La Sibila Blanca.
The White Sybil, Clark Ashton Smith
(1893-1961)
Thortha, el poeta, con canciones extrañas y australes en su corazón, y el
tostado de un sol alto y brillante sobre su rostro, volvía a su ciudad natal de
Cerngoth, en Mhu Thulan, por el mar de Hyperbórea. Había llegado muy lejos en
su búsqueda de la belleza exótica, que siempre se le había escapado como el
horizonte. Más allá del Commorión de blancas e incontables torres, y más allá
de las junglas y marismas al sur de Commorión, había bajado por numerosos e
indefinibles ríos y cruzado el reino semilegendario de Tscho Vulpanomi, en
cuyas playas las arenas de diamantes y piedras de rubíes se decía que rugía un
océano candente de espuma abrasadora. Había contemplado muchas maravillas, cosas imposibles de relatar; los
monstruosos dioses esculpidos del Sur, sobre los que se rociaba sangra desde
unas torres que llegaban casi hasta el sol; el plumaje de los huusim, de varios
metros de longitud y de color de fuego; los monstruos de los pantanos australes,
las orgullosas naves de Mu y de Antillia, que se movían como por encanto, sin
remos ni vela; las cumbres humeantes constantemente sacudidas por las luchas de
los demonios encerrados. Pero caminando al mediodía por las calles de Cerngoth,
se encontró ante una maravilla más exótica aún que las anteriores. Sin
buscarlo, y pensando únicamente en cuestiones caseras, contempló a la Sibila Blanca de
Polarión. No sabía de dónde había salido, pero de repente la vio delante de él.
Entre las delgadas muchachas de Cerngoth, con su pelo rojizo y ojos de un azul
casi negro, parecía una aparición llegada de la Luna. No sabía lo que
era, diosa, fantasma, o mujer, pero pasó rápidamente y desapareció. Se trataba
de una criatura de nieve y luz septentrional, con ojos que parecían piscinas de
luna y labios tan pálidos como su frente. Su túnica era de un tejido tan
blanco, tan puro y tan etéreo como su propia persona.
Preso de una admiración indescriptible, Tortha contempló al ser milagroso,
manteniendo por un instante la extraña luz de sus gélidos ojos, donde creyó
encontrar algo familiar, como si una divinidad oculta durante mucho tiempo
apareciese por fin ante su adorador. Sin saber cómo, parecía traer consigo la
soledad infranqueable de los lugares lejanos, el murmullo profundo como la
muerte de las mesetas y montañas solitarias. A medida que avanzaba, caía un
silencio parecido al de las ciudades abandonadas, por las animadas y pobladas
calles, y la gente se retiraba a su paso, admirada. Antes de que el silencio
estallase en mil murmullos, Tortha ya había adivinado su identidad. Supo que
había visto a la Sibila
Blanca, ese ser misterioso que, según los rumores, aparecía y
desaparecía de las ciudades de Hyperbórea. Nadie conocía su nombre, ni su
nacionalidad, pero se decía que descendía como un espíritu de las montañas
nevadas al norte de Cerngoth, de los desiertos de Polarión, donde los glaciares
invadían valles que antaño fueran fértiles en helechos, y puertos que en otros
tiempos fueran autopistas con mucho tráfico.
Nunca se había atrevido nadie a acosarla o seguirla. Venía y se iba con
frecuencia, en silencio; pero a veces, en los mercados y plazas públicas,
profería oscuras profecías y daba noticias sobre el destino. En muchos lugares,
a través de Mhu Thulan y el centro de Hyperbórea, había predicho que las capas
de hielo, que descendían gradualmente del polo, cubrirían el continente en
edades futuras, enterrando para siempre las palmeras gigantes de las selvas y
los soberbios pináculos de las ciudades. Y en la gran Commorión, entonces la
capital, había profetizado un extraño destino que se cumpliría mucho antes de
la llegada de los hielos. Por donde iba, los hombres la temían, considerándola
como mensajera de los dioses extranjeros y desconocidos, que habitaban en una belleza
sobrenatural. Todo esto lo había oído Tortha muchas veces, asombrándose un
tanto ante el relato, pero desechándolo pronto de su mente, cargada como estaba
de maravillosos recuerdos de cosas exóticas. Pero ahora que había visto la Sibila tenía la sensación
de que se le ofrecía una revelación insospechada: como si hubiera distinguido,
breve y lejana, la oculta meta de su peregrinación mística.
Con esa sola mirada había encontrado la personificación de todos los ideales
vagos y deseos que le habían llevado de país en país. Aquí estaba lo
indefinible que con tanto ahínco había buscado en pechos y aguas extrañas, más
allá de los horizontes coronados por montañas que escupían fuego. Aquí se
encontraba la estrella velada, cuyo nombre y resplandor nunca conociera. Los
fríos ojos de la Sibila
habían encendido un extraño amor en Tortha, para quien el amor sólo había sido,
hasta entonces, una agitada pasión de los sentidos. Sin embargo, en esta
ocasión no se le ocurrió que podía seguir a la visitante, o indagar más acerca
de ella. Por el momento, se contentaba con la extraña visión que caldeaba su
alma y perturbaba sus sentidos. Soñando sueños en los que la Sibila se movía como una
llama con forma de mujer por caminos demasiado lejanos y pendientes para los
pies humanos, regresó a su casa en Cerngoth. Los días siguientes pasaron rápida
y soñadoramente para Tortha, cuyo recuerdo estaba aún totalmente ocupado por la
reciente aparición blanca. Una loca fiebre de uranio se apoderó de su alma,
junto con el íntimo conocimiento de que perseguía un imposible. Lentamente,
para entretener las largas horas, se dedicó a copiar las poesías que escribiera
durante su viaje, o a hojear sus manuscritos de adolescencia. Ahora, todos le
parecían carentes de significado, como las hojas secas de un año que ya ha
terminado.
Sin que Tortha lo propusiera, tanto sus criados como las visitas que recibía le
hablaron de la Sibila.
Decían que casi nunca entraba en Cerngoth, apareciendo con
más frecuencia en ciudades alejadas de los desiertos helados de Polarión. Era
cierto que no se trataba de un ser mortal, ya que había sido vista el mismo día
en lugares distanciados entre sí por cientos de millas. A veces, los cazadores
la sorprendían en las montañas al norte de Cerngoth; pero en cuanto los veía
desaparecía, como el vaho de la mañana que se desvanece entre los riscos. El
poeta escuchaba con actitud ausente y preocupada, pero a nadie habló de su
amor. Sabía muy bien que sus familiares y amigos considerarían esta pasión como
una locura pasajera, y no como el ansia juvenil que le impulsara a recorrer
tierras desconocidas. Ningún amante humano había osado pretender a la Sibila, cuya belleza era de
una peligrosa brillantez, semejante al meteoro o a la bola de fuego; una
belleza fatal y mortífera, nacida de los golfos transárticos, y en cierto modo
víctima de los lejanos destinos del mundo.
Como la marca del hielo o de la llama, su memoria ardía en Tortha. Hojeando sus
olvidados libros, o caminando sumido en un ensueño impenetrable, tenía siempre
ante sí la radiante palidez de la Sibila. Creía oír un susurro que llegaba desde
las soledades boreales: un murmullo de una dulzura etérea, pero cortante como
el aire polar, palabras sonoras y sobrenaturales, que hablaban de horizontes
vírgenes y heladas auroras lunares sobre continentes inaccesibles para el
hombre. Pasaron los largos días de estío, durante los cuales bajaban los
campesinos a Cerngoth para comerciar sus pieles y patos salvajes , mientras las
colinas que rodeaban la ciudad se engalanaban con flores bermellón y de un
brillante azul. Pero no volvió a aparecer la Sibila en Cerngoth, ni nada se supo de ella en
otras ciudades. Al parecer, habían cesado sus visitas, como si después de
transmitir las noticias encomendadas por los dioses no apareciese más en los
ámbitos de la humanidad.
Dentro de la desesperación que le motivaba su pasión, Tortha había anidado la
esperanza de volver a verla. Poco a poco esta esperanza se hizo cada vez más
débil, aunque su ansiedad no disminuyó. Durante sus paseos cotidianos se
adentraba cada día más en los campos, abandonando la casa y las calles, y
encaminando sus pasos hacia las montañas que se elevaban dominando la ciudad de
Cerngoth, y cuyos picos helados custodiaban la meseta cubierta de glaciares de
Polarión. Cada día ascendía un poco más las laderas de las colinas, elevando su
mirada hacia los riscos de donde se decía descendía la Sibila. Se sentía
atraído por un oscuro mandato, pero durante un tiempo no tuvo el valor de
obedecer a la llamada, regresando inmediatamente a Cerngoth. Llegó un día en
que subió hasta una colina desde donde se divisaba la ciudad, cuyos tejados
parecían conchas al lado de un mar en el que las olas se habían convertido en
una planicie suave de color turquesa. Estaba solo en un mundo de flores: el
manto frágil que el verano había extendido a los pies de los picos desnudos. El
césped descendía suavemente por todas partes, formando alfombras de vivos
colores. Incluso los arbustos salvajes presentaban sus brotes frágiles y
teñidos de sangre, armonizando con los precipicios y riscos arrasados por
verdaderos jardines colgantes.
Tortha no se había encontrado a nadie, ya que hacía rato que abandonara el
camino seguido por los montañeses cuando bajaban a la ciudad. Una extraña
llamada, que parecía incluir una promesa por nadie formulada, le había
conducido hasta esta elevada pradera, desde donde discurría un torrente
cristalino entre cascadas de flores, en su búsqueda del mar. Pálidas, diáfanas
bajo el sol, flotaban algunas nubecillas hacia las cúspides, mientras los
majestuosos halcones dirigían su vuelo hacia el mar, sobre anchas alas rojas.
De las flores que yacían a sus pies subía un perfume denso, como incienso
litúrgico, mientras que la penetrante luminosidad ofuscaba sus sentidos; y
Tortha, cansado por la larga caminata monte arriba, sufrió un desmayo
momentáneo, preso de un extraño vértigo. Al volver en sí vio ante él a la Sibila Blanca, de
pie entre las flores rojas como la sangre, y etérea como una diosa de la nieve
envuelta en velos de color luna. Sus ojos pálidos, inyectando pasiones heladas
en sus venas, le observaban enigmáticamente. Con un gesto de la mano, que
resplandecía como la luz de lugares inaccesibles, le hizo ademán de seguirle, y
volviéndose comenzó a subir por la ladera encima de la pradera.
Tortha se olvidó de su cansancio, de todo, salvo de la belleza celestial de la Sibila. Ni siquiera se
preguntó acerca del encantamiento que le subyugaba, ni del éxtasis que inundaba
su corazón. Sólo sabía que se le había vuelto a aparecer, llamándole; y la
siguió. Pronto las colinas se hicieron más empinadas frente a los imponentes
riscos, apareciendo cadenas de piedras desnudas entre el gran manto florido.
Sin esfuerzo alguno, ligera como el humo, la Sibila ascendía delante de Tortha. No pudo
acercarse a ella, y aunque a veces aumentaba la distancia que los separaba,
nunca perdió de vista su figura luminosa. Se encontraba ahora entre quebradas
negras y escarpados salvajes, donde la Sibila parecía nadar como una estrella en las
sombras de los abismos. Las feroces águilas de la montaña chillaban sobre la
cabeza del poeta, contemplando su ascenso mientras revoloteaban sobre sus
nidos. El goteo frío de arroyuelos que nacen en los glaciares perpetuos le
salpicaba desde arriba, y bruscos abismos se extendían a sus pies con un rugido
hueco de agua que caía vertiginosamente a las profundidades.
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SIBILA DÉLFICA. Miguel Ángel Buonarroti. Bóvedas de la Capilla Sixtina. Roma. 1508-1512
El Miguel Ángel
pintor deslumbra con la misma fuerza expresiva, llenar de vigor y de
talento, que pueda hacerlo el Miguel Ángel escultor. Y de su obra
pictórica, lógicamente destaca por encima de cualquier otra su
descomunal trabajo en las bóvedas de la Capilla Sixtina.
Se trata de un encargo hecho por el Papa Julio II
después de la decisión de abortar el proyecto de su tumba, lo que tanto
había de contrariar a Miguel Ángel. |
Tortha sólo sentía una emoción parecida a la que impulsa a la mariposa a seguir
un punto de luz. No sabría decir cuál era la razón y meta de su búsqueda, ni tampoco
la fruición del extraño amor que le obligaba a continuar. Olvidando la fatiga
mortal, el peligro y el desastre a que se exponía, sintió el delirio de un
ascenso loco hacia alturas sobrehumanas. Superando barrancos salvajes y
angostos escarpados, llegó hasta un elevado paso que antaño uniera Mhu Thulan
con Polarión. Entre paredes de roca erosionada discurría un viejo camino
agrietado y derruido, parcialmente bloqueado por restos de torres de vigía
derrumbadas. Más abajo del paso, como si fuera un enorme dragón de hielo,
surgía el primer glaciar boreal para dar la bienvenida a la Sibila y a Tortha. Junto
con el extraño ardor de su ascenso, el poeta advirtió un repentino frío que
rozaba el mediodía. Los rayos del sol eran tenues y carecían de calor, mientras
que las sombras eran tan oscuras como las profundidades de las tumbas excavadas
en excavadas en el hielo ártico. Una película de nubes ocres, que se deslizaban
con rapidez mágica, barrieron el día oscureciendo el cielo como si lo hubieran
cubierto con una telaraña polvorienta, hasta que el sol pudo penetrarlo con sus
rayos pálidos y sin vida, como una luna de diciembre. El cielo que se extendía
más allá del horizonte quedó encerrado por una cortina espesa y gris.
Más pálida y luminosa en contraste con las oscuras nubes, la Sibila se apresuró como
fuego volador atravesando la neblina, hacia el almenado hielo del glaciar.
Tortha trepó por una ladera de hielo que se deslizaba de Polarión. Había
alcanzado la cumbre del paso y pronto llegaría a la meseta que se extendía más
allá. Pero cual tormenta invocada por brujería, le caía de repente la nieve
formando torbellinos espectrales y nubes cegadoras. Llegó como un vuelo
incesante de suaves y anchas alas, o los larguísimos cuerpos de dragones
difusos y pálidos. Durante algún tiempo todavía pudo distinguir a la Sibila, como quien ve el
tenue resplandor de una lámpara sagrada a través de las cortinas del altar en
algún templo. La nieve entonces se hizo más gruesa, hasta que dejó de ver el
resplandor, sin saber si aún estaba en el paso de altos muros o perdido en
alguna llanura de nieves perpetuas.
Se debatió buscando aire en la cargada atmósfera. El fuego blanco, que hasta
entonces le había animado, se deshacía ahora en sus helados costados. El fervor
y la exaltación se apagaron, para dar paso a una oscura fatiga, un atontamiento
que invadía todo su ser. La brillante imagen de la Sibila se reducía a una
estrella sin nombre, que, junto con todo lo que había conocido o soñado, pasaba
a un gris olvido... Tortha abrió los ojos ante un mundo extraño. No sabía decir
si se había caído y muerto en la tormenta, o tropezado con algo oculto en la
nieve: lo cierto es que a su alrededor no quedaban restos de las avalanchas, ni
de las montañas de glaciares. Se encontraba en un valle que bien pudiera ser el
corazón de cualquier paraíso boreal, un valle que con seguridad no formaba
parte de la desierta Polarión. A su alrededor el césped estaba materialmente
atestado de flores, con un delicado y pálido matiz, como un arco iris lunar.
Sus delicadas formas eran las de los capullos de nieve y rocío, dando la
sensación de que al menor contacto se derretirían, desapareciendo.
El cielo que cubría el valle no era el de Mhu Thulan, bajo y de color turquesa.
sino difuso, soñador, lejano, y lleno de una violescencia infinita, como la
frontera de un mundo más allá del tiempo y del espacio. Había luz por todas
partes, pero Tortha no vio ningún sol en la bóveda límpida de nubes. Era como
si el sol, la luna y las estrellas se hubieran mezclado en tiempos remotos,
para disolverse en una luminosidad eterna. Altos y delgados árboles, cuyo
follaje de un verde lunar estaba cargado de delicados capullos, parecidos a los
del césped, crecían en arboledas y frondas por encima del valle, y a lo largo
del margen de un río de tranquilo curso, que se perdía en un horizonte
infinito. Tortha advirtió que no proyectaba ninguna sombra sobre el campo
florido. los árboles carecían igualmente de sombras, ni tampoco se reflejaban
en las transparentes aguas. No había viento que moviese las ramas cargadas de
flores, o perturbase los innumerables pétalos que destacaban entre la yerba. Un
silencio sepulcral parecía dominarlo todo, como el susurro de algún destino
sobrenatural.
Lleno de asombro, pero incapaz de adivinar la razón de su situación, el poeta
se dio la vuelta, impulsado por una voz imperiosa. Detrás de él, y al alcance
de su mano, vio un emparrado de parras floridas que se habían enlazado de un
árbol a otro. A través de las flores, en el centro del enramado, vio como una
ráfaga de nieve los blancos velos de la Sibila. Con pasos tímidos, ojos que parpadeaban
ante su belleza mística, y el corazón ardiendo como si lo calentaran antorchas,
penetró en el emparrado. Se levantó la Sibila del lecho de flores donde yacía, para
recibir a su adorador... De todo lo ocurrido después, Tortha olvidaría gran
parte. Era como una luz demasiado radiante para que durase, un pensamiento que
no requería conceptuación, a causa de su extraordinaria rareza. Se trataba de
una realidad que superaba todo lo que el hombre podía considerar real; y, sin
embargo, Tortha tenía la sensación de que tanto él como la Sibila y todo cuanto les
rodeaba formaba parte de un espejismo en los desiertos del tiempo, sensación,
por otra parte, que le hacía pensar que se encontraba en un lugar peligroso,
por encima de la vida y de la muerte, en un enramado de sueños, resplandeciente
y frágil.
Pensó que la Sibila
le recibía con palabras atractivas y melifluas de un idioma que le era
conocido, pero que nunca había oído. El tono de su voz le llenó de un éxtasis
que se acercaba al dolor. Se sentó a su lado sobre un banco maravilloso, y ella
le susurró muchas cosas: divinas, estupendas y peligrosas; trascendentes como
el secreto de la vida; dulces como el olvido; extrañas e inmemorables como el
conocimiento perdido del sueño. Pero no le dijo su nombre, ni tampoco el
secreto de su esencia, y Tortha seguía sin saber si era un espíritu o una
mujer, una diosa o un fantasma. Había algo en su conversación relativo al
tiempo y su misterio; algo que siempre está más allá del tiempo; algo parecido
a la sombra gris del hado que obedece al mundo y al sol; algo de amor que
persigue un fuego huidizo, perecedero; de muerte, en cuya tierra nacen las
flores; de vida, espejismo de un vacío helado. Durante largo rato, Thortha se
contentó con escuchar; era preso de un éxtasis, y experimentaba el asombro de
cualquier mortal ante la presencia de una deidad. Entonces, cuando se
acostumbró a su situación, la belleza femenina de la Sibila le habló con
idéntica elocuencia que sus palabras. Vacilante, gradualmente, como una marea
que llega hasta una luna supraterrenal, afloró en su corazón el amor humano que
era mitad de su adoración. Sintió un delirio de deseo, mezclado con el vértigo
que ataca a quien sube a una altura imposible. Veía únicamente la belleza
blanca de su deidad, sin prestar atención a la sabiduría de sus palabras.
La Sibila hizo una pausa en su discurso. y sin saber muy bien cómo, con
palabras lentas y entrecortadas, Tortha se atrevió a declararle su amor. Ella
no respondió, no hizo gesto alguno en señal de aceptación o rechazo. Pero
cuando el poeta hubo terminado, le observó con mirada extraña; amor o piedad,
tristeza o felicidad, no sabría decirlo. Entonces, rápidamente, se inclinó y le
besó en la frente con sus pálidos labios. Su beso constituía el sello entre el
fuego y el hielo. Loco por lograr su deseo supremo, Tortha se abalanzó para
abrazar a la Sibila.
Terrible e inexorablemente, cambió al encontrarse entre sus
brazos: se convirtió en un cadáver helado que durante siglos había yacido en
una tumba, una momia de leprosa blancura, en cuyos ojos helados pudo leer el
horror del vacío supremo. Era algo que no tenía ni forma ni nombre —algo
corrompido y oscuro que se deshacía en sus brazos—, polvo, una nube de átomos
brillantes que se evaporaban entre sus dedos. Pronto no quedó nada, ya que
también se desvanecían las flores que antes la rodearan, desapareciendo bajo
copos de nieve blanca. El amplio cielo violeta, los altos y delgados árboles,
el mágico río sin reflejos, la propia tierra que pisaba, todo había
desaparecido entre los remolinos de nieve.
Tuvo Tortha la sensación de ser arrastrado hacia un profundo abismo, junto con
el caos de la tormenta de nieve. Lentamente, al caer, el aire se aclaró en su
derredor, mientras él quedaba colgando sobre la tormenta. Se encontraba solo en
un cielo triste y sin estrellas; a sus pies, a una distancia tan asombrosa como
variable, pudo ver las tenues fronteras de una tierra rodeada de hielo de horizonte
a horizonte. Las nieves habían desaparecido del aire muerto, y Tortha se sintió
invadido por un frío cortante, como el aliento de un éter terrible. En un
instante cortísimo vio y sintió todo esto. Acto seguido, y con la rapidez de un
meteoro, volvió a caer hacia el continente helado. Y como la llama fugaz del
meteoro, su consciente se desvaneció perdiéndose en el aire helado. Pero los
pobladores semisalvajes de la montaña habían visto cómo Tortha desaparecía
durante la repentina tormenta que misteriosamente llegara de Polarión, y cuando
ésta hubo remitido, le encontraron caído en un glaciar. Le atendieron tosca
pero cuidadosamente, maravillándose ante la marca blanca que, como una señal de
fuego, llevaba impresa en su frente dorada. La carne estaba profundamente
herida, y la marca presentaba la presión de unos labios. Pero no podían saber
que la señal imborrable fuera obra del beso de la Sibila Blanca.
Despacio, Tortha consiguió recobrar parte de su fortaleza
anterior. Pero su mente quedó para siempre perdida en un abismo nublado, en una
sombra imborrable, como ojos deslumbrados después de mirar una luz
insoportable. Entre los que le cuidaron había una doncella pálida y bella, que
Tortha confundió con la Sibila
en su mente enferma. El nombre de dicha joven era Illara, y en su locura Tortha
se enamoró de ella. Olvidándose de sus parientes y amigos de Cerngoth, se quedó
a vivir con la gente de la montaña, tomando a Illara por esposa y escribiendo
canciones sobre la reducida tribu. En conjunto, fue muy feliz pensando que la Sibila había vuelto a él; e
Illara también fue dichosa a su manera, ya que no era la primera mujer mortal
cuyo amante permanecía fiel a una ilusión divina.
Clark Ashton Smith
(1893-1961)