es nada interesante.
-¿Usted se acordó de un error que cometió alguna vez?- insistí.
-Si, pero aquél no pude remediar.
Después empezó a contar una historia de prolegómenos confusos. Su presupuesto inicial era que este hombre asmático y corpulento a quien empezaban a doblar los años, viudo, jubilado, solo, que todas las noches venía al café a jugar conmigo al billar o al ajedrez, era en realidad otro hombre, joven, posiblemente valeroso o despreocupado, que empezaba a abrirse camino en un mundo de necesaria violencia.
Porque todo esto, dijo, había ocurrido treinta y cinco, cuarenta años atrás, en Río Negro. Él había nacido más al sur todavía, pero un día llegó a Choele-Choel arreando una modesta tropilla y se quedó. Allí todavía estaba fresco el rastro sangriento de la conquista. El viento movía un arenal, y parecía la cara de un indio, solemne y enjuto en su muerte; bajaba el río, se secaba el fango y era posible encontrar una lanza todavía filosa o un par de boleadoras irisadas (así fantaseaba el comisario). Pero la tierra heredada ya era de los estancieros, y sólo el respeto se ganaba o se perdía con un gesto. Después de los coroneles bigotudos, vinieron italianos, españoles, turcos con sus carros de baratijas, muchos chilenos “grandes comedores de carne cruda”, dijo, y la crónica del Rémington contra la lanza perdió un poco de estatura –el Colt 38, el cuchillo-, se hizo menos sistemática, más desordenada, pero también más solapada y acaso más cruel.
Laurenzi trabajó un tiempo de peón en una estancia que era de un ministro de Irigoyen, antes de pasar a la isla y hacerse vigilante en Lamarque. Lamarque era un pueblo de quinientas almas, sobre el Brazo Chico del río, en el sur de la isla, pero su relación obligada en tierra firme era Choele-Choel, que estaba al norte, sobre el Brazo Grande, “y ahora es ciudad y ha progresado mucho”, comentó Laurenzi.
-Al principio no me aceptaron, y cuando pasó esto, tuve que irme. Así que yo fracasé como vigilante – agregó sonriendo vagamente -. El comisario de Choele-Choel me había cobrado afecto, y cuando dijo que se necesitaba un hombre en la isla, agarré viaje. Me pagaban treinta pesos al mes y me dejaban tener una majadita de ovejas en un terreno del destacamento que la gente llamaba “comisaría”, pero que en realidad era un rancho con una pieza y cocina. Después supe que en el gobierno de Alvear habían construido una cárcel y un juzgado, pero en los tiempos que le hablo no había nada de eso: yo solo y mi alma como única autoridad.
“Había gente buena y había gente mala. Pero era joven y me gustaba probar la fuerza. Tuve un par de encuentros donde salí bien parado y entonces me respetaron poco a poco. ¿Sabe?- dijo bruscamente-, a veces me pregunto cómo sería si me hubiera quedado. A lo mejor tendría una estancia, o por lo menos una chacra y un caballo.
-Yo no lo habría conocido. No podría escribir sobre usted.
-Lindo consuelo – resopló-. Sin ofensa.
Espantó una mosca, bebió el café que se le había enfriado, hizo una mueca y continuó:
-Era una tarde calurosa, porque el verano era infernal, le prevengo, cuando empezaron a sonar los tiros. Me asomé a la calle de tierra, y no se veía un alma. Era una impresión rara la que producía esa calma, esa falta de curiosidad mientras se acercaba (así me pareció) el retumbo de los tiros. Había un perro durmiendo en la mitad de la calle, al sol. Levantó apenas el hocico, entre las patas, se arrastró hasta quedar detrás de un poste y volvió a dormirse.
Le pregunté si sus recuerdos eran demasiado nítidos. Dijo que no, que a ese perro lo recordaba clarito, vaya a saber por qué, aunque a lo mejor se olvidaba de otras cosas. También recordaba el brillo del sol en la tierra arenosa. El cuarto estampido se dilató ya muy cerca de una granizada metálica. Al mismo tiempo oyó a la vuelta de la esquina las vigorosas maldiciones de un vasco tendero.
-Me fijé que le habían agujereado la chapa de zinc del negocio, y me puse al abrigo de un sauce. La escopeta calibre 16 es un arma embromada.
“En total habrían pasado quince segundos cuando desembocó en la esquina un muchacho Iglesias, que trabajaba de comisionista en el Ferrocarril Sur, y cada cuatro o quince meses aparecía por la isla. Entonces sonó el quinto escopetazo y la peluquería de la esquina, que era de un tuerto, se quedó sin vidrios y sin un famoso letrero pintado a mano que decía: ‘peloijeiría, se afeitan pelos’.
“Iglesias enderezó al destacamento. Se agarraba el hombro izquierdo con la mano derecha, pero en los pies no tenía nada, se lo aseguro. ¡Cómo corría ese mozo! Culebreaba sin darse vuelta, con la cabeza agachada como quien espera el golpe de gracia, y levantaba una nube de polvo. Al lado mío pasó sin verme, se paró en seco y dio un salto hacia la puerta.
“En eso asomó frente a la peluquería un hombre que llevaba una escopeta más grande que el. Era el viejo Antonio, un italiano que tenía una quinta de frutas. La rapidez de este viejo era una cosa notable. En la mano izquierda llevaba tres cartuchos colorados, y en los bolsillos le asomaban más. Bueno, el viejo se agachó, la escopeta se dobló sobre sus rodillas, la cargó, se la llevó al hombro, hubo un cañonazo y cuando quise acordar me encontré envuelto en hojitas de sauce, y sintiendo en los oídos un zumbido como el que hace una radio mal sintonizada. Me asomé, Antonio no tenía más que dos cartuchos en la mano, había corrido diez metros, se había parado, y nuevamente doblaba la escopeta sobre la rodilla. En ese momento le di el alto.
“Creí que me iba a tirar. Chiquito como era, aquel italiano metía miedo. De todo lo que decía en una jerga incomprensible yo no entendía más que la palabra ‘sporco’. Pero cuando me acerqué y le manoteé la escopeta, no hizo resistencia. De todas maneras tuve que sujetarlo cuando entramos en la comisaría, y allí estaba Iglesias vendándose el brazo con un pedazo de camisa.
“Como a Antonio no había manera de sacarle nada, le pregunté al muchacho:
“-No sé -contestó mirando al quintero de reojo -. Para mí que está loco. Yo no le hice nada a Julia. Pero él dice que yo me la… bueno.
“Estábamos en eso, y ¿quién se aparece? La Yulia, corriendo y despeinada, y hecha una magdalena. Entonces el viejo dejó de gritarle a Iglesias y empezó a gritarle a ella.
“Después de pensarlo un poco, decidí que había que llevarlos a Choele-Choel y ponerlos en manos del comisario, del juez, del cura, también del médico porque la herida de Iglesias no era grande, dos o tres perdigones en un brazo, pero sangraba bastante. La Julia era menor de edad y estaba de tres meses, como vine a saber por una de las pocas cosas que le entendí al viejo Antonio.
-¿Y ella valía la pena para todo ese tiroteo?- pregunté con cierto escepticismo.
-Vaya a saber- dijo el comisario-. Uno qué sabe. Si lo pienso ahora no era más que una de esas bellezas campesinas, algo toscas, que luego se casan y se cargan de hijos, y a los veinticinco años ya son viejas. Pero Julia tenía 17 y era fresca como una lechuga, o si usted prefiere, como un repollo –agregó con repentina propensión a las metáforas hortícolas, que luego interpreté como una pesada broma contra sí mismo.
“El mismo Iglesias me caía simpático, aunque yo lo trataba poco. Hacía alrededor de cuatro meses que no lo veía. En ese momento, claro, estaba un poco mal parado, pero se me ocurrió que casarse con una chica no era lo peor que le podía ocurrir. Además era voz corriente en el pueblo, aún antes de que los resultados estuvieran a la vista, que se entendían bien.
“No lo pensé más y les anuncié que los llevaba a Choele-Choel.
Sin embargo, explicó el comisario, el asunto no resultó tan fácil. Tuvo que pedir un carro prestado a un turco (divagó largamente sobre las caravanas que allí se concentraban antes de iniciar las duras travesías hacia el sur) y llevar a los causantes hasta el Brazo Grande. Ahí se tomaba una balsa para cruzar.
-Usted hubiera visto lo que era esa balsa. Se manejaba a pulso desde arriba, con una especie de cabrestante y una maroma que atravesaba el río y estaba sujeta a un poste en la otra orilla. En el verano, cuando había bajante, solía quedarse varada en el barro, o a lo mejor había que ir a tomarla en el centro del río.
“Esa tarde pasaba algo peor. Se había roto la maroma, y el balsero, entre imprecaciones, me dijo que no tenía esperanzas de arreglarla al día siguiente.
“Yo hubiera vuelto a Lamarque, pero no tenía dónde encerrar a esa gente. No quería que el italiano volviera a las andadas, o que Iglesias se fugara con la moza. El balsero, que era un vasco testarudo, accedió a prestarme el único bote que tenía, pero insistió en que no cruzaran más de dos personas por vez. Y aun así, me dio un tarrito para sacar el agua, porque el bote daba lástima, y el río estaba bastante correntoso. Debía ser en diciembre y no habían empezado las grandes bajantes.
“Ya me estaba resignando a cruzar el río cinco veces, tres de ida y dos de vuelta, para llevarlos de a uno en el bote, en vez de hacer un solo viaje en balsa como había calculado. Entonces vi que el problema era menos simple. No podía dejar a Antonio solo con el seductor de su hija, y tampoco podía dejarlo con su hija. Ya no hablaba, pero igual seguía inquietándome. Los otros también. La chica no dejó de llorar desde que vio a su novio herido. Cuando quiso ayudarlo a vendarse, él la apartó despacito y se vendó solo. Después se mantuvo reconcentrado acariciándose la rala barbita amarilla, como si pensara en lo que había sucedido. Acababa de averiguar que era un cobarde, o por lo menos, que era capaz de correr ante un viejo armado con una escopeta.
“Sí- murmuró el comisario dando una larga pitada a su cigarrillo negro-. Había que llevarlos de a uno, y evitar que los que quedaban se desgarraran entre ellos.
-¿No podía encerrar a dos, cada uno en su calabozo, llevarse al tercero y volver a buscarlos?.
-Usted se olvida que ni siquiera en el destacamento yo tenía calabozos, y aquí no había más que la casa del balsero, con una sola pieza que se podía cerrar con llave.
“La situación se repetía en la otra orilla, porque la comisaría de Choele-Choel estaba a más de veinte cuadras del lugar donde yo iba a atracar con el bote. No podía perder tiempo llevándolos de a uno a la comisaría, porque nos iba a agarrar la noche. Pensaba pedirle ayuda a un puestero que vivía del otro lado y era amigo mío.
“Así que de los dos lados había un lugar relativamente seguro, pero cuando lo pensé un poco vi en qué consistía el problema: mientras durase el traslado, Antonio tenía que estar solo o tenía que estar conmigo. En ningún momento podía dejarlo sin vigilancia con su hija o con Iglesias.
El comisario partió en cuatro pedazos el boleto de la consumición y colocó sobre la mesa la cucharita del café y una caja de fósforos.
-Se trata de distribuir los papeles.
-¿Esos?- dije, empezando a irritarme.
-Como usted quiera. ¿Tiene un lápiz?
Se lo di. Pensé que el comisario se burlaba de mi, y sin embargo, alguna idea familiar me rondaba sin que pudiera atraparla.
-Haga de cuenta que esa cuchara es el río. Este papelito, en el que escribo una A, es el viejo Antonio. Este otro papelito –lo marcó con una J-, es Julia. Este papelito –lo marcó con una I- es Iglesias. Y éste –lo marcó con una L- soy yo.
Los alineó a un lado de la cuchara.
-En esta orilla- comentó sin sonreír.
-Ahora tengo que cruzarlos al otro lado, pero de a uno. Antonio nunca tiene que quedar solo con Julia y tampoco tiene que quedar solo con Iglesias. ¿Cuántos viajes tengo que hacer?
-Cinco- vacilé-. ¡Qué se yo!
-Siete- dijo, y empezó a embarcar los papelitos en la caja de fósforos y a mover la caja por encima de la cuchara-. Cruzo al viejo, uno. Vuelvo, dos. Llevo a Iglesias, tres.
-Y entonces se tiene que dejar a los dos hombres juntos, y uno mata al otro.
-No, porque ahí está todo el truco. En el cuarto viaje, que es de regreso a la isla, me traigo de vuelta al viejo, y dejo a Iglesias solo en tierra firme. En el quinto llevo a la hija. El sexto es de regreso y lo hago solo. En el séptimo, trasbordo por última vez a Antonio y ya los tengo a todos juntos del otro lado sin que el italiano haya podido hacer un estropicio.
-Un momento- exclamé bruscamente iluminado-. Esa historia yo la he oído. Es el problema de Alcuino.
-¿De quién?
-El tipo que era amigo de Carlomagno. El lobo, la cabra, y la col. No se puede dejar al lobo solo con la cabra, ni a la cabra sola con la col.
-Mi abuela, que me enseñó ese cuento –dijo pausadamente el comisario- no era una persona instruida. No sabía quién era ese Al…¿cuánto? Alcuino. Además, decía “chivo”, decía “repollo”. Pero fíjese lo que son las cosas, yo no quise pensar que fuese exactamente la misma historia.
-¿En qué se equivocó?- dije suavemente.
-¿Cómo saber quién es un lobo?-replicó-. O si usted prefiere, ¿cómo saber que una cabra no se portará como un lobo o inclusive como una cabra?
-Eso es muy complicado.
Pedí otro café. El comisario pidió una grapa.
-Ya le dije yo que era muy joven y quería medirme con las cosas. Cuanto más lo pienso, más me convenzo que era un provocador. Todo lo que pasó lo provoqué, hice tentativas, tenté, y de pronto, ¿sabe lo que había? Un cadáver. No me perdonaré nunca –dijo seriamente-. Porque cuando se me ocurrió la idea, me sentí encantado. Fíjese, había dificultades aparentes (yo no tenía derecho a obligar al viejo a cruzar tres veces el río), pero las descarté todas. Porque lo que me gustaba era el juego. Y lo que hice fue una trasposición de jugadas, como recién. Y también repartí mal los papeles, pero no esos papelitos de recién, sino lo que cada uno era.
“Encerré a Julia y a Iglesias en la pieza del balsero y crucé al italiano. Esa parte salió bien, se dejó llevar como un chico. Toda su vida se le había ido en un paquete, un viejo cansado. Llegó a preguntarme seriamente si yo creía que Iglesias se iba a casar con su hija. ¿Qué le iba a decir? Lo pensó un rato y dijo que a lo mejor questo sporco resultaba un buen muchacho a pesar de todo. Cuando agregó que él lo había hecho todo por la Yulia, y que había vivido para ella, y que nunca le había puesto una mano encima, ni siquiera ahora, bueno, empecé a sentirme mal.
“¿Sabe lo que sentí? Lo mismo que hace un rato, cuando moví el rey en vez del caballo. Pero mucho peor, es claro. Dejé al viejo en la orilla, sin molestarme siquiera en llevarlo hasta el puesto, y emprendí el regreso.
“Nunca he remado con tanta furia, y nunca el tiempo me pareció tan lento. Salté a la isla y corrí a la casa del balsero. El vasco y su mujer estaban parados junto a la puerta de la pieza y se miraban con susto. Me explicaron que habían oído un ruido, pero como yo no tenía la llave…
“Entonces abrí la puerta.
El comisario vació de un golpe el vaso de grapa.
-Allí estaba Iglesias, sentado en una silla, acariciándose la barbita, olvidado de todo, como si siguiera pensando. Creo que no me oyó entrar. Y la muchacha estaba muerta a sus pies. La había ahorcado con sus propias manos.
El comisario se levantó con gran ruido de sillas y caminó despacio hacia la puerta del café, mientras yo pagaba la consumición.
Lo alcancé. Estaba parado al borde de la vereda y tenía los ojos como perdidos en la negra corriente de automóviles, sembrada de reflejos.
-¿Por qué fue?- dije poniéndole una mano en el hombro.
-Porque la chica estaba embarazada de tres meses. Y él, hacía cuatro que faltaba del pueblo. Cuando el viejo la descubrió, la amenazó, fue a buscar la escopeta, ella sólo atinó a nombrar al que había sido su novio y no al verdadero seductor. Nunca supimos quién era.
-Eso se dice fácil. Pero en realidad yo debí adivinarlo. Por un lado, Iglesias no dejó que la chica se le acercara, ni siquiera para vendarlo, ¿se acuerda? Y eso que iba pensando en el camino era la traición que acababa de descubrir, y no los escopetazos que le había tirado el viejo. Por otro lado, Antonio no había intentado maltratar a su hija, salvo de palabra, ni siquiera en el primer acceso de furia.
“Yo la encerré con Iglesias en el mismo cuarto y me guardé la llave. Encerré la cabra con la col.
“Así que yo me equivoqué. Pensé que sólo el viejo podía matar, y que la muchacha estaba segura con el que había sido su novio, cuando en realidad sólo estaba segura con su padre. Si hubiera seguido la fábula al pie de la letra, si hubiera repartido bien los papeles, era Iglesias el que nunca debía quedar solo con la chica ni con el viejo, para no ser comido por el lobo ni comerse la col.
“El italiano se murió tres meses después, y a Iglesias le dieron quince años. Yo me fui del pueblo y no he vuelto nunca. Dicen que está muy adelantado…
Hubo un silencio difícil de llenar. Aprovechando una pausa en el tráfico, tomé al comisario Laurenzi del brazo y dije maquinalmente:
-¿Cruzamos?
Me miró con reprobación y tristeza.
-Todavía no.
-Está perdido.
-Teóricamente– repuse. Pero lo importante es saber si usted puede ganarme. Fíjese, yo no estoy jugando contra la teoría, estoy jugando contra usted. Ese es el encanto de las partidas de café.
Me miró con rencor y movió el caballo. Después no habló durante un largo rato. No era un final de problema, era simplemente un final difícil. El caballo debía realizar un complejo movimiento de lanzadera, avanzando y retrocediendo a lo largo de una línea imaginaria que cortaba la retirada de mi rey. Debo decir que, salvo una transposición de movimientos que pudo enmendar a tiempo pero que le produjo una inexplicable irritación, el comisario condujo el final con exactitud.
Abandoné tres jugadas antes del mate inevitable, cuando ya el comisario había cambiado de cara y afectaba mover las piezas con sobrada distracción.
-¿Por qué se enojó tanto?- le pregunté irritado
-¿Cuándo?
-Recién, cuando traspuso las movidas.
-Oh, eso- dijo encendiendo un cigarrillo negro.
Parecía que no iba a hablar. A través del ventanal del Café Rivadavia clavó los ojos en la calle, donde un río oscuro de automóviles circulaba perezosamente. De pronto dijo, con voz cansada:
- Ciertas situaciones de algunas partidas de ajedrez me hacen acordar a otras situaciones. Eso es todo. No es nada nuevo, no es nada original, no es nada interesante.
-¿Usted se acordó de un error que cometió alguna vez?- insistí.
-Si, pero aquél no pude remediar.
Después empezó a contar una historia de prolegómenos confusos. Su presupuesto inicial era que este hombre asmático y corpulento a quien empezaban a doblar los años, viudo, jubilado, solo, que todas las noches venía al café a jugar conmigo al billar o al ajedrez, era en realidad otro hombre, joven, posiblemente valeroso o despreocupado, que empezaba a abrirse camino en un mundo de necesaria violencia.
Porque todo esto, dijo, había ocurrido treinta y cinco, cuarenta años atrás, en Río Negro. Él había nacido más al sur todavía, pero un día llegó a Choele-Choel arreando una modesta tropilla y se quedó. Allí todavía estaba fresco el rastro sangriento de la conquista. El viento movía un arenal, y parecía la cara de un indio, solemne y enjuto en su muerte; bajaba el río, se secaba el fango y era posible encontrar una lanza todavía filosa o un par de boleadoras irisadas (así fantaseaba el comisario). Pero la tierra heredada ya era de los estancieros, y sólo el respeto se ganaba o se perdía con un gesto. Después de los coroneles bigotudos, vinieron italianos, españoles, turcos con sus carros de baratijas, muchos chilenos “grandes comedores de carne cruda”, dijo, y la crónica del Rémington contra la lanza perdió un poco de estatura –el Colt 38, el cuchillo-, se hizo menos sistemática, más desordenada, pero también más solapada y acaso más cruel.
Laurenzi trabajó un tiempo de peón en una estancia que era de un ministro de Irigoyen, antes de pasar a la isla y hacerse vigilante en Lamarque. Lamarque era un pueblo de quinientas almas, sobre el Brazo Chico del río, en el sur de la isla, pero su relación obligada en tierra firme era Choele-Choel, que estaba al norte, sobre el Brazo Grande, “y ahora es ciudad y ha progresado mucho”, comentó Laurenzi.
-Al principio no me aceptaron, y cuando pasó esto, tuve que irme. Así que yo fracasé como vigilante – agregó sonriendo vagamente -. El comisario de Choele-Choel me había cobrado afecto, y cuando dijo que se necesitaba un hombre en la isla, agarré viaje. Me pagaban treinta pesos al mes y me dejaban tener una majadita de ovejas en un terreno del destacamento que la gente llamaba “comisaría”, pero que en realidad era un rancho con una pieza y cocina. Después supe que en el gobierno de Alvear habían construido una cárcel y un juzgado, pero en los tiempos que le hablo no había nada de eso: yo solo y mi alma como única autoridad.
“Había gente buena y había gente mala. Pero era joven y me gustaba probar la fuerza. Tuve un par de encuentros donde salí bien parado y entonces me respetaron poco a poco. ¿Sabe?- dijo bruscamente-, a veces me pregunto cómo sería si me hubiera quedado. A lo mejor tendría una estancia, o por lo menos una chacra y un caballo.
-Yo no lo habría conocido. No podría escribir sobre usted.
-Lindo consuelo – resopló-. Sin ofensa.
Espantó una mosca, bebió el café que se le había enfriado, hizo una mueca y continuó:
-Era una tarde calurosa, porque el verano era infernal, le prevengo, cuando empezaron a sonar los tiros. Me asomé a la calle de tierra, y no se veía un alma. Era una impresión rara la que producía esa calma, esa falta de curiosidad mientras se acercaba (así me pareció) el retumbo de los tiros. Había un perro durmiendo en la mitad de la calle, al sol. Levantó apenas el hocico, entre las patas, se arrastró hasta quedar detrás de un poste y volvió a dormirse.
Le pregunté si sus recuerdos eran demasiado nítidos. Dijo que no, que a ese perro lo recordaba clarito, vaya a saber por qué, aunque a lo mejor se olvidaba de otras cosas. También recordaba el brillo del sol en la tierra arenosa. El cuarto estampido se dilató ya muy cerca de una granizada metálica. Al mismo tiempo oyó a la vuelta de la esquina las vigorosas maldiciones de un vasco tendero.
-Me fijé que le habían agujereado la chapa de zinc del negocio, y me puse al abrigo de un sauce. La escopeta calibre 16 es un arma embromada.
“En total habrían pasado quince segundos cuando desembocó en la esquina un muchacho Iglesias, que trabajaba de comisionista en el Ferrocarril Sur, y cada cuatro o quince meses aparecía por la isla. Entonces sonó el quinto escopetazo y la peluquería de la esquina, que era de un tuerto, se quedó sin vidrios y sin un famoso letrero pintado a mano que decía: ‘peloijeiría, se afeitan pelos’.
“Iglesias enderezó al destacamento. Se agarraba el hombro izquierdo con la mano derecha, pero en los pies no tenía nada, se lo aseguro. ¡Cómo corría ese mozo! Culebreaba sin darse vuelta, con la cabeza agachada como quien espera el golpe de gracia, y levantaba una nube de polvo. Al lado mío pasó sin verme, se paró en seco y dio un salto hacia la puerta.
“En eso asomó frente a la peluquería un hombre que llevaba una escopeta más grande que el. Era el viejo Antonio, un italiano que tenía una quinta de frutas. La rapidez de este viejo era una cosa notable. En la mano izquierda llevaba tres cartuchos colorados, y en los bolsillos le asomaban más. Bueno, el viejo se agachó, la escopeta se dobló sobre sus rodillas, la cargó, se la llevó al hombro, hubo un cañonazo y cuando quise acordar me encontré envuelto en hojitas de sauce, y sintiendo en los oídos un zumbido como el que hace una radio mal sintonizada. Me asomé, Antonio no tenía más que dos cartuchos en la mano, había corrido diez metros, se había parado, y nuevamente doblaba la escopeta sobre la rodilla. En ese momento le di el alto.
“Creí que me iba a tirar. Chiquito como era, aquel italiano metía miedo. De todo lo que decía en una jerga incomprensible yo no entendía más que la palabra ‘sporco’. Pero cuando me acerqué y le manoteé la escopeta, no hizo resistencia. De todas maneras tuve que sujetarlo cuando entramos en la comisaría, y allí estaba Iglesias vendándose el brazo con un pedazo de camisa.
“Como a Antonio no había manera de sacarle nada, le pregunté al muchacho:
“-No sé -contestó mirando al quintero de reojo -. Para mí que está loco. Yo no le hice nada a Julia. Pero él dice que yo me la… bueno.
“Estábamos en eso, y ¿quién se aparece? La Yulia, corriendo y despeinada, y hecha una magdalena. Entonces el viejo dejó de gritarle a Iglesias y empezó a gritarle a ella.
“Después de pensarlo un poco, decidí que había que llevarlos a Choele-Choel y ponerlos en manos del comisario, del juez, del cura, también del médico porque la herida de Iglesias no era grande, dos o tres perdigones en un brazo, pero sangraba bastante. La Julia era menor de edad y estaba de tres meses, como vine a saber por una de las pocas cosas que le entendí al viejo Antonio.
-¿Y ella valía la pena para todo ese tiroteo?- pregunté con cierto escepticismo.
-Vaya a saber- dijo el comisario-. Uno qué sabe. Si lo pienso ahora no era más que una de esas bellezas campesinas, algo toscas, que luego se casan y se cargan de hijos, y a los veinticinco años ya son viejas. Pero Julia tenía 17 y era fresca como una lechuga, o si usted prefiere, como un repollo –agregó con repentina propensión a las metáforas hortícolas, que luego interpreté como una pesada broma contra sí mismo.
“El mismo Iglesias me caía simpático, aunque yo lo trataba poco. Hacía alrededor de cuatro meses que no lo veía. En ese momento, claro, estaba un poco mal parado, pero se me ocurrió que casarse con una chica no era lo peor que le podía ocurrir. Además era voz corriente en el pueblo, aún antes de que los resultados estuvieran a la vista, que se entendían bien.
“No lo pensé más y les anuncié que los llevaba a Choele-Choel.
Sin embargo, explicó el comisario, el asunto no resultó tan fácil. Tuvo que pedir un carro prestado a un turco (divagó largamente sobre las caravanas que allí se concentraban antes de iniciar las duras travesías hacia el sur) y llevar a los causantes hasta el Brazo Grande. Ahí se tomaba una balsa para cruzar.
-Usted hubiera visto lo que era esa balsa. Se manejaba a pulso desde arriba, con una especie de cabrestante y una maroma que atravesaba el río y estaba sujeta a un poste en la otra orilla. En el verano, cuando había bajante, solía quedarse varada en el barro, o a lo mejor había que ir a tomarla en el centro del río.
“Esa tarde pasaba algo peor. Se había roto la maroma, y el balsero, entre imprecaciones, me dijo que no tenía esperanzas de arreglarla al día siguiente.
“Yo hubiera vuelto a Lamarque, pero no tenía dónde encerrar a esa gente. No quería que el italiano volviera a las andadas, o que Iglesias se fugara con la moza. El balsero, que era un vasco testarudo, accedió a prestarme el único bote que tenía, pero insistió en que no cruzaran más de dos personas por vez. Y aun así, me dio un tarrito para sacar el agua, porque el bote daba lástima, y el río estaba bastante correntoso. Debía ser en diciembre y no habían empezado las grandes bajantes.
“Ya me estaba resignando a cruzar el río cinco veces, tres de ida y dos de vuelta, para llevarlos de a uno en el bote, en vez de hacer un solo viaje en balsa como había calculado. Entonces vi que el problema era menos simple. No podía dejar a Antonio solo con el seductor de su hija, y tampoco podía dejarlo con su hija. Ya no hablaba, pero igual seguía inquietándome. Los otros también. La chica no dejó de llorar desde que vio a su novio herido. Cuando quiso ayudarlo a vendarse, él la apartó despacito y se vendó solo. Después se mantuvo reconcentrado acariciándose la rala barbita amarilla, como si pensara en lo que había sucedido. Acababa de averiguar que era un cobarde, o por lo menos, que era capaz de correr ante un viejo armado con una escopeta.
“Sí- murmuró el comisario dando una larga pitada a su cigarrillo negro-. Había que llevarlos de a uno, y evitar que los que quedaban se desgarraran entre ellos.
-¿No podía encerrar a dos, cada uno en su calabozo, llevarse al tercero y volver a buscarlos?.
-Usted se olvida que ni siquiera en el destacamento yo tenía calabozos, y aquí no había más que la casa del balsero, con una sola pieza que se podía cerrar con llave.
“La situación se repetía en la otra orilla, porque la comisaría de Choele-Choel estaba a más de veinte cuadras del lugar donde yo iba a atracar con el bote. No podía perder tiempo llevándolos de a uno a la comisaría, porque nos iba a agarrar la noche. Pensaba pedirle ayuda a un puestero que vivía del otro lado y era amigo mío.
“Así que de los dos lados había un lugar relativamente seguro, pero cuando lo pensé un poco vi en qué consistía el problema: mientras durase el traslado, Antonio tenía que estar solo o tenía que estar conmigo. En ningún momento podía dejarlo sin vigilancia con su hija o con Iglesias.
El comisario partió en cuatro pedazos el boleto de la consumición y colocó sobre la mesa la cucharita del café y una caja de fósforos.
-Se trata de distribuir los papeles.
-¿Esos?- dije, empezando a irritarme.
-Como usted quiera. ¿Tiene un lápiz?
Se lo di. Pensé que el comisario se burlaba de mi, y sin embargo, alguna idea familiar me rondaba sin que pudiera atraparla.
-Haga de cuenta que esa cuchara es el río. Este papelito, en el que escribo una A, es el viejo Antonio. Este otro papelito –lo marcó con una J-, es Julia. Este papelito –lo marcó con una I- es Iglesias. Y éste –lo marcó con una L- soy yo.
Los alineó a un lado de la cuchara.
-En esta orilla- comentó sin sonreír.
-Ahora tengo que cruzarlos al otro lado, pero de a uno. Antonio nunca tiene que quedar solo con Julia y tampoco tiene que quedar solo con Iglesias. ¿Cuántos viajes tengo que hacer?
-Cinco- vacilé-. ¡Qué se yo!
-Siete- dijo, y empezó a embarcar los papelitos en la caja de fósforos y a mover la caja por encima de la cuchara-. Cruzo al viejo, uno. Vuelvo, dos. Llevo a Iglesias, tres.
-Y entonces se tiene que dejar a los dos hombres juntos, y uno mata al otro.
-No, porque ahí está todo el truco. En el cuarto viaje, que es de regreso a la isla, me traigo de vuelta al viejo, y dejo a Iglesias solo en tierra firme. En el quinto llevo a la hija. El sexto es de regreso y lo hago solo. En el séptimo, trasbordo por última vez a Antonio y ya los tengo a todos juntos del otro lado sin que el italiano haya podido hacer un estropicio.
-Un momento- exclamé bruscamente iluminado-. Esa historia yo la he oído. Es el problema de Alcuino.
-¿De quién?
-El tipo que era amigo de Carlomagno. El lobo, la cabra, y la col. No se puede dejar al lobo solo con la cabra, ni a la cabra sola con la col.
-Mi abuela, que me enseñó ese cuento –dijo pausadamente el comisario- no era una persona instruida. No sabía quién era ese Al…¿cuánto? Alcuino. Además, decía “chivo”, decía “repollo”. Pero fíjese lo que son las cosas, yo no quise pensar que fuese exactamente la misma historia.
-¿En qué se equivocó?- dije suavemente.
-¿Cómo saber quién es un lobo?-replicó-. O si usted prefiere, ¿cómo saber que una cabra no se portará como un lobo o inclusive como una cabra?
-Eso es muy complicado.
Pedí otro café. El comisario pidió una grapa.
-Ya le dije yo que era muy joven y quería medirme con las cosas. Cuanto más lo pienso, más me convenzo que era un provocador. Todo lo que pasó lo provoqué, hice tentativas, tenté, y de pronto, ¿sabe lo que había? Un cadáver. No me perdonaré nunca –dijo seriamente-. Porque cuando se me ocurrió la idea, me sentí encantado. Fíjese, había dificultades aparentes (yo no tenía derecho a obligar al viejo a cruzar tres veces el río), pero las descarté todas. Porque lo que me gustaba era el juego. Y lo que hice fue una trasposición de jugadas, como recién. Y también repartí mal los papeles, pero no esos papelitos de recién, sino lo que cada uno era.
“Encerré a Julia y a Iglesias en la pieza del balsero y crucé al italiano. Esa parte salió bien, se dejó llevar como un chico. Toda su vida se le había ido en un paquete, un viejo cansado. Llegó a preguntarme seriamente si yo creía que Iglesias se iba a casar con su hija. ¿Qué le iba a decir? Lo pensó un rato y dijo que a lo mejor questo sporco resultaba un buen muchacho a pesar de todo. Cuando agregó que él lo había hecho todo por la Yulia, y que había vivido para ella, y que nunca le había puesto una mano encima, ni siquiera ahora, bueno, empecé a sentirme mal.
“¿Sabe lo que sentí? Lo mismo que hace un rato, cuando moví el rey en vez del caballo. Pero mucho peor, es claro. Dejé al viejo en la orilla, sin molestarme siquiera en llevarlo hasta el puesto, y emprendí el regreso.
“Nunca he remado con tanta furia, y nunca el tiempo me pareció tan lento. Salté a la isla y corrí a la casa del balsero. El vasco y su mujer estaban parados junto a la puerta de la pieza y se miraban con susto. Me explicaron que habían oído un ruido, pero como yo no tenía la llave…
“Entonces abrí la puerta.
El comisario vació de un golpe el vaso de grapa.
-Allí estaba Iglesias, sentado en una silla, acariciándose la barbita, olvidado de todo, como si siguiera pensando. Creo que no me oyó entrar. Y la muchacha estaba muerta a sus pies. La había ahorcado con sus propias manos.
El comisario se levantó con gran ruido de sillas y caminó despacio hacia la puerta del café, mientras yo pagaba la consumición.
Lo alcancé. Estaba parado al borde de la vereda y tenía los ojos como perdidos en la negra corriente de automóviles, sembrada de reflejos.
-¿Por qué fue?- dije poniéndole una mano en el hombro.
-Porque la chica estaba embarazada de tres meses. Y él, hacía cuatro que faltaba del pueblo. Cuando el viejo la descubrió, la amenazó, fue a buscar la escopeta, ella sólo atinó a nombrar al que había sido su novio y no al verdadero seductor. Nunca supimos quién era.
-Eso se dice fácil. Pero en realidad yo debí adivinarlo. Por un lado, Iglesias no dejó que la chica se le acercara, ni siquiera para vendarlo, ¿se acuerda? Y eso que iba pensando en el camino era la traición que acababa de descubrir, y no los escopetazos que le había tirado el viejo. Por otro lado, Antonio no había intentado maltratar a su hija, salvo de palabra, ni siquiera en el primer acceso de furia.
“Yo la encerré con Iglesias en el mismo cuarto y me guardé la llave. Encerré la cabra con la col.
“Así que yo me equivoqué. Pensé que sólo el viejo podía matar, y que la muchacha estaba segura con el que había sido su novio, cuando en realidad sólo estaba segura con su padre. Si hubiera seguido la fábula al pie de la letra, si hubiera repartido bien los papeles, era Iglesias el que nunca debía quedar solo con la chica ni con el viejo, para no ser comido por el lobo ni comerse la col.
“El italiano se murió tres meses después, y a Iglesias le dieron quince años. Yo me fui del pueblo y no he vuelto nunca. Dicen que está muy adelantado…
Hubo un silencio difícil de llenar. Aprovechando una pausa en el tráfico, tomé al comisario Laurenzi del brazo y dije maquinalmente:
-¿Cruzamos?
Me miró con reprobación y tristeza.