domingo, 19 de agosto de 2012

domingo, 12 de agosto de 2012

Mathias Malzieu

http://www.mathiasmalzieu.com/


 
Oh my candy Lady
Your lips it's like a bird
How wild is the strawberry
That substitutes your tongue

Es la suavidad
De tus besitos
Que da a mi boca
El gusto de azucar


Refrain

Candy Candy Candy Lady let me lick your feather
For ever and ever and never even if I ache my teeth
Deja deja dejame mi gattito
Deja me comer tus lavios
Ahora por la hora y mañana

Hablaran los dios

How talented I will be
If I keep you close to me
The broken man like me
Is not used to be good for making families

El talento lo tendré si llego a engatusarte
Si llego a serenarte sin apenarte

Refrain

Oh my candy lady if you never believe me I'll may never
                Believe
In me neither oh never believe in me my Candy Lady

miércoles, 6 de junio de 2012

"Cabecita negra" (en dibujos), de German Rozenmacher

Esta es una versión en historieta aparecida en el libro La Argentina en pedazos de Ricardo Piglia.
Dibujos de Solano López
Adaptación de Eugenio Mandrini 

Fuente: http://www.literatura.org/Rozenmacher/CN/Cabecita.html








"Irlandeses detrás de un gato", de Rodolfo Walsh

El chico que más tarde llamaron Gato apareció sin anuncio ni presentaciones contra la pared norte del patio, durante el último recreo anterior a la cena. Nadie sabía desde cuándo estaba acurrucado junto a la ventana de la galería que comunicaba los claustros. En realidad, allí no tenía nada que hacer, porque era a fines de abril y las clases habían estado funcionando un mes entero, devorando la última luz del fastidioso otoño interrumpido por largos y aburridos períodos de lluvia. Estaba oscureciendo y el patio era muy grande, consumía el corazón mismo del enorme edificio erigido en los años diez por piadosas damas irlandesas. La penumbra, pues, y el vasto espacio que ni siquiera ciento treinta pupilos entregados a sus juegos podían empequeñecer, explican que nadie lo viera antes. Eso, y la propia naturaleza oculta del recién venido, que lo impulsaba a permanecer distante y camuflado, con su cara gris y su guardapolvo gris contra el borrón de la pared más alejada del comedor hacia el que, insensiblemente, habían ido deslizándose durante los últimos veinte minutos las bolitas, la arrimadita y la payana.
El chico parecía enfermo, su rostro era como un limón inmaduro espolvoreado de ceniza. Aún no había cumplido doce años, era muy flaco y los primeros que se le acercaron vieron que los ojos le brillaban febrilmente. Tenía una manera de moverse extraña e inhumana, hecha de bruscos arranques y fogonazos de pasión, o lo que fuera, mezclados con el más sutil escurrimiento, alejamiento, de un cuerpo sinuoso y evasivo. Era alto, y sin embargo podía parecer mucho más pequeño gracias a un solo movimiento, en apariencia, de la cintura y de los hombros, como si no tuviera huesos a pesar de su flacura. Todo esto resultaba inquietante y ofensivo.
Este chico al que más tarde llamaron el Gato y que en pocas horas más iba a revelar una porción tan inesperada de su naturaleza gatuna, había viajado la mayor parte del día, y toda la noche anterior, y el día anterior, porque vivía lejos, con una madre que iba envejeciendo, con la que estaban rotos los puentes del cariño y que al traerlo lo paría por segunda vez, cortaba un ombligo incruento y seco como una rama, y se lo sacaba de encima para siempre. Es cierto que en el último minuto, cuando lo dejó en la rectoría con el padre Fagan, consiguió derramar unas lágrimas y besarlo tiernamente, pero el chico no se engañó con eso, porque él mismo lloró un poco y la besó, y sabía perfectamente que tales gestos no importan mucho fuera del momento o el lugar que los provocan o estimulan.
Lo que predominaba en la mente del chico era una perseguidora memoria de caminos embarrados bajo una amarilla luz de miel, de pequeñas casas que se desvanecían y de hileras de árboles que parecían las paredes de ciudades bombardeadas; porque todo eso había pasado continuamente ante sus ojos durante el largo viaje en tren y se había sumergido de tal modo en su espíritu que aún de noche, mientras dormía a los sacudones sobre el banco de madera del vagón de segunda, había soñado con esa combinación simplísima de elementos, ese paupérrimo y monótono paisaje en que sintió disolverse a un mismo tiempo todas sus ideas y sueños de distancia, de cosas raras y desconocidas y gente fascinante. Su desilusión en esto tenía ahora el tamaño de la infatigable llanura, y eso era más de lo que se atrevía a abrazar con el solo pensamiento.
Exigencias más urgentes vinieron luego a rescatarlo. El padre Fagan lo transfirió al padre Gormally, y el padre Gormally lo llevó al borde del patio enmurado, inmerso, hondo como un pozo, rodeado en sus cuatro costados por las inmensas paredes que allá arriba cortaban una chapa metálica de cielo oscureciente -esas paredes terribles, trepadoras y vertiginosas- y le mostró los ciento treinta irlandeses que jugaban, y cuando volvió a mirar las paredes verticales, él que nunca había visto otra cosa que la llanura con sus acurrucadas rancherías, una sensación de total angustia, terror y soledad lo poseyó. Fue sólo una erupción de puro sentimiento, que le puso de punta cada pelo de la piel; algo parecido a lo que siente la piel de un caballo cuando huele un tigre en el horizonte. Tal vez comprendió que estaba a punto de conocer a la gente de su raza, a la que su padre no pertenecía, y de la que su madre no era más que una hebra descartada. Les temía intensamente, como se temía a sí mismo, a esas partes ocultas de su ser que hasta entonces sólo se manifestaban en formas fugitivas, como sus sueños o sus insólitos ataques de cólera, o el peculiar fraseo con que a veces decía cosas al parecer comunes, pero que tanto perturbaban a su madre.
A primera vista, sin embargo, parecían completamente inofensivos esos chicos campesinos, pecosos, pelirrojos, de uñas y dientes sucios, bolsillos abultados de bolitas, medias marrones colgando flojamente bajo las rodillas, con sus amarillos botines Patria de punteras gastadas por la costumbre de patear piedras, latas y pelotas de fútbol, plantas, raíces de árboles y hasta sus propias sombras; piernas fuertes y macizas bien calzadas en esos pesados botines trituradores, cazadores, que uno (él) veía instintivamente apuntados a sus tobillos, o a la parte blanda de la rodilla, donde el agua se junta y se hincha durante semanas.
Lo cierto es que ahí estaba ahora, el Gato acorralado, contra una ventana, y por supuesto lo primero que dijo Mulligan, que parecían mandar el grupo, cuando lo vio allí acurrucado, como listo para saltar, y no queriendo saltar sin embargo, no queriendo pelear, ni siquiera hablar, lo primero que se dijo, tal vez en su idioma, tal vez en el idioma de su madre que él oscuramente comprendía, dijo Mulligan:
 Hé, parece un gato,
y cuando hubo obtenido la razonable cuota de reconocimiento y de risa, y el sobrenombre quedó pegado para siempre al chico que desde entonces llamaron el Gato, inciso en su corazón o en lo que fuera más receptivo al castigo y a la burla, en cualquier cosa que se abriera como un tajo para recibir el cuchillo (porque la herida está allí antes que el cuchillo esté allí, la parte blanda antes que la parte dura, la carne antes que la hoja), cuando estuvo así marcado y al fin sabiendo lo que era, alguien, que podía ser Carmody, Delaney o Murtagh, dijo:
 Cómo te llamas, pibe, planteando el terreno, firme para ellos y para él desconocido, porque pudo sospechar que una pregunta tan sencilla tenía un sentido oculto, y por lo tanto no era en absoluto una pregunta sencilla, sino una pregunta muy vital que lo cuestionaba entero y que debía meditar antes de responder, antes de seguir, como siguió, un curso oblicuo y propiciatorio, antes de decir
 O’Hara -como dijo.
Pero el nombre ofrecido no quiso hundirse, simplemente flotó como una manzana descartada o una papa podrida flotan en el río. Se lo tiraron de vuelta, chorreando desprecio y exasperación:
 Ese no. Tu verdadero nombre, como si fuera transparente para ellos. Entonces dijo:
 Bugnicourt,
que era, ése sí, el nombre de su padre, al que nunca amó ni siquiera conoció bien, un hombre perdido para siempre en las arenas movedizas del agrio recuerdo y la invectiva, su memoria pisoteada por los hombres que siguieron, un fantasma apenado que tal vez espiaba a través de los agujeros de la ácida memoria a la mujer que fue su esposa y después, sin explicación, se volvió la puta del pueblo, pero una puta piadosa, una verdadera puta católica que llevaba al cuello una cadena de oro con una medalla de la Virgen María.
 ¿Qué clase de nombre es ése? ¿Sos polaco? -y en seguida, con sombría sospecha-: ¿Judío?
 No -gritó-. No soy judío -profundamente lastimado, sintiendo por primera vez ese impulso de arañar a ciegas cuyo síntoma fue que flexionó suavemente los dedos, como si los guardara y replegara hasta sentir el filo de las uñas en las palmas.
 ¿O’Hara es tu madre? -preguntaron.
 Sí.
 ¿De dónde es?
 De Cork. Cork en Irlanda.
 Corcho -tradujo Mullahy, que sabía geografía-. Un corcho en el culo -mientras el Gato se movía inquieto en la penumbra, y luego, con repentina decisión, se anotaba el primer punto, su primera movida exitosa frente a la batalla inminente y la pregunta inevitable.
 Mi madre es una puta -dijo sin afectación y así los demoró un instante, horrorizados, incrédulos o secretamente envidiosos de la audacia que permitía decir una cosa como ésa, capaz de hacer temblar el cielo donde planeaban con sus grandes alas membranosas las madres invulnerables y de precipitarlas en un monstruoso cataclismo.
 Oyeron eso -murmuró Kiernan, indagando en la general consternación, en el silencio, en la distancia abierta que ahora sólo podía franquear un jefe.
 Bueno, Gato -dijo Mulligan-. Bueno, Gato -dijo-. Eso me gusta. Sos el polaco, el franchute o el judío más cojonudo que conozco. Lo único que tenés que hacer ahora es pelear con uno de nosotros, después te dejaremos estar y hasta nos olvidaremos de tu vieja, aunque sea una yegua que coge.
 No quiero pelear -repuso el Gato-. Estoy cansado.
 No tenes que pelear conmigo, Gato, yo podría hacerte tiras con una mano atada. Vas a pelear con Rositer, que no tiene más que un buen juego de piernas, pero no pega con la zurda, y al fin y al cabo es un pajero.
 Déjenme solo -dijo el Gato-. No quiero pelear con nadie.
 Pero si te pegamos, Gato -dijo Mulligan-. Si yo te pego. No vas a hacer un papelón, y además tenemos que saber en qué lugar del ranking te ponemos, o vos te crees que esto es un quilombo.
 No sé -dijo el Gato, y de pronto le vieron en la cara una sonrisa extraña, soñadora y cenicienta-. ¿No podríamos dejarlo para mañana? -tomándolos nuevamente de sorpresa.
Parecieron deliberar, sin decir nada, las preguntas y las respuestas iban y venían en el parpadear de un ojo, el tic de una mejilla, una larga y acalorada discusión sin palabras, hasta que nació un consenso, no el resultado de una votación democrática, sino del peso y la autoridad que fluían por sus canales naturales, hasta que los últimos remolinos de disentimiento se desvanecieron y el lago de la conformidad mostró su cara inocente y pacífica.
 Está bien -dijo Carmody, porque esta vez fue él quien, frente a la pesada inmediatez de Mulligan, inclinó la balanza-. Está bien -desconcertado, sin saber por qué condescendía, si no era por el aguijón de lo nuevo e inesperado y en consecuencia teñido, aún en perspectiva, con algo de lo diabólico. Ahora, de todos modos, era el custodio de la voluntad general y se proponía hacerla cumplir.
Pero otros, por disciplinados que estuvieran en la aceptación de esa voluntad general se alarmaron. Sólo alguien que fuese absolutamente extraño a ellos, más, alguien que en verdad participara de la condición de un Gato, podía postergar una de piñas. Por lo tanto, pensaron, esto ya no era un juego, si es que alguna vez lo había sido.
Y así ocurrió que Carmody, después de imponer su punto de vista, quedó malparado, resbalando sobre un ilusorio punto de equilibrio, sintiéndose abandonado e incapaz de evitar nada de lo que pudiera seguir. Porque tal es la naturaleza de las inciertas victorias que se ganan sobre oscuros pálpitos del corazón.
Mulligan sintió volver la marea, esa honda corriente que hace el prestigio.
 Eh, Gato -dijo-. Eh, ¿cómo es que llegas tan tarde al colegio?
El Gato lo miró de frente y algo parecido a una partícula de ceniza, un diminuto destello, pareció moverse en cada uno de sus ojos.
 Estaba enfermo -respondió,
y ahora retrocedieron, como si temieran tocarlo. El Gato lo sintió, una fugitiva sonrisa volvió a jugar en su cara flaca y hambrienta; con asombrosa previsión se lanzó sobre ese fragmento de la suerte, lo arrebató, lo manejó como una pelota atada a una gomita.
 Tiña -dijo, y sacudió la cabeza, y les mostró-. El que me toca se jode -tocándose, en honda burla y parodia de sí mismo.
De nuevo retrocedieron, sin dejar de mirar, y a la luz del crepúsculo creyeron ver en la cabeza del Gato manchas amarillas y grises, y más tarde Collins aseguró que eran como algodón sucio o flores de cardo. Todo el mundo comprendió entonces que la cosa sería más difícil de lo que pensaban, porque el corazón humano se resiste a golpear llagas infestadas o males escondidos, y la índole del obstáculo que ahora los frenaba era, más o menos, del mismo orden que impide o impedía en viejos tiempos levíticos que un hombre toque a su mujer en ciertos días.
Con la cabeza agachada el Gato subrayaba su ventaja y se reía por dentro, observándolos desapasionadamente desde sus ojos curvados hacia arriba, eligiendo a éste o aquél para los futuros días de la retribución y del placer gatunos, porque no menospreciaba la caza ni ignoraba las mudanzas del tiempo.
Los puños se abrieron, ola tras ola de placer desaparecido, de legítima excitación robada escalaron como nubecitas de humo las vertiginosas paredes. En mitad de ese asombro sonó la campana llamando a cenar. Formaron sin ganas contra la pared del comedor, bajo los ojos saltones e inyectados del celador de turno que -certeros para atrapar el motivo central de cualquier desgracia- llamaban la Morsa, por esos dos incisivos que, como largas tizas, quedaban siempre a la vista, aun cuando cerrara la boca. Sin que nadie se lo indicara, el Gato encontró su lugar en la fila, y ese lugar que encontró sin previo ensayo le cuadraba perfectamente de modo que ahora quedaba inadvertido entre Allen y O’Higgins, aunque la fila entera sentía su presencia impune como un ultraje.
Después del rezo, el Gato comió despacio. Bajo la lámpara de pantalla verde, entre los azulejos y sobre las mesas de mármol, en esa enfermiza y espectral blancura que daba al comedor el aire de una sala de hospital, su aspecto no mejoró. Parecía más enfermo, ladino y gris, incómodo para mirar, irradiando esa escandalosa certeza de que uno no podía ser él, bajo ninguna circunstancia y mediante ningún esfuerzo de la imaginación, mientras que podía ser Dashwood, o Murtagh, o Kelly, casi sin desearlo, como en efecto ocurría a veces. Su ajenidad era abominable, y los seis chicos sentados con él en la última mesa, que eligió con la misma precisión con que había tomado su lugar en la fila, apenas se decidían a comer. El guardapolvo nuevo del Gato brillaba con un lustre metálico y verdoso, usaba corbata negra y el cuello de su camisa estaba arrugado. Pero lo que más impresionó a los que realmente se atrevieron a inspeccionarlo fue el largo, largo cuello, y la forma en que se arrugaba cuando ladeaba de golpe la cabeza, y el espectro, el fantasma, la adivinada y odiosa sombra de un bigote gris. Era feo el Gato.
Luego los platos y las fuentes quedaron vacíos, y todos los ojos vacíos miraron al frente, y a una sola señal de la Morsa, la conversación murió. Exteriormente, nada había ocurrido. Sin embargo, en el alma misma del rebaño acababa de producirse un cambio. Silenciosamente, entre el primero y el séptimo y el último bocado de la sémola friolenta, blancuzca, apelmazada que noche a noche mantenía al pueblo con vida, sus líderes fueron derrocados, mediante un proceso desconocido inclusive para ellos. Mulligan y Carmody lo supieron, aunque nadie dijo una palabra. Habían fallado ante su gente, y otros desconocidos aún, ocupaban sus lugares. Así debía ser. El pueblo no quedaba ligado por la palabra dada en un momento de debilidad por un sentimental fracasado como Carmody.
¿Lo adivinó el Gato? Apenas tragó la última cucharada, sus pies comenzaron a moverse sin ruido, pedaleando sobre el piso en un estacionario corre-corre-corre, como un ciclista que se entrena o un boxeador haciendo sombra contra el cercano futuro que se agranda, zambulléndose en la corriente de los hechos, siendo arrastrado cada vez más lejos por su propia ansiedad, corriendo en una amortiguada pesadilla.
La Morsa lo sintió también mientras rondaba el callado comedor, poniéndose cada vez más colorado, sintiendo la necesidad de decir algo, oliendo oscuramente el aire asesino, enfureciéndose, hasta que al fin se paró frente a todos y barbotó:
 ¡Pórtense bien, ustedes! ¡O les rompo el alma a patadas!
Y de este modo se expuso a un silencio ridículo.
Salieron al patio y la noche y volvieron a ponerse en fila. Había en el aire un mensaje de los campos tras las altas paredes, un aroma dulzón que el Gato sintió, y entonces miró al cielo que en ese preciso momento, siete de la noche, fines de abril de 1939, ostentaba una Cruz majestuosa y una proliferante Argonave.
Pero el suelo era de piedra, grandes lajas de pizarras grises o celestes, pulidas por el tropel de las generaciones hasta un hermoso acabado de finas vetas, extendiéndose lejos hacia las gráciles arcadas de los claustros que brillaban casi blancos contra el mar de sombra que empezaba detrás. En algún momento del día había llovido, quedaban charquitos de agua en las hondonadas de la piedra, y el Gato los cotejó contra las suelas de sus botines nuevos, mientras algo todavía refrenaba a la Morsa, que no daba la orden de romper filas, y por un momento pareció que volvería a hablar, pero al fin se encogió de hombros, dio la orden y el Gato saltó.
Saltó, otros dicen que voló por encima de sus cabezas, elevándose tal vez dos yardas, y la fuerza de su quemante impulso lo llevó hacia adelante como en un sueño, planeando, cinco, diez yardas, navegando sobre su flotante guardapolvos hasta que al fin tocó la piedra y las punteras de fierro de sus botines arrancaron de la dormida piedra un chaparrón de chispas, un doble chorro de fuego, signo por el cual fue reconocido más de una vez en esa larga noche, cuando ya parecía haber desaparecido para siempre. ¡Fogoso Gato! ¡Tu terrible desafío aún vibra en mi memoria, porque yo era uno de ellos!
¡Pero qué fue más admirable, ese espantoso salto, o la serena determinación con que Irlanda mandó al frente a sus guerreros! Fácilmente se desplegaron, casi a paso de marcha, Dolan en una punta, Geraghty en el centro, el pequeño pero ingenioso Murtagh a retaguardia, y este único y sencillo movimiento bloqueó todas las posibles retiradas y siguió invisible hacia adelante, entre la renovada prestidigitación del dinenti y el candor del hoyo-zapatero y las conversaciones que disimulaban todo, de suerte que ni siquiera los ojos adiestrados de la Morsa (siempre al acecho de algo que mereciera castigo excepcional) vieron otra cosa que ese enloquecido chico nuevo, el Gato, que como un rayo pasaba en diagonal hacia el claustro de la derecha.
En algún lugar del patio se oyó el sonido de la armónica, que Ryan tocaba en un agudo bailarín y gozoso, como un pífano guerrero, alentando la fiebre del combate. A la izquierda Murtagh corrió un poco, apenas lo bastante para taponar la galería entre los claustros, y llegó a tiempo para ver la sombra del Gato, a sesenta yardas de distancia en el extremo opuesto.
El Gato probó allí la primera cucharada de un amargo dilema. A su derecha estaba la puerta abierta de la capilla, exhalando un enfermizo olor a cedro, cirios y flores marchitas. Se asomó y vio a un cura muy viejo arrodillado ante el altar, murmurando una oración o, tal vez, durmiendo en voz alta, con los ojos cerrados. A su izquierda el largo corredor, con una puerta de vidrio que daba a la rectoría y la agazapada sombra de Murtagh en contraluz. Y al frente, una escalera que se internaba en la oscuridad. Subió ciegamente.
Murtagh abrió una ventana de la galería y con el pulgar hacia arriba hizo una seña a Geraghty, que aguardaba sin prisa en el centro del patio. Geraghty, a través de anónimos mensajeros, comunicó la novedad a Dolan, que se había quedado muy atrás, a la derecha del largo semicírculo de cazadores, y sobre quien había descendido silenciosamente el águila del mando. Dolan reflexionó y dio sus órdenes. Mandó a Winscabbage, que era estúpido pero de anchas espaldas, a retener la encrucijada que tanto había desconcertado al Gato e impedir a toda costa su regreso. Después transmitió a Murtagh la señal de tomar sus propias disposiciones, y Murtagh llamó al pequeño Dashwood y le ordenó que se quedara allí y gritara si venía el Gato, porque el pequeño Dashwood no podía pelear a nadie, pero era capaz de exorcizarse los propios demonios del aullido. Hecho esto, la línea entera se replegó, mientras los jefes se reunían para deliberar y escuchar el consejo de Pata Santa.
Pata Santa Walker tenia una pierna más corta que la otra, terminada en un botín monstruosamente alto, rígido, inanimado como un tronco muerto que arrastraba al caminar, y una noble cara afilada y olivácea de ojos visionarios. No era un líder y nunca podría serlo, aunque aseguraba descender de reyes y no de pobres chacareros de Suipacha, pero la intensidad y concentración de sus ideas lo sustraían al círculo de la piedad en que otros simples desgraciados -un epiléptico y un albino, dos rengos más y un tartamudo- chapoteaban.
A Pata Santa le sobraba tiempo para pensar mientras los demás jugaban al fútbol o al hurling, y los líderes tenían que escucharlo.
 Subirá al dormitorio -vaticinó como si realmente estuviera viendo al Gato-, y después irá hacia atrás.
 ¿Y después?
 Puede aparecer a nuestra espalda. Si lo dejamos bajar, lo perdemos. Se convierte en uno de nosotros.
 Hay que mantenerlo arriba -concordó Murtagh.
Dolan mandó a Scally y Lynch a cubrir las otras dos salidas del patio.
El Gato estaba ahora en una trampa. Cuatro lados, cuatro ángulos, cuatro escaleras, cuatro salidas, todas custodiadas. Moviéndose cautelosamente en la oscuridad, encontró un descanso y una puertita de madera que daba al coro. Se asomó y vio una vez más el altar, el cura inmóvil, el Cristo sangrante y repulsivo y el par de arcángeles de plumas azules sosteniendo candelabros eléctricos. En el coro había un órgano empinando la silueta en la penumbra y rosetas de vidrio que daban a alguna parte de la noche y del cielo. Pero algo ajeno a él mantenía al Gato en movimiento; retrocedió, siguió subiendo y volvió a encontrarse en los ángulos rectos de la decisión. A su izquierda había una larga serie de puertas que se abrían sobre un pasillo; a su derecha, un dormitorio con dos hileras de camas blancas. Se acurrucó, reflexionó, después, caminó sigilosamente por el desierto dormitorio, la interminable perspectiva de camas. No había luz, salvo dos bombitas de veinticinco vatios, separadas por cincuenta pasos, como dos grandes gotas traslúcidas de sangre. El Gato se asomó a una ventana, vio un parque con luz de estrellas, oscuros pinos y araucarias, el portón de entrada por donde había venido con su madre y, más lejos, el blanco camino pavimentado y la señal del ferrocarril que cambiaba de rojo a verde. Así que ése es el sur, pensó, pero no exactamente el sur. Bajó la vista al camino de guijarros; la distancia era siete u ocho veces la altura de su cuerpo, y de todas maneras él no quería volver al sur. Ahora trató de recordar el aspecto que tenía el edificio cuando lo vio por primera vez esa tarde, pero no pudo, y maldijo la estéril emoción que bloqueaba ese recuerdo. Su madre iba de regreso al pueblo en un tren lejano.

En el patio la Morsa se paseaba frenéticamente, persiguiendo la persecución, exigiendo una parte en la invisible ceremonia, pero cada movimiento sospechoso resultaba pertenecer a un juego inofensivo que, cuando se paraba a preguntar, se le aferraba en forma de otras preguntas inocentes, dirigidas en debida y respetuosa forma a un superior y adulto, robándole tiempo y atención, embotando su iniciativa y de ese modo impidiéndole ubicar la zona donde verdaderamente transcurría el mal. En eso también la comunidad era astuta, su población civil distraía al enemigo o al intruso. Y así la Morsa no descubrió nada y supo que no iba a descubrir nada a menos que mentalmente pudiera identificar al jefe, pero apenas pensó en Carmody lo vio a cuatro pasos de distancia, cambiando el Pez Torpedo por Bernabé Ferreyra, y en seguida vio a Mulligan junto a la pared midiendo con la palma chata sobre el suelo las chapitas de la arrimada. Así que maldijo en voz baja, sabiendo que debía esperar casi una hora antes de tocar la campana para el rosario, y volvió a maldecir contra la luz fangosa del patio e incluso contra esas viejas piadosas y amarretas de la caritativa Sociedad de San José. Fue entonces cuando en el centro del patio estalló una falsa gresca, y al amparo de esa conmoción Dolan y sus secuaces de derramaron por la escalera posterior de la derecha, mientras Murtagh y los suyos iban por la izquierda seguidos por la armónica que alternaba el fino sentimiento de Mother Machree con el denuedo de Wear on the Green.
Arriba el Gato siguió avanzando hasta encontrarse nuevamente en un ángulo recto, en un rellano, mirando hacia abajo, a la sombra, y queriendo tomar una decisión. Bruscamente resolvió probar las defensas allí y bajó como una catarata.
Desde el centro del patio, donde la ilusoria pelea se desvanecía rápidamente en presencia de la Morsa, la escena se vio así: primero hubo un grito penetrante, luego un breve choque, y en seguida el pequeño Dashwood salió despedido, pateando y gimiendo como un cachorro loco. En el acto se formó a su alrededor un círculo, y entonces todos observaron la marca del Gato: una serie de profundos rasguños, paralelos y sangrientos, en su mejilla derecha. McClusky y Daly ocuparon silenciosamente su lugar, mientras otros lo llevaban al surtidor para lavarle la cara y oírle decir:
 ¡Le pegué! ¡Le pegué! ¿No me quieren creer?
Se corrió la voz: el Gato había golpeado. Ahora las caras estaban sombrías, pero nadie perdió su valor.
Tras enfrentar y aporrear a Dashwood, el Gato desanduvo su camino. La pelea estaba ahora dentro de él, se derramaba por su sangre en una incesante, incontenible filtración. Sentía su propio olor, acre, humeante, inhumano, como el que deja un rayo al golpear la tierra, y un deseo casi intolerable de matar y huir, de hacer frente y volver a golpear y huir nuevamente, que le inundaba el cerebro y lo dejaba a merced de oscuras corrientes que fluían insensatas por su cuerpo. Se sentía transportado y repelido, se agazapaba y se zambullía y se ocultaba y volvía a cargar sin un momento de reflexión, nadando en esa poderosa corriente de miedo y de odio mientras dejaba atrás otro pasillo y otra hilera de puertas que probó y encontró cerradas con llave menos una, fileteada de luz, que filtraba una música lánguida y envolvente, y que no quiso probar. Escuchó allá delante un tropel de pasos, se apelotonó y rodó al interior de un baño, el hedor de una letrina, y oyó pasar voces amortiguadas y llenas de excitación, "Por aquí, tiene que haber venido por aquí". El Gato adivinó que enseguida volverían, las aletas de la nariz empezaron a temblarle, llegó a pensar Aquí no, y salió antes que la red terminara de cerrarse.
Lo vieron, giraron sin prisa, como si estuvieran seguros de que ahora no podría escapar. Ese pausado movimiento asustó más al Gato que una arremetida, y aun antes de volver a saltar comprendió por qué: habían dejado un retén en el descanso. Eran dos y lo esperaban, sólidos, inconmovibles, sin miedo, con las piernas bien separadas, los puños enarbolados. "Venga, gatito" dijo uno. "Vamos, minino, ahora tiene que pelear." Vio la brecha entre ambos y se zambulló, y ese movimiento tan simple volvió a tomarlos desprevenidos porque eran peleadores a golpe de puño que no concebían otro tipo de lucha.
El Gato cayó sobre el codo derecho y el hueso propagó por todo su cuerpo un instantáneo ramaje de dolor. Sus perseguidores se habían precipitado sobre sus piernas y no sólo lo golpeaban a él sino que se daban entre ellos. Ahora el Gato estaba parado, arrastrando a uno que se aferraba a su guardapolvo, y los demás venían a toda carrera. El Gato hizo un solo movimiento con la cabeza, una breve media vuelta, y el hueso de la frente chocó en carne blanda, que podía ser una mejilla o un ojo. El otro chico no gritó ni soltó el guardapolvo hasta que se desgarró, y ese gran pedazo de tela gris fue Llamado la Cola del Gato y llevado en triunfo desde entonces como un trofeo, un estandarte, un anuncio de la próxima victoria.
Pero el Gato estaba libre y corría hacia una puerta, y detrás de la puerta otra larga sala penumbrosa con dos hileras de camas, y mientras corría, de una cama tras otra se alzaban espectrales sombras que se sentaban y lo miraban con ojos huecos como los muertos saliendo de sus tumbas, y fue entonces cuando sus ferrados botines volvieron a arrancar de los mosaicos de la enfermería un doble surtidor de chispas y por primera vez imaginó que eso no estaba ocurriendo, pero no se paró, una nueva inyección de pánico se resolvió en otro gigantesco salto y de ese modo había llegado a la cuarta esquina en lo alto del mundo.
En el patio la Morsa se había apoderado de Dashwood y lo sacudía sin conseguir que hablara o por lo menos que dejara de balbucir una absurda invención de haberse golpeado contra una pared. Lo dejó parado en el centro del patio y por un momento pensó en llamar en su ayuda a Dillon que estaría en su pieza leyendo novelas policiales o escuchando valses en su viejo fonógrafo, pero no lo llamó. Puedo arreglarme, pensó. Y luego: Yo les voy a enseñar, poniéndose al acecho en uno de los claustros hasta que vio una sombra que cruzaba silenciosamente la arcada, diez pasos más lejos. Corrió tras ella, atrapó a Murphy por el cuello y lo abofeteó en la oscuridad. Murphy chilló y la Morsa volvió a abofetearlo.
 ¿Así que se divierten, eh? ¿Dónde están todos?
 ¿Quiénes? -gimió Murphy-. ¿Quiénes?
 No te hagas el imbécil. Los que persiguen al nuevo.
 No sé nada -dijo Murphy-. Tengo que vestirme para la bendición.
 Ah, sí -dijo la Morsa dándole un coscorrón en la cabeza.
 ¡El padre Keven me espera! -chilló Murphy.
 Ah, sí -dijo la Morsa, y entonces otra voz a su lado dijo-: Ah, sí -y vio la mandíbula de fierro y los ojos helados del padre Keven que con la estola en la mano lo miraba desde la puerta de la sacristía-. Véame mañana, en la rectoría -mientras acariciaba suavemente a su lastimado monaguillo.
Dolan y su estado mayor aguardaban en el cuarto descanso. Oyeron el tumulto en la enfermería y de golpe el Gato apareció cruzando la puerta, se paró y se quedó mirándolos.
 Hola -dijo Dolan, que no era alto, pero sí era fuerte y tenía ojos pardos en una cara cuadrada y maciza como la de un bulldog, con un mechón de pelo amarillo, caído sobre la frente, que se sacudía cada vez que hablaba-. Hola -dijo.
 Me doy por vencido -jadeó el Gato.
Al oírlo todos se echaron a reír.
 Peleo con el que quieran -dijo.
 No habrá pelea -dijo Dolan-. Te dimos una chance y no quisiste. ¿Sabes lo que habrá? Te desnudaremos hasta el hueso.
 Uno de ustedes tiene que pegar primero -propuso el Gato-. Déjenme pelear con ése.
 ¿Para qué?
 Para que vean que no le tengo miedo a ninguno.
Volvieron a reírse y sin embargo un cuña había penetrado en ese sólido frente, el desafío colgaba como un trapo rojo y el grupo empezó a disolverse en individuos y a deliberar en silencio como antes, mientras el Gato se movía sin moverse, se deslizaba casi imperceptible y resbaloso y gris hacia una puerta oscura, lenta pero rápidamente mejorando su posición, sintiendo contra la espalda la dura pared que le daba una nueva seguridad, la promesa de un redoblado brinco, pero sin quitar los ojos de Dolan, que ahora vaciló un instante, y eso bastó para que alguien saltara al frente diciendo:
 Déjenme, y antes que Dolan pudiera oponerse hubo una gran ovación que sólo fue quebrada por el Gato mismo, alzando una mano y ordenando casi a los demás que retrocedieran, cosa que hicieron casi con pesar sintiendo una absurda salpicadura de autoridad que de pronto emanaba del Gato quien al fin se había colocado en guardia, lúgubre y sereno y plantado con justeza, y entonces todos vieron el buen estilo y el perfil medido, el puño izquierdo alargado casi con despreocupación, el dorso del derecho levemente apoyado en la base de la nariz bajo los ojos deslumbradoramente vivos, el Gato que empezaba a girar en círculo alrededor y alrededor de Sullivan, hasta que su espalda estuvo contra el oscuro hueco de la puerta, y entonces simplemente caminó hacia atrás y se fue, jugándoles la última pero más fantástica broma de esa noche.
Aquel refugio final era el lavadero, una gran habitación cuadrada y sofocante con una sola puerta y una ventana en la que se recortaban sombrías arboledas. En el centro se erguía una enorme máquina de lavar cuyos cilindros de cobre brillaban suavemente en la luz almacenada y reflejada por montañas de sábanas que se alzaban desde el piso hasta el techo exhalando un ácido olor a sueño, transpiración y solitarias prácticas nocturnas. El Gato tropezó, cayó, se hizo una pelota y salió convertido en fantasma hacia la ventana, guiando la caliente ola de persecución que de pronto inundó la estancia con un sordo reverbero de pasos y de gritos. Casi en un solo movimiento abrió la falleba y trepó al antepecho. Una mano lo sujetó, pero ya saltaba hacia la vertiginosa oscuridad.
Diez minutos antes de lo establecido la Morsa tocó la campana llamando a bendición y empezó a meter a todo el colegio en la capilla, casi por la fuerza, yendo y viniendo con prisa frenética a lo largo de la fila, gruñendo y matoneando, "Vamos, vamos, pronto", sin detenerse a contarlos, "Pronto, no se queden dormidos", mientras rezagados y desertores de la cacería volvían trotando y se incorporaban sin ser interrogados, porque mañana habría tiempo para eso, para la distribución de culpas y castigos que esta vez, se prometió apretando los dientes, haría temblar a las piedras, "Pronto, dije", dando un coscorrón al último y allá adelante Murphy prendía las velas del altar mientras el padre Keven salía en oro y esplendor mirando desconfiado hacia la puerta y Dillon bajaba la escalera ajustándose la corbata para recibir su turno con la cara llena de sueño y de estupor.
 Después te explico -le dijo-, y empezó a subir por el camino del Gato.
Debajo de la ventana del lavadero había una leñera con techo de chapas que resonó como un cañonazo bajo el impacto del Gato, poblando el aire nocturno de chillidos de pájaros y remotos ladridos de perros. Mientras se incorporaba sintió que se había recalcado el tobillo y recordó la mano que lo había sujetado desviándolo de su línea de equilibrio. Resbaló cautelosamente por la pared del cobertizo, vio las caras blancas de sus perseguidores allá arriba en la ventana y mientras rengueaba hacia un alto cerco de alambre oyó la campana en la capilla que llamaba a bendición, como la serena voz de Dios o como esas otras voces dulces que a veces se oyen en sueños, incluso en los sueños de un Gato.
En el oscuro centro del patio, el pequeño Dashwood estaba olvidado. Sabía que la caza continuaba porque no había visto regresar a los líderes.
Pe un momento deseó correr a la capilla, arrodillarse y rezar con los demás, unir su voz al coro rítmico y cálido que en elogio de la Santa Virgen María brotaba ahora de la puerta en ondas mansas y apaciguadoras. Pero nadie lo había relevado de su deber. Además, estaba herido en combate y quería saber cómo terminaba. Acalló sus temores y empezó a deambular por el vasto edificio, buscando una señal o un ruido.
Desde el lavadero, Dolan vio al Gato que se alejaba en la sombra. A su espalda se ataban sábanas para formar una larga cuerda, mientras Murtagh y otros bajaban corriendo la escalera y saldrían por los fondos en, quizás, treinta segundos. La lucha no había concluido.
Amargado, sombrío, sentado en una pila de sábanas, Walker callaba y despreciaba. De puro pálpito, gracias a una imaginación infatigable y certera, había conseguido estar en el lugar de la batalla en el momento justo, para que ese montón de imbéciles la dejara evaporarse. No podía correr, como había hecho Murtagh, no podía volar, como en ese mismo instante estaba haciendo Dolan, sólo podía pensar. Tardaría más de cinco minutos en bajar la escalera y salir por el fondo. Su rostro se desfiguraba en una mueca de tormento espiritual al ver cómo los dioses se perfilaban nuevamente contra él.
El Gato no trató de saltar el cerco. Una sola mirada, dada por el tobillo lastimado, el dolor incluido en el circuito de visión, le demostró que era inútil. Además, detrás del cerco estaban el mundo y su casa, adonde no quería volver. Prefería jugar su chance aquí. Se tendió tras una pila de cajones, apoyando la cara en el pasto dulce y frío, y a través de los resquicios de la pila vio los guerreros que se derramaban por el campo, desde el frente y desde el fondo, y luego a Dolan que bajaba flotando como una enorme araña nocturna en su plateado hilo de sábanas. De los vitrales de la capilla venía un manso arroyo de palabras extrañas, destinadas quizás a condoler y aplacar
 Turris ebúrnea
Pray for us!
pero el Gato no se sintió condolido ni aplacado.
El pequeño Dashwood había encontrado su camino hacia la puerta del frente y salió al penumbroso parque de pinos y araucarias. Ahora temblaba un poco porque estaba completamente solo en un mundo exterior cuyas reglas ignoraba. Nunca se había atrevido a ir tan lejos. De golpe lo asaltó una aguda nostalgia de su madre. No se oía otro ruido que el sordo retemblor de un camión en la ruta o el chistido más agudo de las gomas de un auto, hasta que repentinamente todas las ranas se pusieron a cantar. Dobló hacia la izquierda, canturreando él también, en voz muy baja, para no tener miedo.
Los cazadores se habían desplegado en un amplio semicírculo cuyos extremos se apoyaban en el cerco. Dolan les ordenó algo mientras examinaba el terreno. Vio a la izquierda un gran tanque de agua sobre pilotes de cemento; chorreando sonoramente su exceso en una charca; en el centro, oscuros matorrales; a la derecha, una pila de cajones. En algún lugar de ese semicírculo de ochenta yardas de diámetro debía esconderse el Gato, pero no tenían que apretujarse alrededor sino formar una barrera en terreno despejado hasta encontrar un método que lo sacara de su escondite. Se sentó en el pasto y encendió un cigarrillo mientras pensaba.
En la capilla el padre Keven mostraba la custodia a un soñoliento auditorio. Era un hombre áspero, con una úlcera que lo roía especialmente durante los oficios divinos, lo que sin duda era debido al enfermizo olor del incienso. El celador Dillon miró su reloj y se ubicó junto a la entrada.
La Morsa recorría a la inversa la ruta de la caza. En el descanso del lavadero pasó junto a una sombra acurrucada en la oscuridad, sin verla. Era Walker que había agotado la tortura de la cavilación y se sentía nuevamente guiado por una furiosa certeza que en seguida volvió a ponerlo en movimiento, arrastrando escaleras abajo su pata inútil y pesada como una culpa, tomándose de la baranda y dejándose caer escalón por escalón.
Cuando la Morsa entró en la enfermería, los enfermos se alzaron unánimes en una ola llena de índices y exclamaciones que por supuesto lo mandaron en la dirección equivocada, y cuando lo vieron irse se arracimaron nuevamente junto a una ventana lateral que les permitía observar algo de lo que ocurría abajo. La Morsa bajó por la otra punta del edificio, salió al campo, ambuló, perdido, rumbo a la desierta cancha de paleta.
El Gato vio apagarse las luces de la capilla, después del destello de agonía de los cirios del altar, sintió un flujo de movimiento hacia arriba, una tibia corriente de vida que ascendía rumbo al sueño por sus cauces prefijados, dejándolo solo, él y sus enemigos, ese oscuro círculo señalado de tanto en tanto por la brasa de un cigarrillo. Una raya instantánea de luz recorrió las ventanas superiores del dormitorio. Entonces Dolan dio una orden y una rala hilera de exploradores comenzó a converger sobre el escondite del Gato, mientras los demás se aguantaban en campo descubierto.
El Gato miró hacia el este, vio un manchón de luz cenicienta entre las ramas bajas de los árboles. Estaba saliendo la luna. Su mano apretaba una piedra del tamaño de una manzana mientras el terror volvía a cabalgarle en la sangre.
En el parque, Dashwood se había cansado y extraviado. Su hermosa cara estaba desfigurada por el zarpazo del Gato, la sentía inflamada y dolorida. De tanto en tanto había creído oír los ecos de la caza, un grito, un acorde suelto de la armónica, pero siempre se había equivocado. Las campanadas de la bendición quedaban muy atrás, entre sus recuerdos de ayer y del pasado en general. Ese corte en el flujo de la realidad lo asustó: bruscamente sintió ganas de correr hacia el camino y no volver más, nunca más. El edificio del colegio se alzaba como un dragón alto y sombrío con su reluciente dentadura de luces en los dormitorios. Quería que su madre lo hiciera dormir. De pronto se sintió muy triste y se sentó en el pasto, metió la mano en el pantalón y empezó a acariciarse. Eso le dio consuelo, una especie de indefinida felicidad, como flotar muy alto sobre los campos y los pueblos, liviano como un chajá que baña su plumaje en la luz del sol y la altura de las nubes, un placer sereno que nunca llegaba a culminar, porque era muy chico para eso, pero ya no le importaba que el dragón avanzara sobre él con sus dientes amarillos y lo devorase.
La parábola de la piedra estuvo medida al centímetro. Silbó aguda en la noche, sin que nadie la oyera salvo el Gato, hasta que chapoteó sordamente en la charca debajo del tanque. Entonces ya nadie quiso escuchar las órdenes y maldiciones de Dolan, el círculo se fundió en una única embestida, la red se disolvió en una sola ola de excitación y coraje, y hasta la armónica asumió los primeros compases de la Carga de la Brigada Ligera, alegrando inclusive el corazón del Gato que ya se arrastraba invisible hacia la leñera, empujaba la puerta entreabierta, se confundía con la tiniebla que olía a humedad y piquillín, a sarcasmo y a refugio.
Allí su suerte lo alcanzó. La puerta se abrió de un golpe o de un grito, y allí estaba Walker, recortado en la luna, arrastrando su pata santa y su quemante aliento, la cara saturnina brillando con la luz de la verdad y la revelación. El Gato se ordenó saltar, pero en cambio gimió, atrapado en el aura supersticiosa que emanaba de su verdugo, en la ley que ordenaba que el más pesado y lento de todos, el que no podía correr ni volar, lo reclamara como presa.
Cuando llegó al lugar Richard Enright, 23 años, por mal nombre la Morsa, la batalla había sido librada, y ganada y perdida. Las sombras de los guerreros seguían filtrándose por las entradas del edificio dormido y la luna brillaba sobre la forma casi insensible del chico que desde entonces llamaron el Gato, tendido sobre el pasto, diciendo palabras que Enright no intentó comprender. El celador lo miró, terriblemente golpeado como estaba, y comprendió que ya era uno de ellos. La enemistad de la sangre había sido lavada, ahora quedaban todas las otras enemistades. En diez días, en un mes, se convertiría realmente en un gato predatorio al acecho de tentadores pajaritos. Los aguardaría en un pasillo oscuro, detrás de la puerta de un baño, escondido en un matorral, y golpearía. Si le daban botines de fútbol, trituraría tobillos; si le daban un palo de hurling, apuntaría astutamente a las rodillas. Con un poco de libertad, con un poco de suerte, con un poco de la fiebre del deseo, con un relumbre de la gloria de las batallas, el águila del mando bajaría a su turno sobre él. Y sin embargo Enright sabía que el alma del Gato estaba llagada y sellada para siempre. Trató de imaginar lo que sería cuando fuera un hombre, trató de inducir alguna ley más general. Pero no pudo, no era demasiado inteligente y al fin y al cabo no era cosa suya.
 Vamos, pibe -le dijo tomándolo de la mano, ayudándolo a levantar, aguantándose firme contra la mirada fija y sangrienta con que un solo ojo del Gato lo miraba-. Vamos -palmeándole la espalda, como los demás lo palmearían mañana, la semana que viene-. Parece que perdiste el camino al dormitorio.
El Gato sollozó brevemente, después retiró la mano.
 Puedo caminar solo -dijo.
 Versión en PDF: http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article1952

martes, 29 de mayo de 2012

“Misión espacial al asteroide del General”, Fabián C. Casas


“Misión espacial al asteroide del General”, Fabián C. Casas

El primer día del año 1998 amaneció gloriosamente despejado. Desde su casa de la calle 17, el subsecretario de Ciencia y Técnica de la Municipalidad de Berazategui, el doctor Juan Otto, se dijo que ese sería, en fin, otro día peronista. Se le ocurrió que el año empezaba bien. Tal vez 1998 sería el año peronista que todos soñaban. Contento como estaba, decidió conectarse a Internet para ver qué se decía en los círculos científicos sobre el clima venidero. Enchufó el módem, abrió el Netscape y se puso a esperar que cargara la página del Yahoo. Entre los resultados de su búsqueda climática, por capricho del buscador, obtuvo un enlace muy interesante hacia el sitio de efemérides astronáuticas que publicaba la revista digital argentina “Axxón”, especializada en ciencia ficción. Y allí, en medio de los ocultamientos y conjunciones, bien situado en medio de noviembre, estaba el notición del año: el asteroide 8230, “Perón”, completaría en noviembre su mejor aproximación a la Tierra en miles de años. La primera sorpresa para el Intendente fue que el General tuviera un asteroide, la segunda fue que nadie más lo supiera. “¿Vos estás seguro, Juancito?”, preguntó. “Lo dice Internet”, juró el subsecretario. Los acontecimientos se sucedieron en forma vertiginosa. Una semana después, se convocó una reunión secreta del gabinete municipal y los ediles justicialistas. La mayoría tuvo que suspender sus vacaciones en la costa para regresar ese martes de enero a la ciudad castigada por el calor insoportable del estío. Se reunieron a la noche, en el Salón de Ceremonial del segundo piso. Allí, el querido Intendente se dirigió a sus seguidores. “Compañeros, amigos míos: el asteroide Juan Domingo Perón a fin de año pasará cerca de nuestro planeta. Vamos a mandar a ese planetoide una nave espacial y pondremos en su superficie inmaculada una placa recordatoria en homenaje al líder. Elegimos hacer esto no porque sea fácil o porque nos venga bien, sino por todo lo contrario, porque es un desafío a nuestro genio y voluntad. Antes de que termine este año, pondremos el nombre de Berazategui, de esta comunidad y de su Intendente en ese asteroide. La lista de quienes quieran acompañarme se grabará en metal y brillará por toda la eternidad, ya que en el espacio no hay óxido.”

Lo que sucedió a continuación de los diez segundos de asombrado silencio fue un ciclón de ideas y movimientos que se tranquilizó recién hacia mediados de julio de ese año. Para ese entonces, la maquinaria del poder oculto pero imparable del municipio de Berazategui, capital nacional del vidrio, ya había logrado asegurar la misión espacial destinada a conmover a todo el movimiento justicialista y al mundo. Todo se hizo a pulmón y con el trabajo desinteresado de decenas de voluntarios quienes, guardando el más absoluto secreto, movieron influencias, pagaron sobornos y hasta amenazaron para lograr el objetivo. El resultado fue que la Universidad Tecnológica Nacional grabó la placa y adaptó el impulsor del cohete que la llevaría al asteroide 8230 en una trayectoria cuidadosamente planeada por un astrónomo orbital paraguayo que le debía unos pesos al cuñado del Intendente. Un ingeniero de la compañía Limpsat había logrado sabotear el software de la misión para desviar el satélite, que lanzarían en octubre, para que adoptara los elementos orbitales necesarios para el lanzamiento de la sonda, utilizando como plataforma el mismo satélite. Incluso un técnico de la NASA, egresado del Politécnico, prometió que haría una reorientación del telescopio orbital para registrar el momento del impacto de la sonda. Los esfuerzos se sumaron de todos lados y, finalmente, se llegó a un plan de misión secretísimo y originalmente prometedor. Algún rumor se filtró, porque el Palacio Municipal fue asaltado furtivamente en dos ocasiones, las cuales quedaron registradas oficialmente como “intento de robo”; aunque todos sospecharon de la impotente mano de la CIA que desesperaba por encontrar datos sobre la misión espacial secreta del municipio. Finalmente se llevó a cabo el lanzamiento, presenciado por las autoridades municipales en la Guyana Francesa, aunque los trece funcionarios, incluyendo a Corina Freites, la secretaria privada, tuvieron que disfrazarse de nativos para no levantar sospechas ante las autoridades del centro de lanzamiento, ubicado en medio de la selva ecuatorial. En teoría se estaba poniendo en órbita un satélite de comunicaciones privado, pero no bien se separó del impulsor principal el cohete Ariane, el vehículo experimentó una anormalidad que en tierra se interpretó como un mal posicionamiento sin remedio alguno que llevaba a la nave en una órbita excéntrica. En realidad, la misión espacial berazateguense había comenzado. El aceitado aparato de inteligencia municipal dejó entonces deslizar un falso rumor: Francia había puesto en órbita un arma secreta. El técnico de la NASA que participaba del complot prontamente informó a sus superiores oficiales que el satélite se dirigía a un asteroide. La reacción fue inmediata y las autoridades norteamericanas aceptaron reorientar el telescopio más potente de la humanidad para seguir el progreso de la difunta nave espacial anónimamente secuestrada. La misión fue todo un éxito e incluso el Intendente llegó a recibir un telefax con la fotografía del asteroide en el momento en que la sonda hace impacto, levantando una casi imperceptible nube de polvo. Se convocó a la prensa para hacer el anuncio al día siguiente, puesto que el mundo, pero en particular cada vecino de Berazategui, merecía conocer la proeza científica y técnica de un municipio que podría parecer al ojo desprevenido una ciudad más del conurbano bonaerense, pero que en realidad era la cuna de una nueva humanidad, noble, cristiana, pero sólidamente científica y sobre todo, justicialista.

Juan Otto estuvo inicialmente de acuerdo y se mostró entusiasmado, pero al día siguiente era otra persona. Algo durante la noche o la madrugada le había cambiado el ánimo por completo: llegó apresuradamente para detener el anuncio con el argumento de que Limpsat podría hacer juicio por su satélite perdido y el municipio no podría afrontar la indemnización. Nadie le quería hacer caso, pero el subsecretario fue tan persuasivo que, finalmente, se decidió mantener todo en secreto hasta que en un futuro el supuesto crimen proscribiera. El Intendente se contentó con la foto del impacto de la sonda y la copia hecha sobre carbónico de la placa recordatoria que ahora adornaba la superficie del asteroide del General. Quienes lo han visitado en su despacho juran que las conserva en una vitrina, sobre terciopelo azul. Los envidiosos de la vecina ciudad de Quilmes han lanzado últimamente una falsa cadena de email, diciendo que el asteroide 8230 en realidad se llama Peroná, con tilde en la “á”, en honor a un personaje del carnaval veneciano, y que la computadora del Dr. Otto, quien presumía de moderno porque navegaba por Internet, carecía de una placa gráfica adecuada y por eso no mostraba las vocales con tilde, dando lugar al equívoco que llevó a Berazategui al espacio. Nadie le dijo nunca nada al Intendente de esa versión poco probable. Cierto o no, ningún asteroide, que al fin y al cabo así como vienen se van, logrará eclipsar el brillo de los triunfos astronáuticos del pueblo.
Berazategui, a diferencia de otras superpotencias del globo, aún no ha clausurado su incipiente carrera espacial.
Que sirva de ejemplo
http://axxon.com.ar/rev/2011/01/mision-espacial-al-asteroide-del-general-fabian-c-casas/

"El almohadón de plumas", Horacio Quiroga

"El almohadón de plumas"
 Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. 



"La Sibila Blanca", Clark Ashton Smith


La Sibila Blanca.
The White Sybil
, Clark Ashton Smith (1893-1961)



Thortha, el poeta, con canciones extrañas y australes en su corazón, y el tostado de un sol alto y brillante sobre su rostro, volvía a su ciudad natal de Cerngoth, en Mhu Thulan, por el mar de Hyperbórea. Había llegado muy lejos en su búsqueda de la belleza exótica, que siempre se le había escapado como el horizonte. Más allá del Commorión de blancas e incontables torres, y más allá de las junglas y marismas al sur de Commorión, había bajado por numerosos e indefinibles ríos y cruzado el reino semilegendario de Tscho Vulpanomi, en cuyas playas las arenas de diamantes y piedras de rubíes se decía que rugía un océano candente de espuma abrasadora.  Había contemplado muchas maravillas, cosas imposibles de relatar; los monstruosos dioses esculpidos del Sur, sobre los que se rociaba sangra desde unas torres que llegaban casi hasta el sol; el plumaje de los huusim, de varios metros de longitud y de color de fuego; los monstruos de los pantanos australes, las orgullosas naves de Mu y de Antillia, que se movían como por encanto, sin remos ni vela; las cumbres humeantes constantemente sacudidas por las luchas de los demonios encerrados. Pero caminando al mediodía por las calles de Cerngoth, se encontró ante una maravilla más exótica aún que las anteriores. Sin buscarlo, y pensando únicamente en cuestiones caseras, contempló a la Sibila Blanca de Polarión. No sabía de dónde había salido, pero de repente la vio delante de él. Entre las delgadas muchachas de Cerngoth, con su pelo rojizo y ojos de un azul casi negro, parecía una aparición llegada de la Luna. No sabía lo que era, diosa, fantasma, o mujer, pero pasó rápidamente y desapareció. Se trataba de una criatura de nieve y luz septentrional, con ojos que parecían piscinas de luna y labios tan pálidos como su frente. Su túnica era de un tejido tan blanco, tan puro y tan etéreo como su propia persona.

Preso de una admiración indescriptible, Tortha contempló al ser milagroso, manteniendo por un instante la extraña luz de sus gélidos ojos, donde creyó encontrar algo familiar, como si una divinidad oculta durante mucho tiempo apareciese por fin ante su adorador. Sin saber cómo, parecía traer consigo la soledad infranqueable de los lugares lejanos, el murmullo profundo como la muerte de las mesetas y montañas solitarias. A medida que avanzaba, caía un silencio parecido al de las ciudades abandonadas, por las animadas y pobladas calles, y la gente se retiraba a su paso, admirada. Antes de que el silencio estallase en mil murmullos, Tortha ya había adivinado su identidad. Supo que había visto a la Sibila Blanca, ese ser misterioso que, según los rumores, aparecía y desaparecía de las ciudades de Hyperbórea. Nadie conocía su nombre, ni su nacionalidad, pero se decía que descendía como un espíritu de las montañas nevadas al norte de Cerngoth, de los desiertos de Polarión, donde los glaciares invadían valles que antaño fueran fértiles en helechos, y puertos que en otros tiempos fueran autopistas con mucho tráfico.

Nunca se había atrevido nadie a acosarla o seguirla. Venía y se iba con frecuencia, en silencio; pero a veces, en los mercados y plazas públicas, profería oscuras profecías y daba noticias sobre el destino. En muchos lugares, a través de Mhu Thulan y el centro de Hyperbórea, había predicho que las capas de hielo, que descendían gradualmente del polo, cubrirían el continente en edades futuras, enterrando para siempre las palmeras gigantes de las selvas y los soberbios pináculos de las ciudades. Y en la gran Commorión, entonces la capital, había profetizado un extraño destino que se cumpliría mucho antes de la llegada de los hielos. Por donde iba, los hombres la temían, considerándola como mensajera de los dioses extranjeros y desconocidos, que habitaban en una belleza sobrenatural. Todo esto lo había oído Tortha muchas veces, asombrándose un tanto ante el relato, pero desechándolo pronto de su mente, cargada como estaba de maravillosos recuerdos de cosas exóticas. Pero ahora que había visto la Sibila tenía la sensación de que se le ofrecía una revelación insospechada: como si hubiera distinguido, breve y lejana, la oculta meta de su peregrinación mística.

Con esa sola mirada había encontrado la personificación de todos los ideales vagos y deseos que le habían llevado de país en país. Aquí estaba lo indefinible que con tanto ahínco había buscado en pechos y aguas extrañas, más allá de los horizontes coronados por montañas que escupían fuego. Aquí se encontraba la estrella velada, cuyo nombre y resplandor nunca conociera. Los fríos ojos de la Sibila habían encendido un extraño amor en Tortha, para quien el amor sólo había sido, hasta entonces, una agitada pasión de los sentidos. Sin embargo, en esta ocasión no se le ocurrió que podía seguir a la visitante, o indagar más acerca de ella. Por el momento, se contentaba con la extraña visión que caldeaba su alma y perturbaba sus sentidos. Soñando sueños en los que la Sibila se movía como una llama con forma de mujer por caminos demasiado lejanos y pendientes para los pies humanos, regresó a su casa en Cerngoth. Los días siguientes pasaron rápida y soñadoramente para Tortha, cuyo recuerdo estaba aún totalmente ocupado por la reciente aparición blanca. Una loca fiebre de uranio se apoderó de su alma, junto con el íntimo conocimiento de que perseguía un imposible. Lentamente, para entretener las largas horas, se dedicó a copiar las poesías que escribiera durante su viaje, o a hojear sus manuscritos de adolescencia. Ahora, todos le parecían carentes de significado, como las hojas secas de un año que ya ha terminado.

Sin que Tortha lo propusiera, tanto sus criados como las visitas que recibía le hablaron de la Sibila. Decían que casi nunca entraba en Cerngoth, apareciendo con más frecuencia en ciudades alejadas de los desiertos helados de Polarión. Era cierto que no se trataba de un ser mortal, ya que había sido vista el mismo día en lugares distanciados entre sí por cientos de millas. A veces, los cazadores la sorprendían en las montañas al norte de Cerngoth; pero en cuanto los veía desaparecía, como el vaho de la mañana que se desvanece entre los riscos. El poeta escuchaba con actitud ausente y preocupada, pero a nadie habló de su amor. Sabía muy bien que sus familiares y amigos considerarían esta pasión como una locura pasajera, y no como el ansia juvenil que le impulsara a recorrer tierras desconocidas. Ningún amante humano había osado pretender a la Sibila, cuya belleza era de una peligrosa brillantez, semejante al meteoro o a la bola de fuego; una belleza fatal y mortífera, nacida de los golfos transárticos, y en cierto modo víctima de los lejanos destinos del mundo.

Como la marca del hielo o de la llama, su memoria ardía en Tortha. Hojeando sus olvidados libros, o caminando sumido en un ensueño impenetrable, tenía siempre ante sí la radiante palidez de la Sibila. Creía oír un susurro que llegaba desde las soledades boreales: un murmullo de una dulzura etérea, pero cortante como el aire polar, palabras sonoras y sobrenaturales, que hablaban de horizontes vírgenes y heladas auroras lunares sobre continentes inaccesibles para el hombre. Pasaron los largos días de estío, durante los cuales bajaban los campesinos a Cerngoth para comerciar sus pieles y patos salvajes , mientras las colinas que rodeaban la ciudad se engalanaban con flores bermellón y de un brillante azul. Pero no volvió a aparecer la Sibila en Cerngoth, ni nada se supo de ella en otras ciudades. Al parecer, habían cesado sus visitas, como si después de transmitir las noticias encomendadas por los dioses no apareciese más en los ámbitos de la humanidad.

Dentro de la desesperación que le motivaba su pasión, Tortha había anidado la esperanza de volver a verla. Poco a poco esta esperanza se hizo cada vez más débil, aunque su ansiedad no disminuyó. Durante sus paseos cotidianos se adentraba cada día más en los campos, abandonando la casa y las calles, y encaminando sus pasos hacia las montañas que se elevaban dominando la ciudad de Cerngoth, y cuyos picos helados custodiaban la meseta cubierta de glaciares de Polarión. Cada día ascendía un poco más las laderas de las colinas, elevando su mirada hacia los riscos de donde se decía descendía la Sibila. Se sentía atraído por un oscuro mandato, pero durante un tiempo no tuvo el valor de obedecer a la llamada, regresando inmediatamente a Cerngoth. Llegó un día en que subió hasta una colina desde donde se divisaba la ciudad, cuyos tejados parecían conchas al lado de un mar en el que las olas se habían convertido en una planicie suave de color turquesa. Estaba solo en un mundo de flores: el manto frágil que el verano había extendido a los pies de los picos desnudos. El césped descendía suavemente por todas partes, formando alfombras de vivos colores. Incluso los arbustos salvajes presentaban sus brotes frágiles y teñidos de sangre, armonizando con los precipicios y riscos arrasados por verdaderos jardines colgantes.

Tortha no se había encontrado a nadie, ya que hacía rato que abandonara el camino seguido por los montañeses cuando bajaban a la ciudad. Una extraña llamada, que parecía incluir una promesa por nadie formulada, le había conducido hasta esta elevada pradera, desde donde discurría un torrente cristalino entre cascadas de flores, en su búsqueda del mar. Pálidas, diáfanas bajo el sol, flotaban algunas nubecillas hacia las cúspides, mientras los majestuosos halcones dirigían su vuelo hacia el mar, sobre anchas alas rojas. De las flores que yacían a sus pies subía un perfume denso, como incienso litúrgico, mientras que la penetrante luminosidad ofuscaba sus sentidos; y Tortha, cansado por la larga caminata monte arriba, sufrió un desmayo momentáneo, preso de un extraño vértigo. Al volver en sí vio ante él a la Sibila Blanca, de pie entre las flores rojas como la sangre, y etérea como una diosa de la nieve envuelta en velos de color luna. Sus ojos pálidos, inyectando pasiones heladas en sus venas, le observaban enigmáticamente. Con un gesto de la mano, que resplandecía como la luz de lugares inaccesibles, le hizo ademán de seguirle, y volviéndose comenzó a subir por la ladera encima de la pradera.

Tortha se olvidó de su cansancio, de todo, salvo de la belleza celestial de la Sibila. Ni siquiera se preguntó acerca del encantamiento que le subyugaba, ni del éxtasis que inundaba su corazón. Sólo sabía que se le había vuelto a aparecer, llamándole; y la siguió. Pronto las colinas se hicieron más empinadas frente a los imponentes riscos, apareciendo cadenas de piedras desnudas entre el gran manto florido. Sin esfuerzo alguno, ligera como el humo, la Sibila ascendía delante de Tortha. No pudo acercarse a ella, y aunque a veces aumentaba la distancia que los separaba, nunca perdió de vista su figura luminosa. Se encontraba ahora entre quebradas negras y escarpados salvajes, donde la Sibila parecía nadar como una estrella en las sombras de los abismos. Las feroces águilas de la montaña chillaban sobre la cabeza del poeta, contemplando su ascenso mientras revoloteaban sobre sus nidos. El goteo frío de arroyuelos que nacen en los glaciares perpetuos le salpicaba desde arriba, y bruscos abismos se extendían a sus pies con un rugido hueco de agua que caía vertiginosamente a las profundidades.
SIBILA DÉLFICA. Miguel Ángel Buonarroti. Bóvedas de la Capilla Sixtina. Roma. 1508-1512
   El Miguel Ángel pintor deslumbra con la misma fuerza expresiva, llenar de vigor y de talento, que pueda hacerlo el Miguel Ángel escultor. Y de su obra pictórica, lógicamente destaca por encima de cualquier otra su descomunal trabajo en las bóvedas de la Capilla Sixtina. Se trata de un encargo hecho por el Papa Julio II después de la decisión de abortar el proyecto de su tumba, lo que tanto había de contrariar a Miguel Ángel.


Tortha sólo sentía una emoción parecida a la que impulsa a la mariposa a seguir un punto de luz. No sabría decir cuál era la razón y meta de su búsqueda, ni tampoco la fruición del extraño amor que le obligaba a continuar. Olvidando la fatiga mortal, el peligro y el desastre a que se exponía, sintió el delirio de un ascenso loco hacia alturas sobrehumanas. Superando barrancos salvajes y angostos escarpados, llegó hasta un elevado paso que antaño uniera Mhu Thulan con Polarión. Entre paredes de roca erosionada discurría un viejo camino agrietado y derruido, parcialmente bloqueado por restos de torres de vigía derrumbadas. Más abajo del paso, como si fuera un enorme dragón de hielo, surgía el primer glaciar boreal para dar la bienvenida a la Sibila y a Tortha. Junto con el extraño ardor de su ascenso, el poeta advirtió un repentino frío que rozaba el mediodía. Los rayos del sol eran tenues y carecían de calor, mientras que las sombras eran tan oscuras como las profundidades de las tumbas excavadas en excavadas en el hielo ártico. Una película de nubes ocres, que se deslizaban con rapidez mágica, barrieron el día oscureciendo el cielo como si lo hubieran cubierto con una telaraña polvorienta, hasta que el sol pudo penetrarlo con sus rayos pálidos y sin vida, como una luna de diciembre. El cielo que se extendía más allá del horizonte quedó encerrado por una cortina espesa y gris.

Más pálida y luminosa en contraste con las oscuras nubes, la Sibila se apresuró como fuego volador atravesando la neblina, hacia el almenado hielo del glaciar. Tortha trepó por una ladera de hielo que se deslizaba de Polarión. Había alcanzado la cumbre del paso y pronto llegaría a la meseta que se extendía más allá. Pero cual tormenta invocada por brujería, le caía de repente la nieve formando torbellinos espectrales y nubes cegadoras. Llegó como un vuelo incesante de suaves y anchas alas, o los larguísimos cuerpos de dragones difusos y pálidos. Durante algún tiempo todavía pudo distinguir a la Sibila, como quien ve el tenue resplandor de una lámpara sagrada a través de las cortinas del altar en algún templo. La nieve entonces se hizo más gruesa, hasta que dejó de ver el resplandor, sin saber si aún estaba en el paso de altos muros o perdido en alguna llanura de nieves perpetuas.

Se debatió buscando aire en la cargada atmósfera. El fuego blanco, que hasta entonces le había animado, se deshacía ahora en sus helados costados. El fervor y la exaltación se apagaron, para dar paso a una oscura fatiga, un atontamiento que invadía todo su ser. La brillante imagen de la Sibila se reducía a una estrella sin nombre, que, junto con todo lo que había conocido o soñado, pasaba a un gris olvido... Tortha abrió los ojos ante un mundo extraño. No sabía decir si se había caído y muerto en la tormenta, o tropezado con algo oculto en la nieve: lo cierto es que a su alrededor no quedaban restos de las avalanchas, ni de las montañas de glaciares. Se encontraba en un valle que bien pudiera ser el corazón de cualquier paraíso boreal, un valle que con seguridad no formaba parte de la desierta Polarión. A su alrededor el césped estaba materialmente atestado de flores, con un delicado y pálido matiz, como un arco iris lunar. Sus delicadas formas eran las de los capullos de nieve y rocío, dando la sensación de que al menor contacto se derretirían, desapareciendo.

El cielo que cubría el valle no era el de Mhu Thulan, bajo y de color turquesa. sino difuso, soñador, lejano, y lleno de una violescencia infinita, como la frontera de un mundo más allá del tiempo y del espacio. Había luz por todas partes, pero Tortha no vio ningún sol en la bóveda límpida de nubes. Era como si el sol, la luna y las estrellas se hubieran mezclado en tiempos remotos, para disolverse en una luminosidad eterna. Altos y delgados árboles, cuyo follaje de un verde lunar estaba cargado de delicados capullos, parecidos a los del césped, crecían en arboledas y frondas por encima del valle, y a lo largo del margen de un río de tranquilo curso, que se perdía en un horizonte infinito. Tortha advirtió que no proyectaba ninguna sombra sobre el campo florido. los árboles carecían igualmente de sombras, ni tampoco se reflejaban en las transparentes aguas. No había viento que moviese las ramas cargadas de flores, o perturbase los innumerables pétalos que destacaban entre la yerba. Un silencio sepulcral parecía dominarlo todo, como el susurro de algún destino sobrenatural.

Lleno de asombro, pero incapaz de adivinar la razón de su situación, el poeta se dio la vuelta, impulsado por una voz imperiosa. Detrás de él, y al alcance de su mano, vio un emparrado de parras floridas que se habían enlazado de un árbol a otro. A través de las flores, en el centro del enramado, vio como una ráfaga de nieve los blancos velos de la Sibila. Con pasos tímidos, ojos que parpadeaban ante su belleza mística, y el corazón ardiendo como si lo calentaran antorchas, penetró en el emparrado. Se levantó la Sibila del lecho de flores donde yacía, para recibir a su adorador... De todo lo ocurrido después, Tortha olvidaría gran parte. Era como una luz demasiado radiante para que durase, un pensamiento que no requería conceptuación, a causa de su extraordinaria rareza. Se trataba de una realidad que superaba todo lo que el hombre podía considerar real; y, sin embargo, Tortha tenía la sensación de que tanto él como la Sibila y todo cuanto les rodeaba formaba parte de un espejismo en los desiertos del tiempo, sensación, por otra parte, que le hacía pensar que se encontraba en un lugar peligroso, por encima de la vida y de la muerte, en un enramado de sueños, resplandeciente y frágil.

Pensó que la Sibila le recibía con palabras atractivas y melifluas de un idioma que le era conocido, pero que nunca había oído. El tono de su voz le llenó de un éxtasis que se acercaba al dolor. Se sentó a su lado sobre un banco maravilloso, y ella le susurró muchas cosas: divinas, estupendas y peligrosas; trascendentes como el secreto de la vida; dulces como el olvido; extrañas e inmemorables como el conocimiento perdido del sueño. Pero no le dijo su nombre, ni tampoco el secreto de su esencia, y Tortha seguía sin saber si era un espíritu o una mujer, una diosa o un fantasma. Había algo en su conversación relativo al tiempo y su misterio; algo que siempre está más allá del tiempo; algo parecido a la sombra gris del hado que obedece al mundo y al sol; algo de amor que persigue un fuego huidizo, perecedero; de muerte, en cuya tierra nacen las flores; de vida, espejismo de un vacío helado. Durante largo rato, Thortha se contentó con escuchar; era preso de un éxtasis, y experimentaba el asombro de cualquier mortal ante la presencia de una deidad. Entonces, cuando se acostumbró a su situación, la belleza femenina de la Sibila le habló con idéntica elocuencia que sus palabras. Vacilante, gradualmente, como una marea que llega hasta una luna supraterrenal, afloró en su corazón el amor humano que era mitad de su adoración. Sintió un delirio de deseo, mezclado con el vértigo que ataca a quien sube a una altura imposible. Veía únicamente la belleza blanca de su deidad, sin prestar atención a la sabiduría de sus palabras.

La Sibila hizo una pausa en su discurso. y sin saber muy bien cómo, con palabras lentas y entrecortadas, Tortha se atrevió a declararle su amor. Ella no respondió, no hizo gesto alguno en señal de aceptación o rechazo. Pero cuando el poeta hubo terminado, le observó con mirada extraña; amor o piedad, tristeza o felicidad, no sabría decirlo. Entonces, rápidamente, se inclinó y le besó en la frente con sus pálidos labios. Su beso constituía el sello entre el fuego y el hielo. Loco por lograr su deseo supremo, Tortha se abalanzó para abrazar a la Sibila. Terrible e inexorablemente, cambió al encontrarse entre sus brazos: se convirtió en un cadáver helado que durante siglos había yacido en una tumba, una momia de leprosa blancura, en cuyos ojos helados pudo leer el horror del vacío supremo. Era algo que no tenía ni forma ni nombre —algo corrompido y oscuro que se deshacía en sus brazos—, polvo, una nube de átomos brillantes que se evaporaban entre sus dedos. Pronto no quedó nada, ya que también se desvanecían las flores que antes la rodearan, desapareciendo bajo copos de nieve blanca. El amplio cielo violeta, los altos y delgados árboles, el mágico río sin reflejos, la propia tierra que pisaba, todo había desaparecido entre los remolinos de nieve.

Tuvo Tortha la sensación de ser arrastrado hacia un profundo abismo, junto con el caos de la tormenta de nieve. Lentamente, al caer, el aire se aclaró en su derredor, mientras él quedaba colgando sobre la tormenta. Se encontraba solo en un cielo triste y sin estrellas; a sus pies, a una distancia tan asombrosa como variable, pudo ver las tenues fronteras de una tierra rodeada de hielo de horizonte a horizonte. Las nieves habían desaparecido del aire muerto, y Tortha se sintió invadido por un frío cortante, como el aliento de un éter terrible. En un instante cortísimo vio y sintió todo esto. Acto seguido, y con la rapidez de un meteoro, volvió a caer hacia el continente helado. Y como la llama fugaz del meteoro, su consciente se desvaneció perdiéndose en el aire helado. Pero los pobladores semisalvajes de la montaña habían visto cómo Tortha desaparecía durante la repentina tormenta que misteriosamente llegara de Polarión, y cuando ésta hubo remitido, le encontraron caído en un glaciar. Le atendieron tosca pero cuidadosamente, maravillándose ante la marca blanca que, como una señal de fuego, llevaba impresa en su frente dorada. La carne estaba profundamente herida, y la marca presentaba la presión de unos labios. Pero no podían saber que la señal imborrable fuera obra del beso de la Sibila Blanca.

Despacio, Tortha consiguió recobrar parte de su fortaleza anterior. Pero su mente quedó para siempre perdida en un abismo nublado, en una sombra imborrable, como ojos deslumbrados después de mirar una luz insoportable. Entre los que le cuidaron había una doncella pálida y bella, que Tortha confundió con la Sibila en su mente enferma. El nombre de dicha joven era Illara, y en su locura Tortha se enamoró de ella. Olvidándose de sus parientes y amigos de Cerngoth, se quedó a vivir con la gente de la montaña, tomando a Illara por esposa y escribiendo canciones sobre la reducida tribu. En conjunto, fue muy feliz pensando que la Sibila había vuelto a él; e Illara también fue dichosa a su manera, ya que no era la primera mujer mortal cuyo amante permanecía fiel a una ilusión divina.
Clark Ashton Smith (1893-1961)