martes, 29 de mayo de 2012

La fábula y el cuento popular


Domingo de Azcuénaga (1758-1821)
Fuente: Juan de la C. Puig en Antología de poetas argentinos . Tomo I - La colonia, Buenos Aires, Martín Biedma e hijo Editores, 1910.

Fábula tercera
El águila, el león y el cordero
Un águila real,
Con rápido vuelo
Se subió a la cima
De un áspero cerro,
Al pie de la cumbre,
En un prado ameno,
Un feroz león
Estaba durmiendo.
La águila de lo alto
Quiso conocerlo,
Y hacia el prado airosa
Se dirigió luego.
El León al ruido
Despertó soberbio,
Y alzando al instante
Su dorado cuello,
Erguió su melena
Con gala y denuedo,
Y de rey vestido
Se mostró al momento.
Revolvió la cara
Con aire y despejo,
Y, con la cabeza,
Le hizo acatamiento.
Acercóse aquélla
Con pasos severos,
Y entablaron ambos
Su razonamiento.
Este se redujo
A hacer menosprecio
De los brutos y aves
Con denuestos feos,
Diciendo, que estaban
En el universo,
Las especies de ambos,
Bajo sus imperios,
Vanidad fundando
En sus nacimientos.
Pero un corderito,
Que había estado oyendo
Toda la parola,
Sin ser visto de ellos
(Allá para sí),
Prorrumpió diciendo:
No hay duda en que sois
Por vuestros abuelos
De aves, y de brutos
Monarcas excelsos,
Pero, si tenéis
Tan perversos hechos,
Que el hurto y rapiña
Es vuestro elemento,
La grandeza vuestra,
Ni en chanzas la quiero,
Pues soy de dictamen
Por lo que penetro,
Que el lustre, y realce
De más alto precio
Es, el que uno adquiere
Por sí, siendo bueno.
En la fabulita
Nos dice el cordero:
Que jamás hagamos
Gala con exceso
Del blasón y gloria
Que heredado habemos
De nuestros mayores,
Y que procuremos,
Con nuestra conducta
Y procedimientos,
Adquirirla nueva
Por nosotros mismos.

(Telégrafo Mercantil: T. 2 N° 18; Domingo 4 de octubre de 1801.)



“La zorra y la careta vacía”, Esopo

Entró un día una zorra en la casa de un actor, y después de revisar sus utensilios, encontró entre muchas otras cosas una máscara artísticamente trabajada. La tomó entre sus patas, la observó y se dijo: «¡Hermosa cabeza! Pero qué lástima que no tiene sesos».


No te llenes de apariencias vacías. Llénate mejor siempre de buen juicio.




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“El niño prodigioso”, Alekandr Nikoalevich Afanasiev



Érase un acreditado comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la gracia de tener un niño que los hiciese muy dichosos, los sostuviera en la vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.  Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus semejantes.  Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo Fedor:
-Ve a sentarte debajo del puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí.
Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se puso a escuchar. Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos hablando entre sí, y decían:
-¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido.
El mayordomo, después de haber oído estas palabras, volvió a casa.
-¿Qué dice la gente, Fedor? -le preguntó el comerciante.
-Dicen cosas muy diversas: según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho sólo por vanagloria.
Aquel mismo año la mujer del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche, cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató, manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.  Por la mañana los padres se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición.
-¡Se lo ha comido su misma madre! -dijo-. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre.
Encolerizado el comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de inocencia.  Así transcurrieron algunos años, y entretanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se llevó al niño a su casa.  Aprovechándose del don divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole:
-Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá.
Y apenas el niño pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante.
Al fin un día le dijo:
-Mira, niño, pide a Dios que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar se case conmigo.  El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos castillos para el zar y su familia.  Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó:
-¿Quién ha construido tal maravilla?
Los cortesanos se enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor.
-Si Fedor es tan hábil -dijo el zar-, le daré por esposa a mi hija.
Con gran rapidez se hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo dejaba sin comer.  Una noche hablaba Fedor con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón oscuro, lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál era la causa de su don maravilloso.
-Si antes sólo eras un pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche hacer el puente de cristal?
-Todas mis riquezas y mi poder mágico -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo.
-Cuéntame cómo -dijo la hija del zar.
-Estaba yo de mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robé, y para que no se sospechase de mí acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su propio hijo.
El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:
-¡Bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!
Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena de hierro, se fue con él a casa de su padre. Una vez allí dijo al comerciante:
-¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas?
-¿Para qué las necesitas?
-Porque tengo que dar de comer al perro.
-¿Qué dices, niño? -le contestó el comerciante-. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con brasas?
-¿Y dónde has visto tú que una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre.
El comerciante quiso conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño.  La hija del zar volvió a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su muerte.