martes, 29 de mayo de 2012

“Misión espacial al asteroide del General”, Fabián C. Casas


“Misión espacial al asteroide del General”, Fabián C. Casas

El primer día del año 1998 amaneció gloriosamente despejado. Desde su casa de la calle 17, el subsecretario de Ciencia y Técnica de la Municipalidad de Berazategui, el doctor Juan Otto, se dijo que ese sería, en fin, otro día peronista. Se le ocurrió que el año empezaba bien. Tal vez 1998 sería el año peronista que todos soñaban. Contento como estaba, decidió conectarse a Internet para ver qué se decía en los círculos científicos sobre el clima venidero. Enchufó el módem, abrió el Netscape y se puso a esperar que cargara la página del Yahoo. Entre los resultados de su búsqueda climática, por capricho del buscador, obtuvo un enlace muy interesante hacia el sitio de efemérides astronáuticas que publicaba la revista digital argentina “Axxón”, especializada en ciencia ficción. Y allí, en medio de los ocultamientos y conjunciones, bien situado en medio de noviembre, estaba el notición del año: el asteroide 8230, “Perón”, completaría en noviembre su mejor aproximación a la Tierra en miles de años. La primera sorpresa para el Intendente fue que el General tuviera un asteroide, la segunda fue que nadie más lo supiera. “¿Vos estás seguro, Juancito?”, preguntó. “Lo dice Internet”, juró el subsecretario. Los acontecimientos se sucedieron en forma vertiginosa. Una semana después, se convocó una reunión secreta del gabinete municipal y los ediles justicialistas. La mayoría tuvo que suspender sus vacaciones en la costa para regresar ese martes de enero a la ciudad castigada por el calor insoportable del estío. Se reunieron a la noche, en el Salón de Ceremonial del segundo piso. Allí, el querido Intendente se dirigió a sus seguidores. “Compañeros, amigos míos: el asteroide Juan Domingo Perón a fin de año pasará cerca de nuestro planeta. Vamos a mandar a ese planetoide una nave espacial y pondremos en su superficie inmaculada una placa recordatoria en homenaje al líder. Elegimos hacer esto no porque sea fácil o porque nos venga bien, sino por todo lo contrario, porque es un desafío a nuestro genio y voluntad. Antes de que termine este año, pondremos el nombre de Berazategui, de esta comunidad y de su Intendente en ese asteroide. La lista de quienes quieran acompañarme se grabará en metal y brillará por toda la eternidad, ya que en el espacio no hay óxido.”

Lo que sucedió a continuación de los diez segundos de asombrado silencio fue un ciclón de ideas y movimientos que se tranquilizó recién hacia mediados de julio de ese año. Para ese entonces, la maquinaria del poder oculto pero imparable del municipio de Berazategui, capital nacional del vidrio, ya había logrado asegurar la misión espacial destinada a conmover a todo el movimiento justicialista y al mundo. Todo se hizo a pulmón y con el trabajo desinteresado de decenas de voluntarios quienes, guardando el más absoluto secreto, movieron influencias, pagaron sobornos y hasta amenazaron para lograr el objetivo. El resultado fue que la Universidad Tecnológica Nacional grabó la placa y adaptó el impulsor del cohete que la llevaría al asteroide 8230 en una trayectoria cuidadosamente planeada por un astrónomo orbital paraguayo que le debía unos pesos al cuñado del Intendente. Un ingeniero de la compañía Limpsat había logrado sabotear el software de la misión para desviar el satélite, que lanzarían en octubre, para que adoptara los elementos orbitales necesarios para el lanzamiento de la sonda, utilizando como plataforma el mismo satélite. Incluso un técnico de la NASA, egresado del Politécnico, prometió que haría una reorientación del telescopio orbital para registrar el momento del impacto de la sonda. Los esfuerzos se sumaron de todos lados y, finalmente, se llegó a un plan de misión secretísimo y originalmente prometedor. Algún rumor se filtró, porque el Palacio Municipal fue asaltado furtivamente en dos ocasiones, las cuales quedaron registradas oficialmente como “intento de robo”; aunque todos sospecharon de la impotente mano de la CIA que desesperaba por encontrar datos sobre la misión espacial secreta del municipio. Finalmente se llevó a cabo el lanzamiento, presenciado por las autoridades municipales en la Guyana Francesa, aunque los trece funcionarios, incluyendo a Corina Freites, la secretaria privada, tuvieron que disfrazarse de nativos para no levantar sospechas ante las autoridades del centro de lanzamiento, ubicado en medio de la selva ecuatorial. En teoría se estaba poniendo en órbita un satélite de comunicaciones privado, pero no bien se separó del impulsor principal el cohete Ariane, el vehículo experimentó una anormalidad que en tierra se interpretó como un mal posicionamiento sin remedio alguno que llevaba a la nave en una órbita excéntrica. En realidad, la misión espacial berazateguense había comenzado. El aceitado aparato de inteligencia municipal dejó entonces deslizar un falso rumor: Francia había puesto en órbita un arma secreta. El técnico de la NASA que participaba del complot prontamente informó a sus superiores oficiales que el satélite se dirigía a un asteroide. La reacción fue inmediata y las autoridades norteamericanas aceptaron reorientar el telescopio más potente de la humanidad para seguir el progreso de la difunta nave espacial anónimamente secuestrada. La misión fue todo un éxito e incluso el Intendente llegó a recibir un telefax con la fotografía del asteroide en el momento en que la sonda hace impacto, levantando una casi imperceptible nube de polvo. Se convocó a la prensa para hacer el anuncio al día siguiente, puesto que el mundo, pero en particular cada vecino de Berazategui, merecía conocer la proeza científica y técnica de un municipio que podría parecer al ojo desprevenido una ciudad más del conurbano bonaerense, pero que en realidad era la cuna de una nueva humanidad, noble, cristiana, pero sólidamente científica y sobre todo, justicialista.

Juan Otto estuvo inicialmente de acuerdo y se mostró entusiasmado, pero al día siguiente era otra persona. Algo durante la noche o la madrugada le había cambiado el ánimo por completo: llegó apresuradamente para detener el anuncio con el argumento de que Limpsat podría hacer juicio por su satélite perdido y el municipio no podría afrontar la indemnización. Nadie le quería hacer caso, pero el subsecretario fue tan persuasivo que, finalmente, se decidió mantener todo en secreto hasta que en un futuro el supuesto crimen proscribiera. El Intendente se contentó con la foto del impacto de la sonda y la copia hecha sobre carbónico de la placa recordatoria que ahora adornaba la superficie del asteroide del General. Quienes lo han visitado en su despacho juran que las conserva en una vitrina, sobre terciopelo azul. Los envidiosos de la vecina ciudad de Quilmes han lanzado últimamente una falsa cadena de email, diciendo que el asteroide 8230 en realidad se llama Peroná, con tilde en la “á”, en honor a un personaje del carnaval veneciano, y que la computadora del Dr. Otto, quien presumía de moderno porque navegaba por Internet, carecía de una placa gráfica adecuada y por eso no mostraba las vocales con tilde, dando lugar al equívoco que llevó a Berazategui al espacio. Nadie le dijo nunca nada al Intendente de esa versión poco probable. Cierto o no, ningún asteroide, que al fin y al cabo así como vienen se van, logrará eclipsar el brillo de los triunfos astronáuticos del pueblo.
Berazategui, a diferencia de otras superpotencias del globo, aún no ha clausurado su incipiente carrera espacial.
Que sirva de ejemplo
http://axxon.com.ar/rev/2011/01/mision-espacial-al-asteroide-del-general-fabian-c-casas/

"El almohadón de plumas", Horacio Quiroga

"El almohadón de plumas"
 Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. 



"La Sibila Blanca", Clark Ashton Smith


La Sibila Blanca.
The White Sybil
, Clark Ashton Smith (1893-1961)



Thortha, el poeta, con canciones extrañas y australes en su corazón, y el tostado de un sol alto y brillante sobre su rostro, volvía a su ciudad natal de Cerngoth, en Mhu Thulan, por el mar de Hyperbórea. Había llegado muy lejos en su búsqueda de la belleza exótica, que siempre se le había escapado como el horizonte. Más allá del Commorión de blancas e incontables torres, y más allá de las junglas y marismas al sur de Commorión, había bajado por numerosos e indefinibles ríos y cruzado el reino semilegendario de Tscho Vulpanomi, en cuyas playas las arenas de diamantes y piedras de rubíes se decía que rugía un océano candente de espuma abrasadora.  Había contemplado muchas maravillas, cosas imposibles de relatar; los monstruosos dioses esculpidos del Sur, sobre los que se rociaba sangra desde unas torres que llegaban casi hasta el sol; el plumaje de los huusim, de varios metros de longitud y de color de fuego; los monstruos de los pantanos australes, las orgullosas naves de Mu y de Antillia, que se movían como por encanto, sin remos ni vela; las cumbres humeantes constantemente sacudidas por las luchas de los demonios encerrados. Pero caminando al mediodía por las calles de Cerngoth, se encontró ante una maravilla más exótica aún que las anteriores. Sin buscarlo, y pensando únicamente en cuestiones caseras, contempló a la Sibila Blanca de Polarión. No sabía de dónde había salido, pero de repente la vio delante de él. Entre las delgadas muchachas de Cerngoth, con su pelo rojizo y ojos de un azul casi negro, parecía una aparición llegada de la Luna. No sabía lo que era, diosa, fantasma, o mujer, pero pasó rápidamente y desapareció. Se trataba de una criatura de nieve y luz septentrional, con ojos que parecían piscinas de luna y labios tan pálidos como su frente. Su túnica era de un tejido tan blanco, tan puro y tan etéreo como su propia persona.

Preso de una admiración indescriptible, Tortha contempló al ser milagroso, manteniendo por un instante la extraña luz de sus gélidos ojos, donde creyó encontrar algo familiar, como si una divinidad oculta durante mucho tiempo apareciese por fin ante su adorador. Sin saber cómo, parecía traer consigo la soledad infranqueable de los lugares lejanos, el murmullo profundo como la muerte de las mesetas y montañas solitarias. A medida que avanzaba, caía un silencio parecido al de las ciudades abandonadas, por las animadas y pobladas calles, y la gente se retiraba a su paso, admirada. Antes de que el silencio estallase en mil murmullos, Tortha ya había adivinado su identidad. Supo que había visto a la Sibila Blanca, ese ser misterioso que, según los rumores, aparecía y desaparecía de las ciudades de Hyperbórea. Nadie conocía su nombre, ni su nacionalidad, pero se decía que descendía como un espíritu de las montañas nevadas al norte de Cerngoth, de los desiertos de Polarión, donde los glaciares invadían valles que antaño fueran fértiles en helechos, y puertos que en otros tiempos fueran autopistas con mucho tráfico.

Nunca se había atrevido nadie a acosarla o seguirla. Venía y se iba con frecuencia, en silencio; pero a veces, en los mercados y plazas públicas, profería oscuras profecías y daba noticias sobre el destino. En muchos lugares, a través de Mhu Thulan y el centro de Hyperbórea, había predicho que las capas de hielo, que descendían gradualmente del polo, cubrirían el continente en edades futuras, enterrando para siempre las palmeras gigantes de las selvas y los soberbios pináculos de las ciudades. Y en la gran Commorión, entonces la capital, había profetizado un extraño destino que se cumpliría mucho antes de la llegada de los hielos. Por donde iba, los hombres la temían, considerándola como mensajera de los dioses extranjeros y desconocidos, que habitaban en una belleza sobrenatural. Todo esto lo había oído Tortha muchas veces, asombrándose un tanto ante el relato, pero desechándolo pronto de su mente, cargada como estaba de maravillosos recuerdos de cosas exóticas. Pero ahora que había visto la Sibila tenía la sensación de que se le ofrecía una revelación insospechada: como si hubiera distinguido, breve y lejana, la oculta meta de su peregrinación mística.

Con esa sola mirada había encontrado la personificación de todos los ideales vagos y deseos que le habían llevado de país en país. Aquí estaba lo indefinible que con tanto ahínco había buscado en pechos y aguas extrañas, más allá de los horizontes coronados por montañas que escupían fuego. Aquí se encontraba la estrella velada, cuyo nombre y resplandor nunca conociera. Los fríos ojos de la Sibila habían encendido un extraño amor en Tortha, para quien el amor sólo había sido, hasta entonces, una agitada pasión de los sentidos. Sin embargo, en esta ocasión no se le ocurrió que podía seguir a la visitante, o indagar más acerca de ella. Por el momento, se contentaba con la extraña visión que caldeaba su alma y perturbaba sus sentidos. Soñando sueños en los que la Sibila se movía como una llama con forma de mujer por caminos demasiado lejanos y pendientes para los pies humanos, regresó a su casa en Cerngoth. Los días siguientes pasaron rápida y soñadoramente para Tortha, cuyo recuerdo estaba aún totalmente ocupado por la reciente aparición blanca. Una loca fiebre de uranio se apoderó de su alma, junto con el íntimo conocimiento de que perseguía un imposible. Lentamente, para entretener las largas horas, se dedicó a copiar las poesías que escribiera durante su viaje, o a hojear sus manuscritos de adolescencia. Ahora, todos le parecían carentes de significado, como las hojas secas de un año que ya ha terminado.

Sin que Tortha lo propusiera, tanto sus criados como las visitas que recibía le hablaron de la Sibila. Decían que casi nunca entraba en Cerngoth, apareciendo con más frecuencia en ciudades alejadas de los desiertos helados de Polarión. Era cierto que no se trataba de un ser mortal, ya que había sido vista el mismo día en lugares distanciados entre sí por cientos de millas. A veces, los cazadores la sorprendían en las montañas al norte de Cerngoth; pero en cuanto los veía desaparecía, como el vaho de la mañana que se desvanece entre los riscos. El poeta escuchaba con actitud ausente y preocupada, pero a nadie habló de su amor. Sabía muy bien que sus familiares y amigos considerarían esta pasión como una locura pasajera, y no como el ansia juvenil que le impulsara a recorrer tierras desconocidas. Ningún amante humano había osado pretender a la Sibila, cuya belleza era de una peligrosa brillantez, semejante al meteoro o a la bola de fuego; una belleza fatal y mortífera, nacida de los golfos transárticos, y en cierto modo víctima de los lejanos destinos del mundo.

Como la marca del hielo o de la llama, su memoria ardía en Tortha. Hojeando sus olvidados libros, o caminando sumido en un ensueño impenetrable, tenía siempre ante sí la radiante palidez de la Sibila. Creía oír un susurro que llegaba desde las soledades boreales: un murmullo de una dulzura etérea, pero cortante como el aire polar, palabras sonoras y sobrenaturales, que hablaban de horizontes vírgenes y heladas auroras lunares sobre continentes inaccesibles para el hombre. Pasaron los largos días de estío, durante los cuales bajaban los campesinos a Cerngoth para comerciar sus pieles y patos salvajes , mientras las colinas que rodeaban la ciudad se engalanaban con flores bermellón y de un brillante azul. Pero no volvió a aparecer la Sibila en Cerngoth, ni nada se supo de ella en otras ciudades. Al parecer, habían cesado sus visitas, como si después de transmitir las noticias encomendadas por los dioses no apareciese más en los ámbitos de la humanidad.

Dentro de la desesperación que le motivaba su pasión, Tortha había anidado la esperanza de volver a verla. Poco a poco esta esperanza se hizo cada vez más débil, aunque su ansiedad no disminuyó. Durante sus paseos cotidianos se adentraba cada día más en los campos, abandonando la casa y las calles, y encaminando sus pasos hacia las montañas que se elevaban dominando la ciudad de Cerngoth, y cuyos picos helados custodiaban la meseta cubierta de glaciares de Polarión. Cada día ascendía un poco más las laderas de las colinas, elevando su mirada hacia los riscos de donde se decía descendía la Sibila. Se sentía atraído por un oscuro mandato, pero durante un tiempo no tuvo el valor de obedecer a la llamada, regresando inmediatamente a Cerngoth. Llegó un día en que subió hasta una colina desde donde se divisaba la ciudad, cuyos tejados parecían conchas al lado de un mar en el que las olas se habían convertido en una planicie suave de color turquesa. Estaba solo en un mundo de flores: el manto frágil que el verano había extendido a los pies de los picos desnudos. El césped descendía suavemente por todas partes, formando alfombras de vivos colores. Incluso los arbustos salvajes presentaban sus brotes frágiles y teñidos de sangre, armonizando con los precipicios y riscos arrasados por verdaderos jardines colgantes.

Tortha no se había encontrado a nadie, ya que hacía rato que abandonara el camino seguido por los montañeses cuando bajaban a la ciudad. Una extraña llamada, que parecía incluir una promesa por nadie formulada, le había conducido hasta esta elevada pradera, desde donde discurría un torrente cristalino entre cascadas de flores, en su búsqueda del mar. Pálidas, diáfanas bajo el sol, flotaban algunas nubecillas hacia las cúspides, mientras los majestuosos halcones dirigían su vuelo hacia el mar, sobre anchas alas rojas. De las flores que yacían a sus pies subía un perfume denso, como incienso litúrgico, mientras que la penetrante luminosidad ofuscaba sus sentidos; y Tortha, cansado por la larga caminata monte arriba, sufrió un desmayo momentáneo, preso de un extraño vértigo. Al volver en sí vio ante él a la Sibila Blanca, de pie entre las flores rojas como la sangre, y etérea como una diosa de la nieve envuelta en velos de color luna. Sus ojos pálidos, inyectando pasiones heladas en sus venas, le observaban enigmáticamente. Con un gesto de la mano, que resplandecía como la luz de lugares inaccesibles, le hizo ademán de seguirle, y volviéndose comenzó a subir por la ladera encima de la pradera.

Tortha se olvidó de su cansancio, de todo, salvo de la belleza celestial de la Sibila. Ni siquiera se preguntó acerca del encantamiento que le subyugaba, ni del éxtasis que inundaba su corazón. Sólo sabía que se le había vuelto a aparecer, llamándole; y la siguió. Pronto las colinas se hicieron más empinadas frente a los imponentes riscos, apareciendo cadenas de piedras desnudas entre el gran manto florido. Sin esfuerzo alguno, ligera como el humo, la Sibila ascendía delante de Tortha. No pudo acercarse a ella, y aunque a veces aumentaba la distancia que los separaba, nunca perdió de vista su figura luminosa. Se encontraba ahora entre quebradas negras y escarpados salvajes, donde la Sibila parecía nadar como una estrella en las sombras de los abismos. Las feroces águilas de la montaña chillaban sobre la cabeza del poeta, contemplando su ascenso mientras revoloteaban sobre sus nidos. El goteo frío de arroyuelos que nacen en los glaciares perpetuos le salpicaba desde arriba, y bruscos abismos se extendían a sus pies con un rugido hueco de agua que caía vertiginosamente a las profundidades.
SIBILA DÉLFICA. Miguel Ángel Buonarroti. Bóvedas de la Capilla Sixtina. Roma. 1508-1512
   El Miguel Ángel pintor deslumbra con la misma fuerza expresiva, llenar de vigor y de talento, que pueda hacerlo el Miguel Ángel escultor. Y de su obra pictórica, lógicamente destaca por encima de cualquier otra su descomunal trabajo en las bóvedas de la Capilla Sixtina. Se trata de un encargo hecho por el Papa Julio II después de la decisión de abortar el proyecto de su tumba, lo que tanto había de contrariar a Miguel Ángel.


Tortha sólo sentía una emoción parecida a la que impulsa a la mariposa a seguir un punto de luz. No sabría decir cuál era la razón y meta de su búsqueda, ni tampoco la fruición del extraño amor que le obligaba a continuar. Olvidando la fatiga mortal, el peligro y el desastre a que se exponía, sintió el delirio de un ascenso loco hacia alturas sobrehumanas. Superando barrancos salvajes y angostos escarpados, llegó hasta un elevado paso que antaño uniera Mhu Thulan con Polarión. Entre paredes de roca erosionada discurría un viejo camino agrietado y derruido, parcialmente bloqueado por restos de torres de vigía derrumbadas. Más abajo del paso, como si fuera un enorme dragón de hielo, surgía el primer glaciar boreal para dar la bienvenida a la Sibila y a Tortha. Junto con el extraño ardor de su ascenso, el poeta advirtió un repentino frío que rozaba el mediodía. Los rayos del sol eran tenues y carecían de calor, mientras que las sombras eran tan oscuras como las profundidades de las tumbas excavadas en excavadas en el hielo ártico. Una película de nubes ocres, que se deslizaban con rapidez mágica, barrieron el día oscureciendo el cielo como si lo hubieran cubierto con una telaraña polvorienta, hasta que el sol pudo penetrarlo con sus rayos pálidos y sin vida, como una luna de diciembre. El cielo que se extendía más allá del horizonte quedó encerrado por una cortina espesa y gris.

Más pálida y luminosa en contraste con las oscuras nubes, la Sibila se apresuró como fuego volador atravesando la neblina, hacia el almenado hielo del glaciar. Tortha trepó por una ladera de hielo que se deslizaba de Polarión. Había alcanzado la cumbre del paso y pronto llegaría a la meseta que se extendía más allá. Pero cual tormenta invocada por brujería, le caía de repente la nieve formando torbellinos espectrales y nubes cegadoras. Llegó como un vuelo incesante de suaves y anchas alas, o los larguísimos cuerpos de dragones difusos y pálidos. Durante algún tiempo todavía pudo distinguir a la Sibila, como quien ve el tenue resplandor de una lámpara sagrada a través de las cortinas del altar en algún templo. La nieve entonces se hizo más gruesa, hasta que dejó de ver el resplandor, sin saber si aún estaba en el paso de altos muros o perdido en alguna llanura de nieves perpetuas.

Se debatió buscando aire en la cargada atmósfera. El fuego blanco, que hasta entonces le había animado, se deshacía ahora en sus helados costados. El fervor y la exaltación se apagaron, para dar paso a una oscura fatiga, un atontamiento que invadía todo su ser. La brillante imagen de la Sibila se reducía a una estrella sin nombre, que, junto con todo lo que había conocido o soñado, pasaba a un gris olvido... Tortha abrió los ojos ante un mundo extraño. No sabía decir si se había caído y muerto en la tormenta, o tropezado con algo oculto en la nieve: lo cierto es que a su alrededor no quedaban restos de las avalanchas, ni de las montañas de glaciares. Se encontraba en un valle que bien pudiera ser el corazón de cualquier paraíso boreal, un valle que con seguridad no formaba parte de la desierta Polarión. A su alrededor el césped estaba materialmente atestado de flores, con un delicado y pálido matiz, como un arco iris lunar. Sus delicadas formas eran las de los capullos de nieve y rocío, dando la sensación de que al menor contacto se derretirían, desapareciendo.

El cielo que cubría el valle no era el de Mhu Thulan, bajo y de color turquesa. sino difuso, soñador, lejano, y lleno de una violescencia infinita, como la frontera de un mundo más allá del tiempo y del espacio. Había luz por todas partes, pero Tortha no vio ningún sol en la bóveda límpida de nubes. Era como si el sol, la luna y las estrellas se hubieran mezclado en tiempos remotos, para disolverse en una luminosidad eterna. Altos y delgados árboles, cuyo follaje de un verde lunar estaba cargado de delicados capullos, parecidos a los del césped, crecían en arboledas y frondas por encima del valle, y a lo largo del margen de un río de tranquilo curso, que se perdía en un horizonte infinito. Tortha advirtió que no proyectaba ninguna sombra sobre el campo florido. los árboles carecían igualmente de sombras, ni tampoco se reflejaban en las transparentes aguas. No había viento que moviese las ramas cargadas de flores, o perturbase los innumerables pétalos que destacaban entre la yerba. Un silencio sepulcral parecía dominarlo todo, como el susurro de algún destino sobrenatural.

Lleno de asombro, pero incapaz de adivinar la razón de su situación, el poeta se dio la vuelta, impulsado por una voz imperiosa. Detrás de él, y al alcance de su mano, vio un emparrado de parras floridas que se habían enlazado de un árbol a otro. A través de las flores, en el centro del enramado, vio como una ráfaga de nieve los blancos velos de la Sibila. Con pasos tímidos, ojos que parpadeaban ante su belleza mística, y el corazón ardiendo como si lo calentaran antorchas, penetró en el emparrado. Se levantó la Sibila del lecho de flores donde yacía, para recibir a su adorador... De todo lo ocurrido después, Tortha olvidaría gran parte. Era como una luz demasiado radiante para que durase, un pensamiento que no requería conceptuación, a causa de su extraordinaria rareza. Se trataba de una realidad que superaba todo lo que el hombre podía considerar real; y, sin embargo, Tortha tenía la sensación de que tanto él como la Sibila y todo cuanto les rodeaba formaba parte de un espejismo en los desiertos del tiempo, sensación, por otra parte, que le hacía pensar que se encontraba en un lugar peligroso, por encima de la vida y de la muerte, en un enramado de sueños, resplandeciente y frágil.

Pensó que la Sibila le recibía con palabras atractivas y melifluas de un idioma que le era conocido, pero que nunca había oído. El tono de su voz le llenó de un éxtasis que se acercaba al dolor. Se sentó a su lado sobre un banco maravilloso, y ella le susurró muchas cosas: divinas, estupendas y peligrosas; trascendentes como el secreto de la vida; dulces como el olvido; extrañas e inmemorables como el conocimiento perdido del sueño. Pero no le dijo su nombre, ni tampoco el secreto de su esencia, y Tortha seguía sin saber si era un espíritu o una mujer, una diosa o un fantasma. Había algo en su conversación relativo al tiempo y su misterio; algo que siempre está más allá del tiempo; algo parecido a la sombra gris del hado que obedece al mundo y al sol; algo de amor que persigue un fuego huidizo, perecedero; de muerte, en cuya tierra nacen las flores; de vida, espejismo de un vacío helado. Durante largo rato, Thortha se contentó con escuchar; era preso de un éxtasis, y experimentaba el asombro de cualquier mortal ante la presencia de una deidad. Entonces, cuando se acostumbró a su situación, la belleza femenina de la Sibila le habló con idéntica elocuencia que sus palabras. Vacilante, gradualmente, como una marea que llega hasta una luna supraterrenal, afloró en su corazón el amor humano que era mitad de su adoración. Sintió un delirio de deseo, mezclado con el vértigo que ataca a quien sube a una altura imposible. Veía únicamente la belleza blanca de su deidad, sin prestar atención a la sabiduría de sus palabras.

La Sibila hizo una pausa en su discurso. y sin saber muy bien cómo, con palabras lentas y entrecortadas, Tortha se atrevió a declararle su amor. Ella no respondió, no hizo gesto alguno en señal de aceptación o rechazo. Pero cuando el poeta hubo terminado, le observó con mirada extraña; amor o piedad, tristeza o felicidad, no sabría decirlo. Entonces, rápidamente, se inclinó y le besó en la frente con sus pálidos labios. Su beso constituía el sello entre el fuego y el hielo. Loco por lograr su deseo supremo, Tortha se abalanzó para abrazar a la Sibila. Terrible e inexorablemente, cambió al encontrarse entre sus brazos: se convirtió en un cadáver helado que durante siglos había yacido en una tumba, una momia de leprosa blancura, en cuyos ojos helados pudo leer el horror del vacío supremo. Era algo que no tenía ni forma ni nombre —algo corrompido y oscuro que se deshacía en sus brazos—, polvo, una nube de átomos brillantes que se evaporaban entre sus dedos. Pronto no quedó nada, ya que también se desvanecían las flores que antes la rodearan, desapareciendo bajo copos de nieve blanca. El amplio cielo violeta, los altos y delgados árboles, el mágico río sin reflejos, la propia tierra que pisaba, todo había desaparecido entre los remolinos de nieve.

Tuvo Tortha la sensación de ser arrastrado hacia un profundo abismo, junto con el caos de la tormenta de nieve. Lentamente, al caer, el aire se aclaró en su derredor, mientras él quedaba colgando sobre la tormenta. Se encontraba solo en un cielo triste y sin estrellas; a sus pies, a una distancia tan asombrosa como variable, pudo ver las tenues fronteras de una tierra rodeada de hielo de horizonte a horizonte. Las nieves habían desaparecido del aire muerto, y Tortha se sintió invadido por un frío cortante, como el aliento de un éter terrible. En un instante cortísimo vio y sintió todo esto. Acto seguido, y con la rapidez de un meteoro, volvió a caer hacia el continente helado. Y como la llama fugaz del meteoro, su consciente se desvaneció perdiéndose en el aire helado. Pero los pobladores semisalvajes de la montaña habían visto cómo Tortha desaparecía durante la repentina tormenta que misteriosamente llegara de Polarión, y cuando ésta hubo remitido, le encontraron caído en un glaciar. Le atendieron tosca pero cuidadosamente, maravillándose ante la marca blanca que, como una señal de fuego, llevaba impresa en su frente dorada. La carne estaba profundamente herida, y la marca presentaba la presión de unos labios. Pero no podían saber que la señal imborrable fuera obra del beso de la Sibila Blanca.

Despacio, Tortha consiguió recobrar parte de su fortaleza anterior. Pero su mente quedó para siempre perdida en un abismo nublado, en una sombra imborrable, como ojos deslumbrados después de mirar una luz insoportable. Entre los que le cuidaron había una doncella pálida y bella, que Tortha confundió con la Sibila en su mente enferma. El nombre de dicha joven era Illara, y en su locura Tortha se enamoró de ella. Olvidándose de sus parientes y amigos de Cerngoth, se quedó a vivir con la gente de la montaña, tomando a Illara por esposa y escribiendo canciones sobre la reducida tribu. En conjunto, fue muy feliz pensando que la Sibila había vuelto a él; e Illara también fue dichosa a su manera, ya que no era la primera mujer mortal cuyo amante permanecía fiel a una ilusión divina.
Clark Ashton Smith (1893-1961)

“EL INTRUSO”, H. P. Lovecraft


 “EL INTRUSO”
H. P. Lovecraft


Esa noche el barón soñó multitud de desdichas,
Y todos sus guerreros invitados, por sombras y formas,
Por brujas y demonios y grandes gusanos de sepultura,
Se vieron en pesadillas atormentados.
KEATS

            Desdichado aquel a quien los recuerdos de infancia no traen sino miedo y tristeza. Mísero del que vuelve la vista para reencontrar horas solitarias en grandes y tétricas estancias de parduscas colgaduras y enloquecedoras hileras de viejos libros, o rememorar espantadas esperas en umbrías alamedas de árboles grotescos, gigantescos, cubiertos de plantas trepadoras, agitando en silencio sus ramas hacia lo alto. Tal es lo que los dioses me otorgaron... a mí, el turbado, el decepcionado, el yermo, el quebrantado. Y no obstante me siento extrañamente contento y me aferro con desesperación a esos marchitos recuerdos cuando mi mente amenaza por momentos con llegar más allá, al otro.
            Nada sé de mi nacimiento, excepto que el castillo era infini­tamente viejo e infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscu­ros, con elevados cielos rasos donde el ojo no encontraba sino telarañas y sombras. Las piedras de los ruinosos corredores pare­cían siempre espantosamente húmedas y por doquier flotaba un condenado hedor, como el de cadáveres apilados durante muer­tas generaciones. Nunca había luz, por lo que empleaba velas para alumbrarme y me demoraba mirándolas atentamente en busca de algún consuelo; no había sol fuera, ya que aquellos terribles árboles crecían más alto que la parte superior de la torre accesible. Había una torre negra que descollaba sobre los árboles hasta el desconocido cielo exterior, pero se hallaba parcialmente en ruinas y no podía llegarse a ella sino a través de un casi impo­sible ascenso por la pared vertical, piedra a piedra.
            Debo haber vivido años en ese lugar, pero no soy capaz de precisar cuánto. Alguien debió atender mis necesidades, aunque no puedo recordar a nadie que no sea yo mismo, ni nada vivo aparte de las sigilosas ratas y los murciélagos y las arañas. Creo que, quien fuera el que me cuidó, se trataba de alguien terrible­mente anciano, pues la primera imagen que tengo de una per­sona viva es la de alguien semejante a una caricatura de mí mismo, aunque tan deforme, marchito y decadente como el cas­tillo. A mi entender, no había nada grotesco en los huesos y esqueletos que colmaban algunas de las criptas de piedra en los subterráneos. Yo asociaba tales cosas de una forma fantástica con los sucesos cotidianos, y los veía más naturales que las imágenes coloreadas de seres vivos que descubrí en muchos de los moho­sos libros. Todo cuanto sé lo aprendí en esos libros. Ningún maestro me azuzo ni me condujo, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años una voz humana... ni siquiera la mía, pues aunque había leído sobre la conversación, nunca intenté hablar en voz alta. Mi apariencia física me resultaba igualmente desconocida, ya que no había espejos en el castillo, y yo sencilla­mente me creía, de forma instintiva, parecido a las juveniles figuras que veía dibujadas y pintadas en los libros. Estaba con­vencido de ser joven debido a los pocos recuerdos que guardaba.
            Fuera, cruzando el foso putrefacto, me tendía a veces bajo los árboles oscuros y silenciosos y soñaba por espacio de horas con lo leído en los libros, y me imaginaba anhelante entre ale­gres multitudes, en el mundo iluminado por el sol que se encontraba más allá de la fronda interminable. Una vez intenté escapar del bosque, pero conforme me alejaba del castillo las sombras iban haciéndose más oscuras y el miedo se colmaba de un espanto acechante; así que volví corriendo frenético antes de perderme en un laberinto de silencio nocturno.
            Así que yo soñaba, esperando entre interminables crepúscu­los, aunque no sabía el qué. Luego, en mi sombría soledad, el ansia de luz se volvió tan frenético que no pude aguardar más, y alcé suplicante las manos hacia la solitaria torre negra en ruinas que se remontaba sobre el bosque hacia el ignoto cielo exterior. Y al fin me decidí a escalar esa torre, aun a riesgo de caer, ya que prefería vislumbrar el cielo y morir que vivir sin contemplar jamás la luz del día.
            En el húmedo crepúsculo ascendí por la vetusta y destarta­lada escalera hasta llegar al punto en que cesaban, y de ahí en adelante me aferré en precario a pequeños asideros que llevaban arriba. Aquel cilindro de piedra sin escaleras resultaba espectral y terrible; negro, ruinoso y desolado, más siniestro aún por culpa de los murciélagos sobresaltados cuyas alas no despertaban sonido. Pero todavía más espectral y terrible resultaba la lentitud del avance ya que, por mucho que subiera, la oscuridad sobre mi cabeza no menguaba, y sentí un nuevo estremecimiento, como si me encontrase en un túmulo fantasmal y venerable. Temblé pre­guntándome por qué no aparecía la luz y, de haberme atrevido, hubiera vuelto la vista abajo. Supuse que la noche me habría alcanzado repentinamente y tanteé en vano, buscando con la mano libre el alféizar de una ventana a través de la que poder mirar fuera y en torno, e intentar calcular la altura alcanzada.
            Entonces, tras una eternidad de espantoso y ciego reptar por ese precipicio cóncavo y desesperanzador, sentí que tocaba algo sólido con la cabeza, y supe que había alcanzado el techo, o al menos alguna especie de piso. Alcé la mano libre en la oscuridad y palpé el obstáculo, hallándolo pétreo e inamovible. Entonces tuvo lugar un mortífero circundar de la torre, agarrándome a cualquier asidero que pudiera ofrecerme el resbaladizo muro, hasta que al fin, tanteando con la mano, sentí ceder la barrera y pude volver a subir, empujando la losa o trampilla con la cabeza mientras utilizaba ambas manos para el temible ascenso. Arriba no apareció luz alguna y, elevando las manos, supe que mi ascenso había concluido por el momento, ya que la losa era la trampilla de una abertura que llevaba a una superficie de piedra de mayor circunferencia que la torre de abajo, sin duda el suelo de alguna estancia alta y amplia. Fui deslizándome cautelosa­mente a su través, intentando impedir que la losa volviera a caer en su hueco, pero fracasé. Mientras yacía exhausto en el suelo de piedra, escuché los fantasmales ecos de su caída, pero confié en ser capaz de volver a alzarla cuando fuera necesario.
            Suponiéndome ahora a prodigiosa altura, muy por encima de las malditas ramas del bosque, me arrastré por el suelo bus­cando con las manos las ventanas, esperando ver por primera vez el cielo y la luna y las estrellas sobre las que tanto había leído. Pero me vi defraudado en mi búsqueda, ya que todo lo que encontré fueron unos grandes estantes de mármol sosteniendo odiosas cajas ovaladas de un tamaño perturbador. Cuanto más lo pensaba, más me preguntaba sobre qué arcanos secretos podía albergar esta elevada estancia, separada durante tantos eones del castillo inferior. Entonces, inesperadamente, mis manos dieron con una puerta encastrada en un umbral de piedra, tosco y cubierto de extrañas tallas. Tanteando, la encontré cerrada, pero con un supremo esfuerzo conseguí forzarla, haciéndola abrirse hacia dentro. Al hacerlo, me alcanzó el éxtasis más puro que jamás haya conocido, ya que, brillando tranquilamente a través de una ornada cancela de hierro, más allá de un breve pasillo de piedra con escalones que subían desde el portal recién franquea­do, se encontraba la radiante luna llena, nunca antes vista sino en sueños y vagas visiones que no me atrevo a llamar recuerdos.
            Creyendo ahora haber alcanzado la cima del castillo, remonté el puñado de peldaños que partía de la puerta, pero el súbito velado de la luna por el paso de una nube me hizo trasta­billar, y me moví más despacio en la negrura. Estaba muy oscuro cuando llegué al enrejado... que probé cuidadosamente, encon­trándolo abierto; pero no lo franqueé por miedo a caer desde la tremenda altura alcanzada. Entonces volvió a salir la luna.
            El golpe más demoníaco es el procedente de lo abismal­mente inesperado y de lo grotescamente increíble. Nada de lo antes soportado podía compararse en terror con lo visto en ese instante, con los estrafalarios prodigios que tal visión implicaba. El panorama en sí mismo era tan simple como impactante, ya que se trataba sencillamente de esto: que en vez de una vertigi­nosa perspectiva de copas de árboles divisados desde gran altura, a mi alrededor se extendía, al nivel de la reja, nada menos que el suelo firme, nivelado y salpicado de losas de mármol y columnas, ensombrecido por una iglesia de piedra cuyo campanario en rui­nas resplandecía de forma espectral a la luz de la luna.
            Medio desmayado, abrí la verja y me tambaleé por el camino de grava blanca que iba en dos direcciones. Mi mente, aunque aturdida y sumida en el caos, aún guardaba una frené­tica ansia de luz, y ni siquiera el fantástico prodigio que había tenido lugar podía detener mi búsqueda. Ni siquiera sabía o me preocupaba el saber si aquello era locura, sueño o magia, pero estaba resuelto a contemplar a toda costa el resplandor y la ale­gría. No sabía quién o qué era, ni dónde me hallaba; pero al proseguir titubeando adelante me hice consciente de una especie de recuerdo espantosamente latente que implicaba que mis pasos no habían sido totalmente fortuitos. Salí de aquella zona de lápidas y columnas a través de un arco, y fui deambulando campo a traviesa, siguiendo a veces el camino, otras abandonán­dolo para cruzar curioso por praderas donde ruinas ocasionales hablaban de otro camino, ya olvidado. En cierta ocasión vadeé un torrente junto al que restos musgosos y caídos hablaban de un puente derrumbado mucho tiempo atrás.
            Debieron pasar unas dos horas antes de que llegara a lo que parecía ser mi meta, un venerable castillo cubierto de hiedra en mitad de un parque frondosamente arbolado; inquietantemente familiar y a un tiempo ajeno en una forma que me dejaba per­plejo. Vi que el foso estaba lleno y que algunas de las familiares torres estaban caídas, mientras que nuevas alas habían surgido para confundir al observador. Pero eran las ventanas abiertas lo que yo contemplaba con gran interés y delicia... gloriosamente resplandecientes de luz, dejando escapar los sones del más encantador de los festejos. Llegándome a una de ellas, me asomé y vi una concurrencia ataviada de forma extraña; se divertían y hablaban animadamente entre sí. Creo que nunca antes había oído voces humanas, y tan sólo podía conjeturar vagamente lo que se decía. Algunos rostros mostraban expresiones que desper­taban en mí recuerdos increíblemente remotos; otros me resul­taban completamente ajenos.
            Entonces, por la baja ventana, accedí a la estancia brillante­mente iluminada y, apenas hacerlo, pasé del breve instante de esperanza a la más negra convulsión de desesperanza y entendí­ miento. La pesadilla se desató instantáneamente; apenas entrar, tuvo lugar uno de los más terroríficos sucesos que jamás haya podido concebirse. No bien había cruzado el antepecho, se abatió sobre la concurrencia un repentino e inesperado espanto de la más terrible intensidad, demudando los rostros y provocando los más horribles gritos jamás surgidos de garganta alguna. La huida fue masiva, y entre gritos y pánico algunos se desvanecie­ron, siendo arrastrados por quienes escapaban enloquecidos. Muchos se cubrían los ojos con las manos y se abalanzaban cie­gamente adelante, tropezando torpemente en su fuga, volteando muebles y yendo a chocar contra los muros antes de alcanzar alguna de las numerosas puertas.
            Los gritos resultaban estremecedores, y mientras me que­daba sólo y aturdido en la brillante estancia, escuchando ecos que se desvanecían, temblé con la idea de que podía haber junto a mí algo que no hubiera visto. La habitación se mostró desierta en una somera inspección, pero al llegar a una de las alcobas creí detectar allí una presencia, un atisbo de movimiento del otro lado del arco dorado que llevaba a una habitación similar. Al aproximarme al arco comencé a distinguir con más claridad la presencia y entonces, con el primer y último sonido que haya pronunciado jamás –un alarido espectral que me sacudió casi tanto como la repugnancia despertada por el ser nocivo que lo causaba–, contemplé con espantoso detalle la monstruosidad inconcebible, indescriptible e inmencionable que, con su mera presencia, había convertido una alegre concurrencia en un hato de enloquecidos fugitivos.
            Ni siquiera me atrevo a insinuar su aspecto, ya que resultaba el compendio de todo lo sucio, estrafalario, nefasto, anormal y detestable. Era la necrótica sombra de decadencia, decrepitud y desolación; el fantasma pútrido y goteante de insalubre revela­ción. Sabe Dios que eso no pertenecía a este mundo –al menos, ya no–, aunque, para mi espanto, descubrí en sus rasgos consu­midos y sepulcrales una horrenda y obsesionante parodia de ser humano, y en su mohosa y degenerada apariencia alguna indeci­ble cualidad que me estremecía aún más.
            Me encontraba casi paralizado, aunque no tanto como para no hacer un débil intento de escapar; un traspiés atrás que no llegó a romper el hechizo en que el indescriptible, el innombra­ble monstruo me tenía preso. Mis ojos, embrujados por las vidriosas esferas que acechaban espantosamente en su interior, rehusaban cerrarse, aun cuando se hallaban piadosamente vela­dos, y, tras una primera impresión, mostraban a aquel ser terri­ble sólo de forma turbia. Traté de interponer la mano para ocul­tar la imagen, pero tan aturdidos estaban mis nervios que el brazo rehusó obedecer mi voluntad. El intento, empero, fue suficiente como para desequilibrarme, haciéndome titubear unos pasos para no caer. Al hacerlo me percaté, repentina y agó­nicamente, de la proximidad de aquel ser inmundo, cuyo sordo y odioso resollar creí oír. Casi enloquecido, fui entonces capaz de tender una mano para protegerme de la fétida aparición que tan cerca estaba y, en un cataclísmico segundo de cósmica pesa­dilla e infernal accidente, mis dedos rozaron la putrefacta zarpa que el monstruo había tendido bajo el arco dorado.
No chillé, pero todos los espíritus demoníacos que cabalgan el viento gritaron por mí en el preciso instante en que brotó en mi interior un sencillo y fugaz recuerdo capaz de aniquilar el alma. En ese segundo recordé cuanto fui; recordé antes del espantoso castillo y los árboles, y reconocí el alterado edificio en el que me hallaba; y, más terrible que todo lo demás, reconocí a la infeliz abominación que me miraba mientras yo apartaba mis dedos mancillados de los suyos.
            Pero en el cosmos hay tanto bálsamo como amargura, y ese bálsamo es la nepenta*. En el supremo horror de ese segundo olvidé cuanto me espantaba, y el estallido de negra memoria se desvaneció en un caos de imágenes retumbantes. Como en sue­ños huí de ese sitio fantasmal y maldito, corriendo rápida y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando regresé al campo­santo de mármol y descendí los peldaños, encontré inamovible la trampilla de piedra, pero no me pesó, porque odiaba el anti­guo castillo y los árboles. Ahora frecuento a los burlones y ami­gables demonios del viento nocturno, y juego durante el día entre las catacumbas de Nephren-Ka, en el prohibido e ignoto valle de Hadoth, en el Nilo. Sé que la luz no es para mí, excepto la de la luna sobre las pétreas tumbas de Neb; ni tampoco otras alegrías que las de los indescriptibles festejos de Nitokris bajo la Gran Pirámide, aunque en medio de mi nuevo salvajismo y libertad casi daría la bienvenida a la amargura de la soledad.
            Pero aunque la nepenta me haya calmado, tengo siempre presente que soy un intruso; forastero en este siglo y entre quie­nes aún son hombres. Es algo que sé desde que tendí mis dedos hacia la abominación que aguardaba en el interior del gran marco dorado; tendí mis dedos y toqué una fría y tersa superficie de cristal pulido.


* Droga que, según los antiguos, borraba todos los recuerdos en los que la consumían.


La fábula y el cuento popular


Domingo de Azcuénaga (1758-1821)
Fuente: Juan de la C. Puig en Antología de poetas argentinos . Tomo I - La colonia, Buenos Aires, Martín Biedma e hijo Editores, 1910.

Fábula tercera
El águila, el león y el cordero
Un águila real,
Con rápido vuelo
Se subió a la cima
De un áspero cerro,
Al pie de la cumbre,
En un prado ameno,
Un feroz león
Estaba durmiendo.
La águila de lo alto
Quiso conocerlo,
Y hacia el prado airosa
Se dirigió luego.
El León al ruido
Despertó soberbio,
Y alzando al instante
Su dorado cuello,
Erguió su melena
Con gala y denuedo,
Y de rey vestido
Se mostró al momento.
Revolvió la cara
Con aire y despejo,
Y, con la cabeza,
Le hizo acatamiento.
Acercóse aquélla
Con pasos severos,
Y entablaron ambos
Su razonamiento.
Este se redujo
A hacer menosprecio
De los brutos y aves
Con denuestos feos,
Diciendo, que estaban
En el universo,
Las especies de ambos,
Bajo sus imperios,
Vanidad fundando
En sus nacimientos.
Pero un corderito,
Que había estado oyendo
Toda la parola,
Sin ser visto de ellos
(Allá para sí),
Prorrumpió diciendo:
No hay duda en que sois
Por vuestros abuelos
De aves, y de brutos
Monarcas excelsos,
Pero, si tenéis
Tan perversos hechos,
Que el hurto y rapiña
Es vuestro elemento,
La grandeza vuestra,
Ni en chanzas la quiero,
Pues soy de dictamen
Por lo que penetro,
Que el lustre, y realce
De más alto precio
Es, el que uno adquiere
Por sí, siendo bueno.
En la fabulita
Nos dice el cordero:
Que jamás hagamos
Gala con exceso
Del blasón y gloria
Que heredado habemos
De nuestros mayores,
Y que procuremos,
Con nuestra conducta
Y procedimientos,
Adquirirla nueva
Por nosotros mismos.

(Telégrafo Mercantil: T. 2 N° 18; Domingo 4 de octubre de 1801.)



“La zorra y la careta vacía”, Esopo

Entró un día una zorra en la casa de un actor, y después de revisar sus utensilios, encontró entre muchas otras cosas una máscara artísticamente trabajada. La tomó entre sus patas, la observó y se dijo: «¡Hermosa cabeza! Pero qué lástima que no tiene sesos».


No te llenes de apariencias vacías. Llénate mejor siempre de buen juicio.




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“El niño prodigioso”, Alekandr Nikoalevich Afanasiev



Érase un acreditado comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la gracia de tener un niño que los hiciese muy dichosos, los sostuviera en la vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.  Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus semejantes.  Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo Fedor:
-Ve a sentarte debajo del puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí.
Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se puso a escuchar. Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos hablando entre sí, y decían:
-¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido.
El mayordomo, después de haber oído estas palabras, volvió a casa.
-¿Qué dice la gente, Fedor? -le preguntó el comerciante.
-Dicen cosas muy diversas: según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho sólo por vanagloria.
Aquel mismo año la mujer del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche, cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató, manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.  Por la mañana los padres se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición.
-¡Se lo ha comido su misma madre! -dijo-. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre.
Encolerizado el comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de inocencia.  Así transcurrieron algunos años, y entretanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se llevó al niño a su casa.  Aprovechándose del don divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole:
-Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá.
Y apenas el niño pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante.
Al fin un día le dijo:
-Mira, niño, pide a Dios que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar se case conmigo.  El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos castillos para el zar y su familia.  Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó:
-¿Quién ha construido tal maravilla?
Los cortesanos se enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor.
-Si Fedor es tan hábil -dijo el zar-, le daré por esposa a mi hija.
Con gran rapidez se hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo dejaba sin comer.  Una noche hablaba Fedor con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón oscuro, lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál era la causa de su don maravilloso.
-Si antes sólo eras un pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche hacer el puente de cristal?
-Todas mis riquezas y mi poder mágico -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo.
-Cuéntame cómo -dijo la hija del zar.
-Estaba yo de mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robé, y para que no se sospechase de mí acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su propio hijo.
El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:
-¡Bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!
Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena de hierro, se fue con él a casa de su padre. Una vez allí dijo al comerciante:
-¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas?
-¿Para qué las necesitas?
-Porque tengo que dar de comer al perro.
-¿Qué dices, niño? -le contestó el comerciante-. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con brasas?
-¿Y dónde has visto tú que una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre.
El comerciante quiso conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño.  La hija del zar volvió a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su muerte.